Bandera del arcoíris símbolo del movimiento gay desde 1978- Ludovic Bertron

Bandera del arcoíris símbolo del movimiento gay desde 1978- Ludovic Bertron


“Los psiquiatras, en una encrucijada, declaran que la homosexualidad no es una enfermedad mental”. Con este titular reseñaba The New York Times el 16 de septiembre de 1973 la histórica decisión tomada el día anterior por los quince reputados psiquiatras que formaban el Consejo de Administración de la organización profesional de esta especialidad más influyente del mundo, la Asociación Estadounidense de Psiquiatría (APA).

La decisión se reflejó en la siguiente edición del manual diagnóstico y estadístico de los trastornos mentales (DSM), la referencia imprescindible para los psiquiatras. El ‘castigo’ se levantó solo parcialmente, ya que la homosexualidad continuó siendo una patología rebautizada como orientación sexual alterada (SOD, por sus siglas en inglés), que podía ser tratada en el caso de que la persona no se sintiera a gusto con su identidad sexual.

Más de cuarenta años después de esta decisión, todavía algunos médicos afirman que la homosexualidad se puede curar, a pesar de que no hay un solo estudio que lo demuestre. Robert Spitzer, autor del único artículo que trataba de argumentarlo científicamente, publicado en 2001, se retractó de sus conclusiones el año pasado.

Como explica el profesor de Ética y Política de la Universidad Estatal de California en Northridge Juan Antonio Herrero, autor del libro La sociedad gay. Una invisible minoría­, fueron los activistas gays quienes con sus protestas lograron la desmedicalización del concepto homosexual. “El escándalo dio paso a la desconfianza hacia el rigor de la ciencia, ya que se puso en evidencia que bastaba una votación para que algo considerado como enfermedad dejara de serlo”, comenta a SINC.

No es que no hubiera aval científico para la petición del colectivo gay. Por el contrario, desde que a principios de la década de 1950 Alfred Kinsey publicara el famoso informe que lleva su nombre y que demostró que el 37% de los varones encuestados había tenido al menos una experiencia homosexual, el asunto estaba en continuo debate.

Un debate que avivó la psicóloga de la Universidad de California en Los Ángeles (UCLA) Evelyn Hooker, que en 1957 publicó el estudio La adaptación del varón abiertamente homosexual, en el que seleccionó a treinta hombres que asumían su condición de gays –los estudios anteriores se habían llevado a cabo con pacientes de psiquiatras– y treinta heterosexuales. Les hizo test y entrevistas en profundidad, que se grabaron y transcribieron. Los resultados de las pruebas, blindadas, fueron remitidos a psiquiatras de renombre, a los que la autora pidió evaluación. No hubo diferencias en el resultado entre los dos grupos.

A pesar de trabajos como el de Hooker, no hubo un estudio determinante que motivara la decisión de la APA. Pero desde 1968, año de la primera edición del DSM II, hasta 1973, algo cambió en la sociedad. El activismo gay dejó de ser minoritario para convertirse en una proclama social comparable a otros movimientos de liberación. La máxima expresión fue la marcha Stonewall Riots, celebrada en Nueva York en 1969, solo un año después de la publicación del manual.

Psiquiatras gays salieron del armario

Psiquiatras homosexuales que no habían hecho pública su condición empezaron a movilizarse, ayudados por acciones de protesta en cada una de las reuniones y congresos que celebraba la APA. Un episodio destacado lo protagonizó el psiquiatra John Fryer, que participó en una convención de la asociación de 1972 ataviado con una máscara y haciéndose llamar Dr. H. En su charla, Fryer comparó la lucha homosexual con la de los negros estadounidenses y desveló que muchos otros psiquiatras compartían su orientación sexual.

El jefe de Psiquiatría del condado de Montgomery en Maryland (EE UU), Robert Peele, portavoz de la APA para este reportaje y miembro de la junta directiva de aquellos años, recuerda que antes la medicalización del homosexual se había visto incluso como algo positivo. “Hay que tener en cuenta que se consideraba un crimen penado con la cárcel”, señala.

Además, apunta, el estigma hacía que muchas personas odiaran ser gays y buscaran la curación que muchos psiquiatras prometían. Por esta razón, la votación del Consejo de Administración –que se resolvió con trece votos a favor y dos abstenciones– no sentó bien a muchos de los 20.000 psiquiatras de la APA, que forzaron un referéndum en el que votaron a favor solo un 58% de los afiliados.

Para aplacar los ánimos, explica Peele, se dejó el diagnóstico de orientación sexual alterada (SOD). Aquello permitía a los homosexuales buscar un tratamiento que, según resalta Peele, nunca demostró ninguna eficacia. “Las terapias eran sobre todo psicoanalíticas, técnicas de condicionamiento sexual”, señala el veterano psiquiatra, que ha participado en la redacción de todas las ediciones posteriores del DSM incluida la última, el polémico DSM-V.

Peele resalta que, por mucho que ahora parezca una abominación, muchos psiquiatras respetables de la época veían la homosexualidad como una enfermedad y su oposición a la desmedicalización fue sincera.

Herrero tiene una visión más crítica de lo que sucedió. Para este estudioso del tema, los motivos por los que la homosexualidad se mantuvo –aunque fuera parcialmente– como trastorno en la séptima edición del DSM-II fueron puramente económicos. “La votación de la APA suponía dejar sin ingresos a muchos psiquiatras. Hubo una rebelión encabezada por Charles Socarides [que afirmaba que la homosexualidad era reversible], porque se quedaban sin negocio”, afirma Herrero.

Mientras en EE UU la homosexualidad dejaba de ser un trastorno, las cosas eran muy distintas en la España del tardofranquismo. Herrero afirma con rotundidad que el cambio sugerido por los psiquiatras estadounidenses “se ignoró” en el país.

El psiquiatra Enrique González–Duro, que trabajó treinta años en la sanidad pública española y se jubiló como consultor del Hospital Universitario Gregorio Marañón de Madrid, coincide con Herrero en que la resolución de la APA “pasó desapercibida” en este país, donde tuvo más impacto el siguiente cambio. El DSM-III retiró el SOD como trastorno pero lo cambió por la llamada homosexualidad egodistónica, que se aplicaba a los pacientes con estrés permanente por no aceptar su orientación sexual.

Curadores de homosexuales

El médico afirmó que la  homosexualidad era un trastorno asociado a abusos sexuales, padres violentos o madres sobreprotectoras. Poco después, la sociedad de psiquiatras más importante de España aclaró en un comunicado que en ninguna de las dos clasificaciones internacionales vigentes de los trastornos mentales (Organización Mundial de la Salud y Sociedad Estadounidense de Psiquiatría) figuraba la homosexualidad como trastorno mental.

Pero este comunicado no acabó con la práctica de psiquiatras que afirman que curan la homosexualidad sin que exista una sola evidencia científica sobre ello. No es un problema exclusivo en España y en EE UU este movimiento está aún más extendido, aunque en junio anunció su cierre la organización cristiana Exodus International, tras disculparse por llevar 37 años afirmando que la homosexualidad podía curarse. “Periódicamente, recordamos a los psiquiatras que es antiético afirmar que se puede curar la homosexualidad, pero siempre hay médicos que van por libre”, reconoce Peele.

A Badajoz los pasivos, a Huelva los activos

“Siguió el negocio, puesto que los psiquiatras que antes trataban para cambiar la orientación sexual, después lo hacían para conseguir que lo aceptaran”, apunta Herrero. “Nos alegramos todos, porque contribuyó a la liberación del movimiento gay”, apunta González–Duro.

Pero antes de que esto ocurriera, y mientras en EE UU los activistas gays reventaban congresos psiquiátricos, en España se aprobaba en 1970 la Ley sobre peligrosidad y rehabilitación social, que castigaba duramente la práctica de relaciones homosexuales. “La Ley se preocupa de la creación de nuevos establecimientos especializados donde se cumplan las medidas de seguridad, ampliando los de la anterior legislación con los nuevos de reeducación para quienes realicen actos de homosexualidad […]”, rezaba el texto. Los dos centros estaban en Badajoz, que se destinó a homosexuales ‘pasivos’, y Huelva para ‘activos’.

Sin embargo, y como subraya Herrero, “el número de gays internados fue mínimo”. Esto no quiere decir que la homosexualidad no se considerara una enfermedad, algo sustentado incluso por teorías científicas patrias. Gregorio Marañón la definía como patología y creía que se podía curar aunque, eso sí, dejaba claro que el homosexual eran tan poco responsable de su ‘anormalidad’ como un diabético de presentar niveles altos de glucosa.

El catedrático Valentín Pérez Argilés inauguró en 1959 el curso en la Real Academia de Medicina de Zaragoza poniendo en duda el argumento exculpatorio de Marañón: “La comparación sería más justa si dijera: ‘Tampoco el tuberculoso es responsable de su tuberculosis; pero tendrá una grave responsabilidad cuando por odios al resto de la Humanidad sana (dolo) o desinteresándose del riesgo de su contagiosidad (dolo eventual), o por ignorancia, etc. (culposamente), se dedique a la siembra de sus esputo bacilíferos”.

Así las cosas, durante la dictadura franquista se utilizaron para ‘curar’ a los homosexuales terapias psicológicas conductistas. Como señala González–Duro, consistían en “asociar estímulos dolorosos o nauseabundos a imágenes de homosexualidad”.

“También se aplicaba electricidad por las piernas. Se trataba de seguir el principio de los perros de Pavlov”, comenta el experto, que vio como esto sucedía en el tardofranquismo en consultas pegadas a la suya. Una segunda fase de la terapia consistía en aplicar estímulos opuestos. “Se mostraban imágenes para fomentar la heterosexualidad y a la vez se les administraban fármacos tranquilizantes”, recuerda.

“En congresos, presentaban resultados de supuesta curación de homosexuales, pero no duraban más de tres meses. Claramente, el cambio estaba condicionado por el medio y lo que se hacía era generar sentimientos de culpa”, señala. “Ha habido psiquiatras que llevaban a cabo estas prácticas y que han acabado arrepentidos, porque eran torturas”, añade.

Sin embargo, González–Duro señala que estos tratamientos “no estaban generalizados” por una razón muy simple: “Había muchos homosexuales”. En su consulta, el psiquiatra recibió la visita de algunos gays, bien por iniciativa propia o enviados por sus familias. “Yo trataba la depresión asociada al sentimiento de culpa, les ayudaba a asumir su homosexualidad”, apunta.

En España, pasarían cuatro años desde la muerte de Franco para que se derogara la Ley que establecía el internamiento reeducador para los gays, pero aún tuvieron que pasar quince más para que la Sociedad Española de Psiquiatría se manifestara con contundencia en contra de considerar esta orientación una patología. Lo hizo en 2005, a raíz de las polémicas declaraciones del catedrático de psiquiatría Aquilino Polaino en la Comisión de Justicia del Senado.

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