Tiempos modernos, Charles Chaplin

Tiempos modernos, Charles Chaplin


Manuel Martínez Morales

Según afirma Carlos Marx, en el primer capítulo de su obra cumbre, El Capital, a primera vista una mercancía parece ser una cosa trivial, de comprensión inmediata. Pero su análisis demuestra que es un objeto endemoniado, rico en sutilezas metafísicas y reticencias teológicas. En cuanto valor de uso, nada de misterioso se oculta en ella, ya la consideremos desde el punto de vista de que merced a sus propiedades satisface necesidades humanas, o de que no adquiere esas propiedades sino en cuanto producto del trabajo humano. Es de claridad meridiana que el hombre, mediante su actividad, altera las formas de las materias naturales de manera que le sean útiles. Se modifica la forma de la madera, por ejemplo, cuando con ella se hace una mesa. No obstante, la mesa sigue siendo madera, una cosa ordinaria, sensible. Pero no bien entra en escena como mercancía, se trasmuta en cosa sensorialmente suprasensible. No sólo se mantiene tiesa apoyando sus patas en el suelo, sino que se pone de cabeza frente a todas las demás mercancías y de su testa de palo brotan quimeras mucho más caprichosas que si, por libre determinación, se lanzara a bailar.

En estas líneas, breves y geniales, el fundador del materialismo histórico explica con toda claridad el proceso de transmutación de un objeto útil (que satisface una necesidad humana) en un objeto valorizado, es decir, en una mercancía que en cuanto tal, y merced a las relaciones sociales, se transforma “en cosa sensorialmente suprasensible”, en un objeto misterioso.

¿De dónde brota el carácter enigmático que distingue al producto del trabajo no bien asume la forma de mercancía? Lo misterioso de la forma mercantil consiste sencillamente, pues, en que la misma refleja ante los hombres el carácter social de su propio trabajo como caracteres objetivos inherentes a los productos del trabajo, como propiedades sociales naturales de dichas cosas, y, por ende, en que también refleja la relación social que media entre los productores y el trabajo global, como una relación social entre los objetos, existente al margen de los productores.

Como sostenía Galileo, explicar algún fenómeno puede ser difícil pero una vez explicado resulta fácil de entender. Parte de la explicación de la transformación de objetos producidos en mercancía resulta de su revestimiento de valor. Valor que en su forma más fácil de comprender es expresado en dinero. Esto se entiende mediante una sencilla fórmula expuesta por el propio Marx. El proceso de producción de una mercancía puede representarse por el esquema:

DàPàD’

En cualquier proceso de producción tiene que contarse con insumos, cuyo “costo” se resume y representa por la letra D: materias primas, instalaciones de la empresa, maquinaria, organización administrativa y de los procesos de trabajo, salarios de los trabajadores, etcétera. La letra P representa el proceso mismo de producción, al final del cual se materializan los productos terminados, representados ahora por su valor de cambio D’. ¿Pero que clase de magia ha ocurrido en el proceso puesto que la cantidad D’ siempre es mayor que D, pues de otra manera no tendría interés para el capitalista? ¿De dónde surge este “valor agregado”, o plusvalía, como lo llamaría Marx?

Como dijo Galileo y lo dijo a voz en cuello, una explicación  hace un fenómeno fácil de entender y, en este caso, Marx se encargó de demostrarlo. El costo de las instalaciones, las materias primas y de la maquinaria no puede “transferirse” al producto haciendo que D’ sea mayor que D.

-¿Tons qué?- se preguntaría el Profesor Malacates.

Expliquemos la razón de esa aparente multiplicación milagrosa del valor con un ejemplo: un obrero produce 20 lienzos de tela de algodón -durante una jornada de trabajo de 8 horas- que ya terminados tendrían un valor X para el empresario; pero éste le paga como salario lo equivalente a tan sólo 2 de trabajo, la cuarta parte de su valor. El valor producido en las restantes 6 horas, el 75 por ciento de X, se lo apropia el empresario y es lo que Marx denomina plusvalía. Aunque también puede originarse en otros tramos de la producción. Por ejemplo, si el empresario emplea un telar que incorpore una innovación tecnológica que permita que usando este telar un sólo obrero produzca lo que antes de la innovación producían diez obreros, esto también se reflejará en un incremento de la plusvalía, pues el empresario no solamente se ahorrará el pago de los salarios de los 9 obreros desplazados por el nuevo telar, sino que incrementará la plusvalía que le roba al obrero que opera el nuevo telar pues ahora en el mismo  tiempo de trabajo éste producirá más lienzos, producirá más valor, y seguirá recibiendo casi el mismo salario. Ahora la diferencia entre D’ y D se acrecienta, y la empresa obtiene mayores ganancias. ¿Magia? ¡No! Sencillamente mayor explotación del trabajo.

Paralelamente, surge el tema de las patentes y el secreto industrial puesto que el capitalista poseedor de la innovación –que le permite producir más y a menor costo- adquiere una gran ventaja frente a sus competidores quienes si hicieran suya la innovación acabarían con es ventaja. Así que en este contexto los nuevos conocimientos o las innovaciones tecnológicas no se difunden ni comparten puesto que son una ventaja para quien primero las obtiene.

De lo cuál, deduce Mané en su calenturienta mente infectada por el marxismo, el darwinismo, el einstenismo y otros poéticos y científicos ismos, todo el ampuloso discurso sobre la innovación –y los cursos y diplomados sobre el tema, que por cierto dejan buena lana- oculta, en el contexto del modo de producción capitalista, que las innovaciones técnicas y científicas  desembocan, en última instancia, en una mayor extracción de plusvalía y concomitantemente en una mayor explotación del trabajo humano. Aunque en otro contexto regido por valores diferentes al reinado del valor de cambio, las innovaciones científicas y técnicas redundarían en un mayor bienestar para todos. Por ejemplo se podría disminuir significativamente la jornada de trabajo de los obreros y, a la vez, podría incrementarse su salario; los medicamentos y tratamientos para muchas enfermedades crónico degenerativas estarían al alcance de todos, etcétera.

No olvidar que los conocimientos y artefactos tecnocientíficos incorporados a la producción son también producto del trabajo humano, trabajo congelado o trabajo muerto lo llamaba Marx. Trabajo muerto que predomina y subordina el trabajo vivo de los trabajadores de carne y hueso quienes, gracias a las innovaciones, ahora son mayormente explotados y sometidos. Sólo recuerde la película Tiempos Modernos, de Charles Chaplin, que resume cinematográficamente en forma magistral y profética lo que quiero decir.

La forma de mercancía y la relación de valor entre los productos del trabajo en que dicha forma  se representa, no tienen absolutamente nada que ver con la naturaleza física de los mismos ni con las relaciones, propias de cosas, que se derivan de tal naturaleza. Lo que aquí adopta, para los hombres, la forma fantasmagórica de una relación entre cosas, es sólo la relación social determinada existente entre aquéllos. De ahí que para hallar una analogía pertinente debamos buscar amparo en las neblinosas comarcas del mundo religioso. En éste los productos de la mente humana parecen figuras autónomas, dotadas de vida propia, en relación unas con otras y con los hombres.

Otro tanto ocurre en el mundo de las mercancías con los productos de la mano humana. A esto Marx llamó el fetichismo que se adhiere a los productos del trabajo no bien se los produce como mercancías, y que es inseparable de la producción mercantil.
Ese carácter fetichista del mundo de las mercancías se origina, como el análisis precedente lo ha demostrado, en la peculiar índole social del trabajo que produce mercancías.

Pero es precisamente esa forma acabada del mundo de las mercancías –la forma de dinero– la que vela de hecho, en vez de revelar, el carácter social de los trabajos privados, y por tanto las relaciones sociales entre los trabajadores individuales.

A lo cual habrá que añadir que hay bienes, valores de uso, que no tienen valor de cambio, como el aire que respiramos y el agua necesarios para la vida. Otros más son bienes y servicios sociales esenciales que, por su naturaleza y función tampoco tienen o debían tener valor de cambio, como serían el acceso a la educación, los servicios de salud y la seguridad social. Pero el capital para sobrevivir necesita, cual hambriento cáncer, abrir nichos para su expansión pues de otro modo se extinguiría. Y es así que transforma esos bienes esenciales, valores de uso, en valores de cambio, en mercancías, causando daños y penurias sociales ya experimentadas particularmente en la etapa actual del capitalismo conocida como neoliberalismo.

Si las mercancías pudieran hablar, lo harían de esta manera: Puede ser que a los hombres les interese nuestro valor de uso. No nos incumbe en cuanto cosas. Lo que nos concierne en cuanto cosas es nuestro valor. Nuestro propio movimiento como cosas mercantiles lo demuestra. Únicamente nos vinculamos entre nosotras en cuanto valores de cambio.

Todo lo cuál produce una danza macabra de las mercancías -con frecuencia orquestada por ciencia y tecnología- que en estos tiempos se impone sobre la humanidad provocando una creciente catástrofe que amenaza a la especie humana, no solamente en cuanto a la desvalorización del trabajo y la enajenación y estupidización progresiva que los poderosos extienden sobre poblaciones enteras para mantener su encumbramiento, sino que desborda los confines de la empresa individual para convertir al planeta entero en una gran fábrica de devastación y muerte, donde las mercancías parecen cobrar vida ejecutando su macabra danza sobre una humanidad envilecida casi por completo en su adoración del becerro de oro.

Los comentarios están cerrados.