Nacido en los estertores del siglo XIX, allá en 1899, en la populosa Argentina, Jorge Luis Borges, es hoy uno de las grandes figuras de la literatura universal y por lo mismo un icono representativo de las letras en español.

De su cuento El Aleph es de donde tomamos el nombre de nuestra revista, Álef, como un homenaje al escritor y a su idea de dar un vistazo a lo “que ningún hombre ha mirado: el inconcebible universo”.

La primera luz le llegó a Jorge Francisco Isidoro Luis Borges Acevedo (que tal era su nombre completo) en la casa de su abuelo materno, Isidoro Acevedo, donde su familia vivió por algunos años hasta que se mudaron a la casa de Serrano 2135, en el barrio de Palermo.

Jorge Luis Borges desde infante fue bilingüe, sobre todo por influencia de su abuela paterna, Fanny Haslam, quien le enseño el ingles desde pequeño, con tal eficacia que incluso aprendió a leer en ese idioma antes que en español.

Su talento de escritor se reveló a los 6 años, cuando le dijo a sus padres que ese era el destino que quería para su vida.

En 1907, con apenas 8 años, redactó su primera fábula, a la cual llamó “La visera fatal”, inspirado en un pasaje de «El Ingenioso Hidalgo Don Quijote de la Mancha», de Miguel de Cervantes, y a los nueve tradujo del inglés «El príncipe feliz», de Oscar Wilde

Pero su libro más difundido y original, El Aleph, se publicó por primera vez en 1949. Es un libro de cuentos, en los que su autor da muestras de su erudición citando infinidad de fuentes y biografías.

Entre los 17 cuentos ahí incluidos está “El Aleph”, en el cual se narra como el personaje Borges, que es quien relata el cuento, mira el Aleph.

He aquí un fragmento:

 

En la parte inferior del escalón, hacia la derecha, vi una pequeña esfera tornasolada, de casi intolerable fulgor. Al principio la creí giratoria; luego comprendí que ese movimiento era una ilusión producida por los vertiginosos espectáculos que encerraba. El diámetro del Aleph sería de dos o tres centímetros, pero el espacio cósmico estaba ahí, sin disminución de tamaño. Cada cosa (la luna del espejo, digamos) era infinitascosas, porque yo claramente la veía desde todos los puntos del universo. Vi el populoso mar, vi el alba y la tarde, vi las muchedumbres de América, vi una plateada telaraña en el centro de una negra pirámide, vi un laberinto roto (era Londres), vi interminables ojos inmediatos escrutándose en mí como en un espejo, vi todos los espejos del planeta y ninguno me reflejó, vi en un traspatio de la calle Soler las mismas baldosas que hace treinta años vi en el zaguán de una casa en Fray Bentos, vi racimos, nieve, tabaco, vetas de metal, vapor de agua, vi convexos desiertos ecuatoriales y cada uno de sus granos de arena, vi en Inverness a una mujer que no olvidaré, vi la violenta cabellera, el altivo cuerpo, vi un cáncer en el pecho, vi un círculo de tierra seca en una vereda, donde antes hubo un árbol, vi una quinta de Adrogué, un ejemplar de la primera versión inglesa de Plinio, la de Philemon Holland, vi a un tiempo cada letra de cada página (de chico, yo solía maravillarme de que las letras de un volumen cerrado no se mezclaran y perdieran en el decurso de la noche), vi la noche y el día contemporáneo, vi un poniente en Querétaro que parecía reflejar el color de una rosa en Bengala, vi mi dormitorio sin nadie, vi en un gabinete de Alkmaar un globo terráqueo entre dos espejos que lo multiplican sin fin, vi caballos de crin arremolinada, en una playa del Mar Caspio en el alba, vi la delicada osatura de una mano, vi a los sobrevivientes de una batalla, enviando tarjetas postales, vi en un escaparate de Mirzapur una baraja española, vi las sombras oblicuas de unos helechos en el suelo de un invernáculo, vi tigres, émbolos, bisontes, marejadas y ejércitos, vi todas las hormigas que hay en la tierra, vi un astrolabio persa, vi en un cajón del escritorio (y la letra me hizo temblar) cartas obscenas, increíbles, precisas, que Beatriz había dirigido a Carlos Argentino, vi un adorado monumento en la Chacarita, vi la reliquia atroz de lo que deliciosamente había sido Beatriz Viterbo, vi la circulación de mi oscura sangre, vi el engranaje del amor y la modificación de la muerte, vi el Aleph, desde todos los puntos, vi en el Aleph la tierra, y en la tierra otra vez el Aleph y en el Aleph la tierra, vi mi cara y mis vísceras, vi tu cara, y sentí vértigo y lloré, porque mis ojos habían visto ese objeto secreto y conjetural, cuyo nombre usurpan los hombres, pero que ningún hombre ha mirado: el inconcebible universo.

Foto intervención de Ana María de Rivera

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