Acaso fueron tus malditos cantos, Maldoror, los que provocaron mi deslumbramiento ante el espejismo de las neuronas artíficiales de McCulloch y Pitts; o acaso fueron los insondables laberintos de la física cuántica los que me condujeron a las ciudades invisibles de Calvino, y me llevaron a vagar por la ciudad que todos llevamos dentro, según insinuó Kavafis: Nuevas tierras no hallarás, no hallarás otros mares./ La ciudad te seguirá.Vagarás/ por las mismas calles/ Y en los mismos barrios te harás viejo/ y en estas mismas casas encanecerás./ Siempre llegarás a esta ciudad./ Para otro _no esperes-/ no hay barco para ti, no hay camino./ Así como tu vida la arruinaste aquí/ en este rincón pequeño, en toda tierra la destruiste.

            Juventud, ¡divino tesoro! que apenas atisba de reojo el mundo, imaginándolo pletórico de riquezas  a su alcance; ojo juvenil que en todo lo que brilla imagina el oro omnipotente.

            Juventud que sabiamente pierde el tiempo en las tabernas, llevada por la palabra de Efraín Huerta –el inmortal cocodrilo- que invita a despertar la conciencia y alborotar al prójimo: Los hombres tristes y los niños tristes/ huyen del natural, sereno y leve/ concepto general de la existencia. Son briznas al azar/ o nubes desvalidas/ crispadas de miseria. No hablo del reposo a cierta luz/ ni de la encantadora melodía/ de las sábanas claras,/ ni me refiero  a la frondosidad, a ese fácil verdor de los jardines/ donde vibran mujeres/ de anchos ojos azules/ -y un niño es un espejo.

            En aquellos melódicos antros te acercaste a la palabra del magnífico e irreverente Alejandro Aura, que te hizo comprender y desmitificar la teoría de la relatividad: Alguien se levantó con hambre a media noche, siempre,/ y no encontró qué comer ni qué ponerse,/ y en este globo que digo/ van metidos los años y los años,/ Alguien se levantó con hambre a media noche/ y se encontró a los prójimos dormidos.

                         Te sumerges en el mar de las imposibilidades, buscando el eslabón perdido entre poesía y ciencia, como una tabla de salvación entre el ser y el hacer, entre el fenómeno y la esencia, entre la apariencia y lo que és.

    Y todavía le das vueltas al asunto preguntando si acaso la ciencia es un epifenómeno poético, o la poesía la esencia de la ciencia. Sólo cuando se tienen veinte años, se tiene la fortaleza y el temple para formular tales preguntas, y hacerse la ilusión de que pueden ser respondidas.

Después solamente queda enfrentar la realidad: aquello que se nos impone necesariamente. ¿En dónde estás ahora Luis Cardoza? Por favor ven en mi auxilio. Desde no se dónde, Luis me responde:

            La niñez, un sueño que todos hemos soñado, la cruzaste de puntillas para no despertarte. En este sueño la muerte no existe, y se borran el tiempo, las clases sociales, las latitudes. Al salir de su realidad sin gravitación se descubre la diferencia de sexos, el transcurso de los años, la posición económica, la geografía en que se vive. Ha cesado la droga de la infancia que engendraba imágenes y augurios. Se ha perdido un sentimiento de fabulación y percepción más buído: comiénzase a vivir en el universo pardo y sospechoso del adulto. La infancia torna a veces esporádicamente. Entonces, deseando adelante del propio deseo, comprendiendo así que un árbol madurando el fruto, reconfunde la vida de las cosas más simples que se cargan de poderes y se vuelven prodigiosas.

            Juventud con la libertad de asomarse al profundo abismo del alma humana, a través de las puertas abiertas por Dostoievsky y José Revueltas: “El pastor había visto cómo era una niña pequeñita y cubierta de sangre, pero seguramente no lloraba por sus heridas sino por algo mucho más espantoso. Al comprender esto sintió toda la infinita inutilidad de su propia vida y de la vida en general. ¿Por qué deberían ser así las cosas? ¿Por qué no habría nada detrás del hombre sino pavor? Aquella niña lloraba, pero su llanto era un llanto adulto y envejecido, extenso, un llanto más allá de la edad.”

Juventud alucinada por la marihuana, los hoyos negros y por las maravillas escondidas tras la fachada de un sistema de ecuaciones diferenciales. A la paradoja de los gemelos respondería, líricamente, Adolfo Bioy Casares en Máscaras Venecianas.

            Y quisiste aventurarte, sin esperanza alguna, en los misterios de la gravitación universal. El torbellino que te arrastró a las calles ondeando una bandera clamando justicia, democracia e igualdad entre los hombres, temas por completo ajenos a la física teórica, también te empujó a los oscuros rincones de la poesía en vilo, remolino en que poesía y ciencia se fusionan en un increíble  arco iris inexistente para el dogma positivista; es decir, existente tan sólo para los ojos abiertos al pensar poético, al pensamiento científico abierto al campo de lo posible.

            Reflexionar para comprender lo que se ve y lo que no se ve.

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