La violencia destructiva en gran escala -la guerra abierta- aparece en primer término como una ruptura de lo cotidiano; es decir, como un trastorno de las actividades rutinarias, repetitivas, que realizamos día tras día en el ámbito de lo familiar, de lo conocido. Más allá de las fronteras de este mundo de la intimidad –advierte Karel Kosik-, de lo familiar, de la experiencia inmediata, de la repetición, del cálculo y del dominio individual, comienza otro mundo, que es exactamente lo opuesto a la cotidianidad. El choque de estos dos mundos revela la verdad de cada uno de ellos. (Dialéctica de lo concreto).

     A la conciencia enajenada,  estos dos mundos -el de la cotidianidad y el de la Historia (la guerra)- le parecen ajenos y opuestos: lo contrario de la paz cotidiana es la guerra excepcional. Empero, cotidianidad e Historia se compenetran, y su relación permanecerá incomprendida en tanto que no se intente conocer la naturaleza de esa interacción.

     La violencia expresada en la destrucción masiva de seres humanos, como se manifiesta en los bombardeos sobre Irak, Afganistán o la franja de Gaza –con su secuela de miles de muertos- no se conforma solamente por hechos excepcionales trastornadores de lo cotidiano, atribuibles  a actores desquiciados o a entidades fantasmales como “el fundamentalismo” o “el terrorismo internacional”. La violencia en el sistema-mundo capitalista no es accidental; por el contrario, la violencia es un rasgo esencial, constitutivo de esta formación social y, en ese sentido, adopta formas diversas que invaden y penetran el ámbito de la cotidianidad. La guerra en todas sus formas –fría, caliente, de baja intensidad, localizada, mundial, regional, sucia, legal, encubierta, declarada, de guerrillas, santa- es un estado perenne del capitalismo, ya que este sistema no puede sostenerse y reproducirse más que a condición de expandir, por todos los medios a su alcance, sus mercados e incrementar su dominio sobre poblaciones, territorios y recursos de todo tipo.

           La brutal agresión a los estudiantes normalistas de Ayotzinapa es una manifestación más de la violencia que el Estado ejerce en defensa de los intereses  de la clase en el poder.

Los grandes logros educativos -por sus alcances sociales progresistas- del Instituto Politécnico Nacional y de las Escuelas Normales han sido casi nulificados por las políticas de represión, asfixia financiera, control político y corrupción que el sistema ha intentado imponerles, todo con tal de evitar que estas instituciones  jueguen un papel decisivo en favor de las clases desposeídas.

      A cuarenta y seis años de la masacre de Tlatelolco, presenciamos la renovación de una guerra sucia contra las normales rurales que adopta formas cada vez más sutiles y siniestras.

     Luego de más de treinta años de paciente diseño de una nueva política educativa, las universidades públicas y otros centros educativos han sido sometidos por el poder, intentando contener  cualquier posibilidad de que asuman un papel protagónico en la dinámica social, y mucho menos que se conviertan en centros de concientización social y acción política. Por distintos medios, la clase dominante, asesorada por los expertos del Banco Mundial, el Fondo Monetario Internacional el Pentágono, y con políticas educativas dictadas a través de organismos como la OCDE, ha logrado por el momento sujetar la educación a los intereses del empresariato y sus aliados nativos.

      “En el cabaret de la globalización –afirma el sub Marcos en 7 piezas sueltas del rompecabezas mundial (junio 1997)-, tenemos el show del Estado sobre un table dance que se despoja de todo hasta quedar con su prenda mínima indispensable: la fuerza represiva. Destruida su base material, anuladas sus posibilidades de soberanía e independencia, desdibujadas sus clases políticas, los Estados nacionales se convierten, más o menos rápido, en un mero aparato de seguridad de las megaempresas que el neoliberalismo va erigiendo en el desarrollo de esta IV Guerra Mundial.”

     Trátese de los bombardeos sobre Siria, de la guerra de Israel contra el pueblo palestino, de la persistente “guerra”  del Estado mexicano contra la delincuencia organizada –que tantas víctimas inocentes ha cobrado-, de la guerra ideológica que se libra cotidianamente en la mente de los hombres, de los millones de muertos por hambre en el mundo entero –otras víctimas de la guerra neoliberal contra la humanidad-, de otros tantos millones que migran en busca de trabajo, todo ello es consecuencia de la violencia de Estado, entendido el Estado–que engloba los Estados nacionales- como la forma de organización  política cuyo objetivo es hacer prevalecer “el respeto y el orden” para mantener la propiedad privada sobre los medios de producción, asegurando para el empresariato (la fusión del complejo industrial-militar con las megacorporaciones) la monopolización del capital, de los recursos naturales, la ciencia, la técnica, los medios de información y, sobre todo, de las armas de destrucción masiva.

    Por ello es necesario oponerse al brutal terrorismo de Estado que hoy se ejerce con plena impunidad contra humildes estudiantes normalistas.

            Reflexionar para comprender lo que se ve y lo que no se ve.

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