Calavera de azúcar

Calavera de azúcar


Manuel Martínez Morales

Qué puede importarles a las sirenas, entretenidas en su canto sollozante, las condiciones en que un teorema puede demostrarse. ¿Cómo pueden reunirse el agua y la sal, llanto de sirenas, en los fondos abisales del mar?

-No preguntes tanto Mané, te puedes indigestar con tantas interrogantes. ¿Acaso ignoras que Lázaro se levantó al tercer día, sólo porque era miércoles?

Porque tenía el don de ver el mundo como en un caleidoscopio, Mané se complacía en las combinaciones de todo tipo, por eso le impresionó tanto la Biblioteca de Babel, imaginada por Borges. Tanto así, que en un arrebato lúdico calculó el número total de volúmenes contenidos en la biblioteca -número inmenso, pero no infinito- e imaginó un método para simplificar la búsqueda de libros conteniendo textos con  sentido. Puros sueños de apio.

Como todo lo veía en un caleidoscopio, ya se ha dicho, le gustaba imaginar combinaciones y encuentros improbables, como el paraguas encima de la mesa de disecciones sobre una balsa en mar abierto, un número cinco oliendo a ajos, una nube llena de chocolates, una lógica para los amores difíciles,  la demostración del teorema de Gödel a ritmo de salsa, una sirena en pantaletas…

Así que no resulta extraño que el libro de Luis Cardoza y Aragón, Pequeña sinfonía del nuevo mundo, colocado encima del otro, Hilbert`s Tenth Problem de Yuri Matiyasevich, le haya producido alucinaciones de colores aromáticos, números perversos, teoremas enyesados y cabezas en espiral, entre tantas otras. Pero Mané ya estaba acostumbrado al asalto de tales mezcolanzas dentro de su cabeza (¿en espiral?), así que se dejó llevar por la deliciosa sinfonía que el teorema aquel -la solución al décimo problema de Hilbert- le inspiraba.

Un cráneo de azúcar con el nombre de Diofanto en la frente sería apropiado, pensó Mané, pues fue ese matemático griego quien dio inicio a la aventura, ahora sinfonizada, del décimo problema de Hilbert: Dada una ecuación diofantina (un polinomio en varias variables, con coeficientes enteros), ¿existe un procedimiento -algoritmo, diríamos hoy día- para determinar si la ecuación tiene solución o no la tiene? Ojo: el problema no es encontrar una solución a la ecuación sino sencillamente demostrar si existe, o no, un procedimiento que indique si una solución existe; si así es, entonces otro problema es encontrar dicha solución. Pero si el procedimiento buscado tiene como resultado que no hay solución, entonces ni modo, ni manera, diría Pánfilo Natera.

                        Un ejemplo de ecuación diofantina podría ser:

x3 + y3 + z3 -29 = 0.

Donde x, y, z pueden tomar como valores números enteros; una solución de la ecuación serían valores de estas variables que satisfacen la ecuación, como  x=3, y=1, z=1. Por otro lado, para la ecuación:

4x3y – 2x2z3 – 3y2x + 5z – 8= 0

No es fácil determinar una solución. Por ejemplo, obviamente, los valores  x=y=1, y z=0 no satisfacen la ecuación, pues el lado izquierdo de la ecuación tomaría el valor -7, diferente de 0, que aparece del lado derecho.

El chiste, agrega Mané -sin dejar de pensar en calaveritas de azúcar- es encontrar valores  x, y, z, que al sustituirlos  en el lado izquierdo de la ecuación y realizar las operaciones señaladas el resultado sea precisamente 0. Si sabemos pocas matemáticas, como Mané, tal vez se nos ocurriría buscar combinaciones de valores de las variables y hacer los cálculos respectivos, hasta dar con alguna solución, si es que ésta existe. Pero la angustia que le causan las calaveritas de dulce se agudiza cuando Mané advierte que, dado que los números enteros forman un conjunto infinito, bien podríamos pasarnos la vida buscando una solución con el simple procedimiento de insertar combinaciones de valores en la ecuación hasta  dar con una solución. Pero si ésta no existe, ninguna suma de vidas nos alcanzaría para agotar todas las combinaciones posibles. Si dispusiéramos de la eternidad, y la ecuación tiene solución, eventualmente la encontraríamos ¿Cuándo? Quien sabe.

Entra en escena el vivillo de David Hilbert, quien en un congreso internacional de matemáticos, en 1900, planteó 23 problemas los cuales, según él, determinarían el rumbo de la matemática del siglo veinte. Y el décimo problema es justamente el enunciado líneas arriba: ¿Existe un procedimiento para determinar si una ecuación diofantina tiene solución?

Muchos siglos transcurrieron desde que el gran Diofanto comenzó a estudiar las ecuaciones que llevan su nombre; cientos de brillantes matemáticos se ocuparon del problema sin resultado alguno, y sucede que al inicio del siglo veinte otro distinguido matemático, David Hilbert, hizo un nuevo  y claro planteamiento del problema que eventualmente -aguanten tantito- encontró solución.

Las mejores mentes matemáticas de la época le hincaron el diente al décimo problema de Hilbert, pero no fue sino hasta 1970 que un joven matemático ruso, Yuri Matiyasevich, bordando sobre trabajos anteriores realizados por M. Davis, H. Putnam y J. Robinson, demostró que no existe un procedimiento para decidir si una ecuación diofantina tiene solución o no. A este resultado se le conoce como el Teorema DPRM, por las iniciales de los autores mencionados. (Si le interesa ahondar en el tema, y dar una ligera probadita a este teorema sinfónico, vea «Undecidability in Number Theory», de Bjorn Poonen, disponible en  http://www.ams.org/notices/200803/tx080300344p.pdf )

            Por eso el bólido quiere ser llama y la llama no quiere ser llama, sino quiere ser éter. Y el éter quiere convertirse en piedra y el hipopótamo quiere ser mariposa y la mariposa quiere ser ballena… Y el poeta quiere ser Dios, pero Dios no quiere. Porque Dios no quiere ser poeta. Dios quiere ser caballo. Por eso martirizaron a San Dionisio. Por eso, por eso sólo.

…¿Y tal vez también por el teorema DPRM? Entonces -se dijo Mané-,  en el centro del caos reformista que nos asfixia, un improbable teorema bien vale una sinfonía, aunque sea pequeña.

Reflexionr para comprender lo que se ve y lo que no se ve.

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