Confieso que he vivido- Memorias, Pablo Neruda

Confieso que he vivido- Memorias, Pablo Neruda


En 1940 Pablo Neruda llega a México coo Consul general, después de estar en la gueera civil española y ver la migración de los mismos hacia otros países. En México se enamora del país, sobre todo de sus mercados, no de las películas.

En su autobiografía Confieso que he vivido. Memorias dedica el capitulo 7 al país.

Ahí también menciona como ayuda a David Alfaro Siqueiros a salir de México después de encabezar a un grupo de 20 hombres para asesinar a León Trotsky en Coyoacán. Siqueiros fue encarcelado en septiembre de ese año y liberado luego de que la justicia mexicana determinó que los 300 disparos contra el inmueble no buscaban matar a nadie. Entonces, Pablo Neruda, invitó a Siqueiros a pintar el mural “Muerte al invasor” en la biblioteca de la Escuela México en Chillan, Chile, y por ello el gobierno de Chile lo suspendió dos meses.

He aquí las primas páginas de ese capítulo

 

7. MÉXICO FLORIDO Y ESPINUDO
Mi gobierno me mandaba a México. Lleno de esa pesadumbre mortal producida por tantos dolores y desorden, llegué en el año 1940 a respirar en la meseta de Anahuac lo que Alfonso Reyes ponderaba como la región más transparente del aire.
México, con su nopal y su serpiente; México florido y espinudo, seco y huracanado, violento de dibujo y de color, violento de erupción y creación, me cubrió con su sortilegio y su luz sorpresiva.
Lo recorrí por años enteros de mercado a mercado. Porque México está en los mercados. No está en las guturales canciones de las películas, ni en la falsa charrería de bigote y pistola. México es una tierra de pañolones color carmín y turquesa fosforescente. México es una tierra de vasijas y cántaros y de frutas partidas bajo un enjambre de insectos. México es un campo infinito de magüeyes de tinte azul acero y corona de espinas amarillas.
Todo esto lo dan los mercados más hermosos del mundo. La fruta y la lana, el barro y los telares, muestran el poderío asombroso de los dedos mexicanos fecundos y eternos.
Vagué por México, corrí por todas sus costas, sus altas costas acantiladas, incendiadas por un perpetuo relámpago fosfórico. Desde Topolobambo en Sinaloa, bajé por esos nombres hemisféricos, ásperos nombres que los dioses dejaron de herencia a México cuando en su territorio entraron a mandar los hombres, menos crueles que los dioses. Anduve por todas esas sílabas de misterio y esplendor, por esos sonidos aurorales. Sonora y Yucatán; Anahuac que se levanta como un brasero frío donde llegan todos los confusos aromas desde Nayarit hasta Michoacán, desde donde se percibe el humo de la pequeña isla de Janitzio, y el olor de maíz maguey que sube por jalisco, y el azufre del nuevo volcán de Paricutín juntándose a la humedad fragante de los pescados del lago de Pátzcuaro. México, el último de los países mágicos; mágico de antigüedad y de historia. mágico de música y de geografía. Haciendo mi camino de vagabundo por esas piedras azotadas por la sangre perenne, entrecruzadas por un ancho hilo de sangre y de musgo, me sentí inmenso y antiguo, digno de andar entre tantas creaciones inmemoriales. Valles abruptos atajados por inmensas paredes de roca; de cuando en cuando colinas elevadas recortadas al ras como por un cuchillo; inmensas selvas tropicales, fervientes de madera y de serpientes, de pájaros y de leyendas. En aquel vasto territorio habitado hasta sus últimos confines por la lucha del hombre en el tiempo, en sus grandes espacios encontré que éramos, Chile y México, los países antípodas de América. Nunca me ha conmovido la convencional frase diplomática que hace que el embajador del Japón encuentre en los cerezos de Chile, como el inglés en nuestra niebla de la costa, como el argentino o el alemán en nuestra nieve circundante, encuentren que somos parecidos, muy parecidos a todos los países. Me complace la diversidad terrenal, la fruta terrestre diferenciada en todas las latitudes. No resto nada a México, el país amado, poniéndolo en lo más lejano a nuestro país oceánico y cereal, sino que elevo sus diferencias, para que nuestra América ostente todas sus capas, sus alturas y sus profundidades. Y no hay en América, ni tal vez en el planeta, país de mayor profundidad humana que México y sus hombres. A través de sus aciertos luminosos, como a través de sus errores gigantescos, se ve la misma cadena de grandiosa generosidad, de vitalidad profunda, de inagotable historia, de germinación inacabable.
Por los pueblos pescadores, donde la red se hace tan diáfana que parece una gran mariposa que volviera a las aguas para adquirir las escamas de plata que le faltan; por sus centros mineros en que, apenas salido, el metal se convierte de duro lingote en geometría esplendorosa; por las rutas de donde surgen los conventos católicos espesos y espinosos como cactus colosales; por los mercados donde la legumbre es presentada como una flor y donde la riqueza de colores y sabores llega al paroxismo; nos desviamos un día hasta que, atravesando México, llegamos a Yucatán, cuna sumergida de la más vieja raza del mundo, el idolátrico Mayab. Allí la tierra está sacudida por la historia y la simiente. junto a la fibra del henequén crecen aún las ruinas llenas de inteligencia y de sacrificios.
Cuando se cruzan los últimos caminos llegamos al inmenso territorio donde aquellos antiguos mexicanos dejaron su bordada historia escondida entre la selva. Allí encontramos una nueva especie de agua, la más misteriosa de todas las aguas terrestres. No es el mar, ni es el arroyo, ni el río, ni nada de las aguas conocidas. En Yucatán no hay agua sino bajo la tierra, y ésta se resquebraja de pronto, produciendo unos pozos enormes y salvajes, cuyas laderas llenas de vegetación tropical dejan ver en el fondo un agua profundísima verde y cenital. Los mayas encontraron estas aberturas terrestres llamadas cenotes y las divinizaron con sus extraños ritos. Como en todas las religiones, en un principio consagraron la necesidad y la fecundidad, y en aquella tierra la aridez fue vencida por esas aguas escondidas, para las cuales la tierra se desgajaba.
Entonces, sobre los cenotes sagrados, por miles de años las religiones primitivas e invasoras aumentaron el misterio del agua misteriosa. En las orillas del cenote, cientos de vírgenes condecoradas por la flora y por el oro, después de ceremonias nupciales, fueron cargadas de alhajas y precipitadas desde la altura a las aguas corrientes e insondables. Desde la profundidad subían hasta la superficie las flores y las coronas de las vírgenes, pero ellas quedaban en el fango del suelo remoto, sujetas por sus cadenas de oro.
Las joyas han sido rescatadas en una mínima parte después de miles de años y están bajo las vitrinas de los museos de México y Norteamérica. Pero yo, al entrar en esas soledades, no busqué el oro sino el grito de las doncellas ahogadas. Me parecía oír en los extraños graznidos de los pájaros la ronca agonía de las vírgenes; y en el veloz vuelo con que cruzaban—la tenebrosa magnitud del agua inmemorial, adivinaba las manos amarillas de las jóvenes muertas.
Sobre la estatua que alargaba su mano de piedra clara sobre el agua y el aire eternos, vi una vez posarse una paloma. No sé qué águila le perseguiría. Nada tenía que ver en aquel recinto en que las únicas aves, el atajacaminos de voz tartamuda, el quetzal de plumaje fabuloso, el colibrí de turquesa y las aves de rapiña, conquistaban la selva para su carnicería y su esplendor. La paloma se posó en la mano de la estatua, blanca como una gota de nieve sobre las piedras tropicales. La miré porque venía de otro mundo, de un mundo medido y armónico, de una columna pitagórica o de un número mediterráneo. Se detuvo en el margen de las tinieblas, acató mi silencio cuando yo mismo ya pertenecía a ese mundo original, americano, sangriento y antiguo, se voló frente a mis ojos hasta perderse en el cielo.

LOS PINTORES MEXICANOS
La vida intelectual de México estaba dominada por la pintura. Estos pintores de México cubrían la ciudad con historia y geografía, con incursiones civiles, con polémicas ferruginosas. En cierta cima excelsa estaba situado José Clemente Orozco, titán manco y esmirriado, especie de Goya de su fantasmagórica patria. Muchas veces conversé con él. Su persona parecía carecer de la violencia que tuvo su obra. Tenía una suavidad de alfarero que ha perdido la mano en el torno y que con la mano restante se siente obligada a continuar creando universos. Sus soldados y soldaderas, sus campesinos fusilados por mayorales, sus sarcófagos con terribles crucificados, son lo más inmortal de nuestra pintura americana y quedarán como la revelación de nuestra crueldad.
Diego Rivera había ya trabajado tanto por esos años, se había peleado tanto con todos, que ya el pintor gigantón pertenecía a la fábula. Al mirarlo, me parecía extraño no descubrirle colas con escamas, o patas con pezuña.
Siempre fue invencionero Diego Rivera. Antes de la primera guerra mundial había publicado ya Ehrenburg, en París, un libro sobre sus hazañas y mixtificaciones: Vida y andanzas de julio jurenito.
Treinta años después, Diego Rivera seguía siendo gran maestro de la pintura y de la fabulación. Aconsejaba comer carne humana como dieta higiénica y de grandes gourmets. Daba recetas para cocinar gente de todas las edades. Otras veces se empeñaba en teorizar sobre el amor lesbiano sosteniendo que esta relación era la única normal, según lo probaban los vestigios históricos más remotos encontrados en excavaciones que él mismo había dirigido.
A veces me conversaba por horas moviendo sus capottidos ojos indios y me daba a conocer su origen judío. Otras veces, olvidando la conversación anterior, me juraba que él era el padre del general Rommel, pero que esta confidencia debía quedar muy en secreto porque su revelación podría tener serias consecuencias internacionales.
Su tono de persuasión extraordinario y su calmosa manera de dar los detalles más ínfimos e inesperados de sus mentiras, hacían de él un charlatán maravilloso, cuyo encanto nadie que lo conoció puede olvidar jamás.
David Alfaro Siqueiros estaba entonces en la cárcel. Alguien lo había embarcado en una incursión armada a la casa (le Trotski. Lo conocí en la prisión, pero, en verdad, también fuera de ella, porque salíamos con el comandante Pérez Rulfo, jefe de la cárcel, y nos íbamos a tomar unas copas por allí, en donde no se nos viera demasiado. Ya tarde, en la noche, volvíamos y yo despedía con un abrazo a David que quedaba detrás de sus rejas.
En uno de esos regresos de Siqueiros de la calle a la cárcel, conocí a su hermano, una extrañísima persona llamada Jesús Siqueiros. La palabra solapado, pero en el buen sentido, es la que se aproxima a describirlo. Se deslizaba por las paredes sin hacer ruido ni movimiento alguno. De repente lo advertías detrás de ti o a tu lado. Hablaba muy pocas veces y, cuando lo hacía, era apenas un murmullo. Lo que no era obstáculo para que en un pequeño maletín que llevaba consigo, también silenciosamente, transportara cuarenta o cincuenta pistolas. Una vez me tocó abrir, distraídamente, el maletín, y descubrí con estupor aquel arsenal de cachas negras, nacaradas y plateadas.
Todo para nada, porque Jesús Siqueiros era tan pacífico como lo era turbulento su hermano David. Tenía también Jesús dotes de gran artista o actor, una especie de mimo. Sin mover el cuerpo ni las manos, sin emitir un solo sonido, dejando actuar sólo su rostro que cambiaba de líneas a voluntad, expresaba a lo vivo, como máscaras sucesivas, el terror, la angustia, la alegría, la ternura. Aquel pálido rostro de fantasma lo acompañaba por donde su laberinto vital de donde emergía, de cuando en cuando, cargado de pistolas que nunca utilizó.
Estos volcánicos pintores mantenían a raya la atención pública. A veces sostenían tremendas polémicas. En una de ellas, agotados los argumentos, Diego Rivera y Siqueiros sacaron grandes pistolas y dispararon casi al mismo tiempo, pero contra las alas de los ángeles de yeso del techo del teatro. Cuando las pesadas plumas de yeso comenzaron a caer sobre las cabezas de los espectadores, éstos fueron abandonando el teatro y aquella discusión terminó con un fuerte olor a pólvora y una sala vacía.
Rufiho Tamayo no vivía por entonces en México. Desde Nueva York se difundieron sus pinturas, complejas y ardientes, tan representativas de México, como las frutas o los tejidos de los mercados.
No hay paralelo entre la pintura de Diego Rivera y la de David Alfaro Siqueiros. Diego es un clásico lineal; con esa línea infinitamente ondulante, especie de caligrafía histórica, fue atando la historia de México y dándole relieve a hechos, costumbres y tragedias. Siqueiros es la explosión de un temperamento volcánico que combina asombrosa. técnica y largas investigaciones.
Entre salidas clandestinas de la cárcel y conversaciones sobre cuanto existe, tratamos Siqueiros y yo su liberación definitiva. Provisto de una visa que yo mismo estampé en su pasaporte, se dirigió a Chile con su mujer, Angélica Arenales.
México había construido una escuela en la ciudad de Chillán, que había sido destruida por los terremotos, y en esa «Escuela México». Siqueiros pintó uno de sus murales extraordinarios. El gobierno de Chile me pagó este servicio a la cultura nacional, suspendiéndome de mis funciones de cónsul por dos meses.

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