Libros voladores

Libros voladores


Manuel Martínez Morales

Un gallo canta a las tres de la tarde, algunos perros ladran a las sombras de los árboles mecidos por el viento, del vecindario llega un suave y dulce canto que más bien parece un lamento en voz de un niño o de una mujer anciana, no lo sé. La circunstancia me asombra con cierto deleite y duda. Algunas frases se asoman en mi mente, como con ganas de ver la luz, como asoman los pajarillos de pecho amarillo que de cuando en cuando me llaman picoteando en la ventana, tal vez adivinando mi melancolía y -me gusta imaginar- tratando de levantarme el ánimo, no lo sé. Me dije, siguiendo la lección de la Morsa: ha llegado la hora de hablar de muchas cosas, de zapatos, de barcos, de reyes, de rosas, de amores que quedaron en el camino, de los tiempos idos en la nada de la indolencia ante la realidad consumada.

Las cosas casi siempre van mal, o de mal en peor, como pasaba al saxofonista Jimmy Doyle, o al escritor John Fante, quien se lamentaba:

“¿Qué te he hecho, Señor? ¿Por qué me castigas? Lo único que pido es una oportunidad para escribir, para tener un par de amigos y que cese esta lucha. Dame paz, Señor. Haz de mí algo que valga la pena. Que la máquina de escribir cante. Encuentra la canción dentro de mí. Sé bueno conmigo, porque estoy solo”.

Los creadores, como Doyle o Fante, tienen temporadas oscuras y brillantes que no siempre se alternan. Lo mismo puede decirse de otro tipo de creadores: los científicos, pues cuando sus demonios les abren puertas para contemplar la realidad desde otra perspectiva y les dictan las notas o ideas que pugnan por salir a dar la cara al mundo, nada más importa, aunque en su vida las cosas no vayan bien.

Si aceptamos, como afirmaba Max Planck, que “hay un mundo real independiente de nuestros sentidos; las leyes de la naturaleza no fueron inventadas por el hombre, sino que le fueron impuestas por el mundo natural. Son expresiones de un orden mundial racional”, entonces no hay esperanza. Ya todo estaba ahí desde siempre, desde antes del big bang, contenido en la nada.

¿Por qué el ser y no la nada?

Mejor es escribir, cantar o imaginar sin que lo demás importe. Pues la vida se va al agujero, como la mugre en el lavadero. De otra manera seguimos jugando el papel de Sísifos modernos: subiendo y bajando la cuesta sin sentido para, con esfuerzo, subir la roca a la cima para que resbale de nuevo y volver a la repetir la misma tarea: ¿Qué te he hecho, Señor? ¿Por qué me castigas?

Si no lo aceptas, Bandini, seguirás soñando en el espacio que tus libros ocuparán en las bibliotecas, pero entonces formarás parte de los escritores que Charles Bukowski leía en la Biblioteca Municipal del centro de Los Ángeles y consideraba que se dedicaban a hacer juegos de prestidigitación con las palabras, que no tenían prácticamente nada que decir pero pasaban por autores de primera línea, cuyos libros eran una mezcla de sutileza, artesanía y formalismo, pues era eso lo que se leía, se enseñaba en las escuelas, se digería y se transmitía, lo cual resultaba un invento cómodo, una Logocultura ingeniosa y prudente. Así la pasaba Bukowski en dicha biblioteca hasta que cierto día encontró un libro, lo abrió y se produjo un descubrimiento. Lo hojeó y entonces, a semejanza del hombre que ha encontrado oro en los basureros, se llevó el libro: “las líneas se encadenaban con soltura, con fluidez… La esencia misma de los renglones daba entidad formal a las páginas, la sensación de que ahí se había esculpido algo. He ahí, por fin, un hombre que no se asustaba de los sentimientos. El humor y el sufrimiento se entremezclaban con sencillez soberbia. Comenzar a leer aquel libro fue para mí un milagro tan fenomenal como imprevisto”.

Se refería al libro Pregúntale al polvo, de John Fante, en el cual el autor mezcla ficción con hechos autobiográficos, de modo que acompañamos al escritor en una travesía por una etapa de su vida en la que por único amigo tenía a Pedro el ratón, quien aparecía en su habitación y Fante compartía con él su escasa pitanza. En días de bonanza le ofrecía queso, por lo que Pedro llamaba a sus amigos y la habitación se llenaba de ratones hasta acabar con el queso, después de lo cual el escritor les ofrecía pan. Pero como no era del gusto de los roedores, éstos se marchaban de inmediato; no así Pedro, quien se conformaba con roer las páginas de una vieja Biblia.

No sé si yo alcance siquiera la altura de los escritores de primera línea a los que alude Bukowski, de quienes un amigo simplemente opina que “escriben bien”. Pero cuando las cosas parecen ir mal sigo obstinadamente el consejo de la Morsa, y busco escribir de la palmera que, de cuando en cuando, inesperadamente aparece al lado del televisor, o de la vida de algún científico, de mis pantalones que de niño zurcía y parchaba mi madre, de mis amigos imaginarios, de los helicópteros que sobrevuelan la ciudad, de John Fante y la Morsa misma.

Si no me crees, pregúntale al polvo.

Reflexionar para comprender lo que se ve y lo que no se ve.

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