Pocos científicos han estado tan cerca del Nobel como Sir Salvador Moncada (Tegucigalpa, 1944), el gran olvidado de la categoría de Fisiología y Medicina de 1998. El investigador hondureño, considera que los galardones, Nobel incluido, no son lo más importante en la carrera de un científico. El descubridor del óxido nítrico como sustancia biológica afirma haber tenido la suerte de participar en varios descubrimientos fundamentales. 

Su primer ámbito de investigación en Reino Unido fue sobre en el descubrimiento del mecanismo de acción de la aspirina, por el que fue reconocido en 1990 con el Premio Príncipe de Asturias. Años después, en 1982, John Vane sería uno de los galardonados con el Nobel de Fisiología y Medicina. ¿Sintió que, en cierta forma, usted formaba parte de ese premio?

Creo que hice una contribución importante a ese proyecto, incluyendo el inicio y las observaciones fundamentales del descubrimiento de la prostaciclina [un potente vasodilatador al que se llegó a través del estudio de las propiedades de los antiinflamatorios], uno de los hallazgos por los que Vane recibió el Nobel. Cuando se analiza el proceso de descubrimiento, se ve claramente que mi contribución es importante porque, de hecho, yo poseo la patente de la prostaciclina, lo que define quién es el inventor. Pero yo creo que era natural que el jefe del grupo fuera reconocido por su trabajo y esto ha pasado en más ocasiones, aunque haya generado controversia.

En cualquier caso, siempre he mantenido que el trabajo está ahí para ser visto y, si los que conceden premios científicos comenten errores, con el tiempo se acabarán resolviendo. Yo hice lo que hice y me siento muy bien por haberlo hecho.

Su siguiente ámbito de trabajo fue el descubrimiento del óxido nítrico, su contribución científica más importante hasta la fecha. ¿Cómo empezó a trabajar en ello?

Lo primero que sucedió es que Robert Furchgott descubrió que el endotelio vascular jugaba un papel activo en el ensanchamiento de los vasos sanguíneos y que lo hacía a través de la producción de un factor que él denominó factor de relajación derivado del endotelio (EDRF). Él pensaba que el EDRF era un derivado del ácido araquidónico, un precursor de las prostaglandinas con las que nosotros trabajábamos. Por esta razón, nos contactó para probar un inhibidor de la síntesis del ácido araquidónico y, dos o tres meses después, nos escribió para decirnos que no había funcionado, lo que demostraba que su factor no era un derivado de este ácido, que debía de relacionarse con otras cosas.

Sin embargo, en esos meses, nosotros demostramos que los radicales libres destruían el EDRF. Por su parte, Furchgott demostraba que cuando el óxido nítrico se acidificaba, también podía ser destruido por radicales libres. Esto le hizo sugerir, en una reunión científica celebrada en Minnesota (EEUU) que su EDRF podría ser algo parecido al óxido nítrico.

¿Y cómo reaccionaron los asistentes?

La mayor parte de la gente lo miró con ojos de poca credibilidad, porque el óxido nítrico era considerado en ese momento un factor de polución ambiental, no una sustancia biológica. Yo, sin embargo, llamé a mi laboratorio desde el mismo congreso para que compraran una botella de óxido nítrico y empezaran a hacer diluciones para ver si tenía actividad biológica como el EDRF. En 48 horas vimos que se parecían mucho y poco después supimos que podían ser lo mismo.

Una de las razones por las que fue difícil de identificar es porque se trata de un gas. ¿Cómo superaron ese obstáculo?

El problema no era solo que fuera un gas, sino también que era muy inestable. Pero nosotros teníamos mucha experiencia con sustancias inestables, en concreto con el tromboxano A2 [un derivado del ácido araquidónico con un gran efecto vasoconstrictor]. El siguiente paso era demostrar que son las células del endotelio las que producen directamente el óxido nítrico pero, como no se sabía que se trataba de una sustancia biológica, no había un medidor de óxido nítrico en el mercado. Sin embargo, sí existía en la industria del automóvil, donde se medía como factor de polución y en la alimentaria, en la que se usaba nitrato para preservar.

¿Qué hicimos? Acudir a ellos y solicitarles la descripción del circuito eléctrico de esa máquina y pedir a los ingenieros de Wellcome, el laboratorio donde trabajábamos, que hicieran una igual pero 2.000 veces más sensible. Lo lograron.

Es entonces cuando publican el famoso estudio en Nature en el que se describe cómo el endotelio produce óxido nítrico. ¿Cómo lo recibe la comunidad científica?

No muy bien. Hubo mucha gente que no lo creyó y yo recibí cartas de científicos diciendo que era una locura que el óxido nítrico lo formaran células de mamífero y, más aún, que tuviera actividad biológica.

Pero enseguida se replicarían los resultados…

Llevó algún tiempo, pero en dos años se empezaron a replicar. Precisamente el primero que lo logró fue Louis Ignarro, al que otorgaron el Nobel y que, en el trabajo reconocido en el premio, cita el nuestro.

Once años después de esta publicación, conceden el Nobel de Fisiología y Medicina a Louis Ignarro, Ferid Murad y Robert Furchgott por el descubrimiento de que el óxido nítrico es producido por el endotelio vascular. Usted no es premiado. ¿Se imaginaba que podría pasar algo así?

Nunca se sabe a quién van a dar el Nobel y no es la primera vez que hay una decisión controvertida. Yo pensaba que nuestro trabajo era muy claro y evidente, y la comunidad científica pensaba lo mismo, porque no hay trabajos más citados que los nuestros en el campo del óxido nítrico. Recuerdo que pasaron cosas extrañas ese día. A las diez de la mañana, me llamaron de la Radio Nacional Sueca, para preguntarme dónde iba a estar en las siguientes dos horas y si iba a estar disponible. Es decir, la radio sueca pensaba que, si daban el Nobel a este descubrimiento, que era lo que parecía que iba a pasar, yo estaría incluido.

La siguiente noticia la recibí de colegas del Instituto Karolinska, indignados por la decisión del jurado. No le voy a engañar, fue una sorpresa, pero uno no tiene control sobre los errores que pueda cometer quien da los premios. Es más, una fundación tiene el derecho a dar premios a quien quiera y por las razones que sea. No tengo rencor, aunque creo que hoy se ve más claro que nunca lo importante que fue nuestra contribución.

¿Y cómo valoró la reacción de la comunidad científica?

Fue impresionante. Mucha más gente de la que me hubiera podido imaginar habló claramente y en público de lo que se consideraba una injusticia. Uno de los que habló más claro fue precisamente Furchgott, que estaba convencido de que nos iban a dar el Nobel a los dos.

¿Cree que su nacionalidad o su trayectoria política influyeron en esta exclusión?

No tengo la menor idea. Es obvio que  los apellidos latinoamericanos no figuran con gran frecuencia en la lista de premios Nobel, más allá de los de Literatura. No sé si eso desempeñó un papel o si lo hizo mi trayectoria política, pero tampoco me interesa. Lo que sí sé es que  debió de haber un intento serio de excluirme porque en el fallo dice claramente que el Nobel se otorga a los descubrimientos hasta el año 1986. Obviamente, mis trabajos se publicaron en 1987, pero si se estudia lo que había antes se ve que no era suficiente para un Nobel. En cualquier caso, esto son opiniones.

¿Cómo continuó su carrera tras este revés?

Yo he tenido la gran suerte de seguir siendo un científico productivo. Los investigadores, normalmente, son reconocidos por un gran descubrimiento y no hacen nada más en su vida. Yo he participado en varios hallazgos fundamentales y eso para un científico es fuente de gran satisfacción.

Después de casi 20 años en la compañía farmacéutica Wellcome, usted la abandonó cuando se fusionó con Glaxo. ¿Qué opina de la diferencia entre investigar en un lugar público y en una empresa privada?

Cuando se formó Glaxo Wellcome, yo era director de investigación de Wellcome y dejé la gran compañía en la que se había convertido para montar un centro de investigación en la Universidad, el Wolfson Institute for Biomedical Research, que he dirigido hasta el año pasado. Yo creo que pueden existir sinergias positivas entre la investigación básica y la industrial, aunque cada una tenga un objetivo distinto.

Sin embargo, la crisis económica podría acabar con ese escenario…

Si aceptamos la premisa de que el mundo del futuro depende del desarrollo científico y técnico, y de que de él también va a depender la creación de riqueza y bienestar, cortar los fondos para investigación es como pegarse un tiro en el pie cuando se quiere caminar. 

¿Por dónde podría venir la solución?

La comunidad científica debería organizarse para pelear por estas cosas. Cuando yo estuve aquí [dirigió durante cuatro años el Centro Nacional de Investigaciones Cardiovasculares (CNIC)], trabajé mucho por tratar de crear algún tipo de sociedad fuerte, en la que los científicos pudieran de forma eficaz poner en común sus puntos de vista y hacer presión, como la Royal Society de Reino Unido y la American Academy of Sciences en EE UU, que son grandes influencias en las políticas generales de sus gobiernos.


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