Para Mirna Valdés

 

En el fondo del mar, la congoja de la muerte saca perlas a las conchas,

hace incandescentes los ojos de los peces abisales y desconcierta,

para siempre, la ingravidez sin sombra de las orquídeas.

Luis Cardoza, en Pequeña Sinfonía del nuevo mundo.

 

Qué puede importarle a las sirenas, entretenidas en su canto sollozante, las condiciones en que un teorema puede demostrarse. ¿Cómo pueden reunirse el agua y la sal, llanto de sirenas, en los fondos abisales del mar?

            -No preguntes tanto Mané, te puedes indigestar con tantas interrogantes. ¿Acaso ignoras que Lázaro se levantó al tercer día, sólo porque era miércoles?

            Porque tenía el don de ver el mundo como en un caleidoscopio, Mané se complacía en las combinaciones de todo tipo, por eso le impresionó tanto la Biblioteca de Babel, imaginada por Borges. Tanto así, que en un arrebato lúdico calculó el número total de volúmenes contenidos en la biblioteca –número inmenso, pero no infinito- e imaginó un método para simplificar la búsqueda de libros conteniendo textos con sentido. Puros sueños de apio.

            Como todo lo veía en un caleidoscopio, ya se ha dicho, le gustaba imaginar combinaciones y encuentros improbables, como el paraguas encima de la mesa de disecciones sobre una balsa en mar abierto, un número cinco oliendo a ajos, una nube llena de chocolates, una lógica para los amores difíciles,  la demostración del teorema de Godel a ritmo de salsa, una sirena en pantaletas…

            Tal vez estos delirios tuvieron su origen en aquello que su tío Chabelo le contaba y  enseñaba cuando  era un niño. José Isabel Martínez, tal era su nombre, pasó muchos años de su vida como varillero –abonero pa’que me entiendan- vendiendo telas y otras mercancías a lomo de mulas, en la Sierra Tarahumara. En aquella vida de aventurero tuvo experiencias extraordinarias, o así parecían a Mané. En sus conversaciones, el tío Chabelo solía hacer combinaciones, permutaciones y yuxtaposiciones asombrosas, como mezclar el relato de la giganta que conoció en la Sierra –y mostraba la fotografía- con enseñanzas de cómo hacer sumas, restas y multiplicaciones con un método rápido usando solamente lápiz y papel.

            La recámara del tío Chabelo –soltero empedernido- en sí misma era una muestra de raras combinaciones: una mochila de cuero crudo, con sus iniciales grabadas, un par de polainas también de cuero, al lado de una carpeta con recortes de periódico conteniendo poemas, efemérides, noticias sobre cometas, una anforita de aguardiente, un paquete de galletas Saladitas, un par de paliacates rojos; todo ello debidamente resguardado dentro de un viejo baúl metálico colocado al pie de la cama, cuya estructura era de fierro colado.

Sobre el cielo nocturno para siempre, entre minas oscuras como hacinamientos de estuches que contienen sus palabras, el meteoro rasgando lutos compactos, inocente de las catástrofes que ocasionan sus gestos.

            Mané, sus hermanos y sus primos, solían invadir la habitación del tío Chabelo y divertirse poniéndose las polainas, el sombrero y la mochila para personificarlo en sus correrías por la Sierra Tarahumara. Y cuando requerían de alguna moneda para comprarse  dulces,  buscaban al tío en la Alameda, situada a dos calles de la casa. Lo podían distinguir a lo lejos, pues era un hombre alto y delgado y quien, a sus 75 años, todavía conservaba cierta apostura pues siempre vestía de traje  -gastadito- y sombrero de fieltro. Así que su figura era inconfundible aún cuando se sentara en alguna banca del parque a leer el periódico.

-Tío, deme un veinte.

-¡Ah qué chivo bribón! Ando bruja…                     

Para de inmediato sacar del bolsillo del chaleco la preciada moneda que con generosidad entregaba a sus sobrinos nietos.

            Después de la muerte del tío Chabelo, Mané –ya adolescente- trató de recuperar aquella carpeta gastada con las fórmulas aritméticas que aquél le había enseñado y los poemas que a veces recitaba: de Juan de Dios Peza, Manuel Acuña, Gustavo Becker y otros. Pero nadie supo a dónde fue a parar aquella carpeta, al igual que la mochila o alforja de cuero, a la cual Mané también le había echado el ojo. En cambio, quiso la suerte que Mané durmiera por un par de años en la cama de fierro del tío Chabelo, pues ésta fue ubicada en un cuarto en la azotea del traspatio, el cual Mané convirtió en su propia recámara y refugio por un tiempo. Tal vez, por las noches el tío Chabelo seguía contándole sus aventuras y enseñándole trucos de combinatoria aritmética. Aunque Mané prefería adormecerse fumando un cigarrillo y hojeando algún ejemplar de la revista Playboy, sustraída del buró paterno.

            El tiempo es tan humilde que asegura que no existe…

            Dicen que el presente está marcado por el pasado, y posiblemente así sea, por eso es probable que aquellas combinaciones y yuxtaposiciones que envolvieron la infancia de Mané sean la causa de algunas de sus obsesiones. Así que no resulta extraño que el libro de Luis Cardoza y Aragón, Pequeña sinfonía del nuevo mundo, colocado encima del otro, Hilbert`s Tenth Problem de Yuri Matiyasevich, le haya producido alucinaciones de colores aromáticos, números perversos, teoremas enyesados y cabezas en espiral, entre tantas otras. Pero Mané ya estaba acostumbrado al asalto de tales mezcolanzas dentro de su cabeza (¿en espiral?), así que se dejó llevar por la deliciosa sinfonía que el teorema aquel –la solución al décimo problema de Hilbert- le inspiraba.

¡Si recordara el nombre de la doncella cuya piel revestí, habría encargado al dulcero un cráneo en cuya frente leyera tal nombre! Y aquí estaría junto al mío, de azúcar, con sus letras de merengue en la frente, ahora, mientras hago memoria de aquella nuestra no muy lejana aventura definitiva.

            Un cráneo de azúcar con el nombre de Diofanto en la frente sería apropiado, pensó Mané, pues fue ese matemático griego quien dio inicio a la aventura, ahora sinfonizada, del décimo problema de Hilbert: Dada una ecuación diofantina (un polinomio en varias variables, con coeficientes enteros), ¿existe un procedimiento –algoritmo diríamos hoy día- para determinar si la ecuación tiene solución o no la tiene? Ojo: el problema no es encontrar una solución a la ecuación sino sencillamente demostrar si existe, o no, un procedimiento que indique si una solución existe; si así es, entonces otro problema es encontrar dicha solución. Pero si el procedimiento buscado tiene como resultado que no hay solución entonces ni modo, ni manera, diría Pánfilo Natera.

            Entré en su piel, la llené, la rebasé con ímpetu fálico esparcido por todo mi ser. Mis manos y mis pies la traspasaron y sus dulces manos pequeñitas y sus piececitos de plata pendían inertes sobre mis antebrazos y pantorrillas.

            Un ejemplo de ecuación diofantina podría ser:

x3 + y3 + z3 -29 = 0.

Donde x, y, z pueden tomar como valores números enteros; una solución de la ecuación serían valores de estas variables que satisfacen la ecuación, como  x=3, y=1, z=1. Por otro lado, para la ecuación:

4x3y – 2x2z3 – 3y2x + 5z – 8= 0

No es fácil determinar una solución. Por ejemplo, obviamente, los valores  x=y=1, y z=0 no satisfacen la ecuación, pues el lado izquierdo de la ecuación tomaría el valor -7, diferente a 0, que aparece del lado derecho.

El chiste, agrega Mané –sin dejar de pensar en calaveritas de azúcar- es encontrar valores  x, y, z, que al sustituirlos  en el lado izquierdo de la ecuación y realizar las operaciones señaladas el resultado sea precisamente 0. Si sabemos pocas matemáticas, como Mané, tal vez se nos ocurriría buscar combinaciones de valores de las variables y hacer los cálculos respectivos, hasta dar con alguna solución, si es que ésta existe. Pero la angustia que le causan las calaveritas de dulce se agudiza cuando Mané advierte que, dado que los números enteros forman un conjunto infinito, bien podríamos pasarnos la vida buscando una solución con el simple procedimiento de insertar combinaciones de valores en la ecuación hasta  dar con una solución. Pero si ésta no existe ninguna suma de vidas nos alcanzaría para agotar todas las combinaciones posibles. Si dispusiéramos de la eternidad, y la ecuación tiene solución, eventualmente la encontraríamos ¿Cuándo? Quien sabe.

Entra en escena el vivillo de David Hilbert, quien en un congreso internacional de matemáticos, en 1900, planteó 23 problemas los cuales, según él, determinarían el rumbo de la matemática del siglo veinte. Y el décimo problema es justamente el enunciado líneas arriba: ¿Existe un procedimiento para determinar si una ecuación diofantina tiene solución?

Vivillo el tal Hilbert, pues en lugar de estar tanteando con combinaciones de números para ver si damos con una solución, se pregunta si podemos encontrar un procedimiento (finito) para determinar solamente si existe o no una solución. Encontrarla –en caso de que exista- es otro cantar.

Y ahora el mar es un viejo sereno y cano, de largas barbas rizadas, con un acordeón sobre las piernas y un pez podrido en la cabeza.

Muchos siglos transcurrieron desde que el gran Diofanto comenzó a estudiar las ecuaciones que llevan su nombre; cientos de brillantes matemáticos se ocuparon del problema sin resultado alguno, y sucede que al inicio del siglo veinte otro distinguido matemático, David Hilbert, hizo un nuevo  y claro planteamiento del problema que eventualmente –aguanten tantito- encontró solución.

No era tal vez la opinión del pez espada, porque en el fondo del mar no existe la relación de piedra y flor.

Tampoco en el fondo del mar existe la relación entre sinfonía y teorema, se dijo Mané.  ¿Acaso la respuesta al problema de Hilbert sea válida sólo en tierra firme y no en el fondo del mar? Las lógicas modales, las lógicas de los mundos posibles confundían a Mané: lo que es verdadero aquí y ahora, puede no serlo mañana allá abajo. Pero dejó de lado estas macabras ideas y se apegó a los fundamentos de la lógica re-clásica: lo que  es verdadero es la pura neta, aquí, en China, en el fondo del mar y en un hoyo negro. Y lo que es verdadero no puede ser falso, ni al contrario. Yo de ahi no me muevo, porque se me desbarata mi calaverita de azúcar.

            Las mejores mentes matemáticas de la época le hincaron el diente al décimo problema de Hilbert, pero no fue sino hasta 1970 que un joven matemático ruso, Yuri Matiyasevich, bordando sobre trabajos anteriores realizados por M. Davies, H. Putnam y J. Robinson, demostró que no existe un procedimiento para decidir si una ecuación diofantina tiene solución o no. A este resultado se le conoce como el Teorema DPRM, por las iniciales de los autores mencionados. (Si le interesa una ligera probadita de este teorema sinfónico, vea “Undecidability in Number Theory”, de Bjorn Poonen, disponible en  http://www.ams.org/notices/200803/tx080300344p.pdf )

            Por eso el bólido quiere ser llama y la llama no quiere ser llama, sino quiere ser éter. Y el éter quiere convertirse en piedra y el hipopótamo quiere ser mariposa y la mariposa quiere ser ballena… Y el poeta quiere ser Dios, pero Dios no quiere. Porque Dios no quiere ser poeta. Dios quiere ser caballo. Por eso martirizaron a San Dionisio. Por eso, por eso sólo.

            …¿Y tal vez también por el teorema DPRM? Entonces –se dijo Mané-,  en el centro del caos reformista que nos asfixia, un improbable teorema bien vale una sinfonía, aunque sea pequeña.

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