Allí estaba, tal y como usted me lo dijo, sentado frente a una mesa del portal del Café de la Parroquia, bastón en mano y con un humeante café con leche frente a él. Mantiene el aspecto que usted y yo y el país conocemos. La cabeza noble sobre el cuerpo frágil. La frente amplísima, las entradas como avenidas, el cabello perfectamente cortado, entrecano y muy bien cepillado. (Nosé porqué, el Personaje me dio la impresión de que está cepillado de pies a cabeza)…

Ahora se le conoce universalmente como El Anciano del Portal. Pero aunque cambie de nombre o de edad, lo que no varía son las ojeras profundas que ensombrecen sus párpados como dos cortinas negras, aliviadas tan sólo por las anchas cejas. Se habla de “nieve perpetua” en las montañas. El Anciano del Portal tiene “negruras perpetuas” en esas cejas que se dirían diabólicas si no contrastasen , señora, con la sonrisa petrificada de unos labios gruesos, frescos para un hombre de su avanzada edad, pero delatados y reforzados por las hondísimas comisuras que los encamarcan. Y entre la boca y los ojs, una nariz recta pero más bien roma, discreta, pero delatada por las anchas aletas humeantes como las de un perro de presa.

Describo lo que usted conoce de sobra para confirmar mi propia visión de El Anciano. Porque así es conocido aquí: El Anciano del Portal, sentado el día entero en una mesa al aire libre del Café de la Parroquia, bebiendo el aromático elíxir de Coatepec entre buche y buche de agua con gas y con un ejemplar de La Opinión abierto sobre las rodillas…

Miró de lejos hacia el mar y la fortaleza de San Juan de Ulúa. Una masa gris, imponente y disuasiva, un islote prohibitivo. El anciano me miró mirando y no le gustó mi mirada. Respondí como si me hubiese preguntado algo.

–       No, señor Presidente… perdón, es que de niño recuerdo que un rompeolas unía el castillo de Ulúa a tierra firme.

–       – Yo mandé quitar el rompeolas

–       ¿……..?

–       Afeaba el paisaje –dijo cuando el mesero se acercó a vaciar de nuevo el café hirviente desde lo alto de su cabeza al recipiente exacto de nuestros vasos de vidrio, con perfecta puntería.

El anciano continuó: -Por eso me tiene sentado aquí, mirando al puerto de Veracruz para dar aviso si algún extraño enemigo, como dice nuestro himno, osare profanar con su planta nuestro suelo. Empecé a cogitar que El Anciano del Portal era un monomaniaco que desvariaba mientras seguía su cantinela de los agravios históricos sufridos por México.

-Y los gringos, jovencito, los gringos que le han sorbido el seso a nuestra juventud. Se visten como gringos, bailan como gringos, piensan como gringos y quisieran ser gringos.

Hizo un gesto obsceno con la mano izquierda y levantó el bastón con la derecha.

-¡Por la pata perdida de Santa Anna que a los gringos me los paso por el arco del triunfo! Aquí desembarcaron en 1847, otra vez en 1913… ¿Cuál será la siguiente?

Se acomodó la dentadura falsa que se le estaba desubicando en medio de tanta evocación y regresó al tema…

 

La Silla del Águila, de “Nicolás Valdivia a María del Rosario Galván”

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