Se diría que casi todos son insensibles a esos misterios que se encuentran

en la calle, en los periódicos, en las nubes, no importa dónde.

Su inutilidad, tan necesaria, mantiene la sangre dentro del cuerpo.

Luis Cardoza, en Pequeña sinfonía del nievo mundo.

Pero no es posible, se repetía Mané, los únicos misterios legítimos ya no son los de la santísima trinidad, ni por qué los elefantes no vuelan, sino aquellos debidamente registrados en la Enciclopedia de la Ignorancia, actualizada permanentemente por editores científicos de reconocido prestigio, como aquellos responsables de lo que se publica en las revistas científicas de mayor prestigio mundial, como Nature y Science.

            La noticia lo sorprendió durante el desayuno. Mientras saboreaba su café, Mané se encontró con la nota periodística en la cual se daba a conocer que Randy Schekman, Premio Nobel de Medicina, aseguraba que las sacrosantas revistas Nature, Science y Cell  están haciendo daño a la ciencia. Aunque Mané había leído –hacía más de treinta años-  algunos estudios realizados por sociólogos de la ciencia, en los cuales se demostraba el daño que estaba causando el principio establecido en la comunidad científica, conocido como “publicar o morir” (publish or perish), se resistía a dar crédito a lo que ahora leía.

            Según los análisis poético-metafóricos realizados por Mané al respecto, se concluía que con el paso del tiempo el principio según el cual el trabajo científico (la productividá, dicen hoy en día) debe evaluarse principalmente por la cantidad de artículos publicados en revistas “indexadas y de prestigio internacional” -de las cuáles las arriba mencionadas son el inmaculado paradigma- había conducido a una peligrosa desviación de la investigación científica que ahora se enfocaba más a publicar (a como de lugar), independientemente de la relevancia y pertinencia de los resultados obtenidos, ya fuese en su impacto en las ciencias mismas, el desarrollo tecnológico o su utilidad social.

            En aquellos antiguos estudios que Mané había tenido la fortuna (o infortuna) de conocer, se demostraba que más del 80 por ciento de lo publicado en las susodichas revistas de prestigio no tenía significancia científica alguna, era –en palabras de los autores de aquellos estudios- pura paja.

            Pero cuando un alto funcionario de CONACYT, o algún comité de nones decidía que el principio de publicar o morir era inviolable, pues entonces había que entrarle al juego, a veces sin entender que la comunicación científica cumple una función esencial en cuanto a dar a conocer los resultados de una investigación entre la comunidad científica, ya que la investigación es una tarea colectiva en que existe –o debe existir- una comunicación permanente entre sus miembros para intercambiar ideas, críticas y sugerencias que contribuyen significativamente al desarrollo cabal de la investigación científica.

            En tal sentido puede afirmarse que publicar es una parte sustantiva de la investigación, pero los objetivos de la investigación no pueden reducirse a publicar solamente.

            Veamos lo que dice Schekman: “Nature, Science y Cell están haciendo daño a la ciencia, y nunca más publicaré en ellas.”

      Agrega el Nobel que otro de los problemas es que muchos de los responsables de las revistas no son científicos en activo, sino profesionales del mundo editorial, más preocupados por el eco que van a tener que por el contenido científico.

Schekman considera que el número de estudios que seleccionan esas revistas de lujo es restringido y hace que parezcan “diseñadores de moda o de la cultura del bonus de Wall Street. Todos sabemos las consecuencias que esos incentivos distorsionadores han tenido en la banca y las finanzas… diseñadores de moda que hacen una edición limitada porque saben que genera demanda.”

Aseguró: Yo mismo he publicado en las grandes marcas, incluyendo alguno de los estudios científicos por los que me otorgaron el Nobel, pero nunca más. Admitió que “no publicar en esas revistas puede suponer un problema para muchos científicos, cuyo acceso a becas y proyectos depende en gran medida de en qué revistas hayan aparecido sus trabajos.” Y pidió a la comunidad, a sus colegas y las universidades abrazar este boicot. A cambio, dice, existe un amplio abanico de revistas de difusión gratuita (él es editor de una), que aceptan los textos por su calidad científica, ‘sin mayúsculas artificiales’.

Otro argumento que usó Schekman fue el factor de impacto, que mide el número de veces que algún artículo es citado o consultado.

Precisó que estas citas pueden deberse a que sea un buen trabajo, pero también a que sea llamativo, provocador o, incluso, erróneo.

El Nobel cita algunos de los casos más llamativos en que revistas como Science se han visto obligadas a retractarse tras publicar algún estudio fraudulento o con errores.

El artículo finaliza con el llamado que hizo Schekman a sus colegas: “Los científicos, debemos romper con la tiranía de las revistas de lujo. El resultado será una investigación mejor que sirva a la ciencia y a la sociedad.”

Entonces, resonaron en alguna parte de la mente de Mané los incomprensibles versos en prosa de Luis Cardoza: “Las cosas estaban ligadas por signos misteriosos, componían cantidades extrañas. Su forma acústica no la podía ver el oído; algunas sumaban, otras restaban, multiplicaban, buscaban posibilidades, elaboraban hipótesis, altos estupores. ¿Cómo saber si el rojo es un número cinco y si el azul es un mártir o un héroe ingrato si está a la izquierda de los árboles?”

-¿Y los elefantes, Mané?

-Los elefantes no vuelan, respondió Mané. Y siguió degustando su café matutino.

Reflexionar para comprender lo que se ve y lo que no se ve.

Nota: Este artículo no fue enviado para su publicación en Science por razones obvias, lo cual no demerita  su absoluta inutilidad.

La traducción del articulo de Randy Schekman aquí

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