Colin Blakemore es provocativo, lo sabe y le gusta. En los ‘60 dijo que el cerebro de los mamíferos era “plástico”, cuando aún nadie había empleado ese término. El dominical británico The Observer lo coronó como uno de los científicos más poderosos de Reino Unido, donde durante años organizaciones animalistas le amenazaron por sus experimentos. Blakemore ha hablado con SINC sobre los dilemas éticos de la investigación científica.

¿Cómo se le ocurrió decir que el cerebro era “plástico” cuando todavía nadie había hablado de plasticidad cerebral?

Creo que fui la primera persona que sugirió que la plasticidad del cerebro podía ser un mecanismo adaptativo para adquirir información del mundo exterior. El cerebro no solo depende de los genes, también cambia en función de la información que recibe, como cuando aprendes a tocar un instrumento. La idea es muy simple pero nadie había pensado en ella.

¿Tenía certeza científica o era pura intuición?

A partir de la década de los ‘60 se empezaron a publicar las primeras evidencias. Por ejemplo, recuerdo el caso de un paciente con epilepsia. Los médicos lo operaron para extirparle la parte de lóbulo temporal que le causaba la enfermedad, pero la intervención le provocó amnesia. Entonces, empezamos a pensar que debía de haber relación entre la anatomía del hipocampo y la memoria.

¿Cómo le miraron sus colegas?

Al principio no se lo tomaron muy bien porque contradecía la idea de que todo estaba preestablecido genéticamente. Sobre todo Hubel y Wiesel [premios Nobel de Medicina en 1981 por sus trabajos sobre el sistema visual]. Ahora ya somos amigos [ríe].

Como Hubel y Wiesel, usted también ha centrado gran parte de su investigación en la visión.

Fui a Berkeley, California, a doctorarme en el mismo tipo de trabajo que hacían ellos. Creo que, por aquel entonces, el nuestro era el tercer laboratorio del mundo que registraba la actividad de la corteza visual en gatos. Me interesaba la combinación de información a nivel neuronal entre los dos ojos. Cuando combinas las dos imágenes puedes ver el mundo en tres dimensiones y percibir las distancias. Es imposible hilar una aguja con un ojo tapado.

En sus experimentos cosía los párpados de gatos recién nacidos para estudiar el  desarrollo de la corteza visual…

Sí, así es. Encontramos grandes diferencias entre los gatos a los que les cerrábamos un ojo y los que no. La privación de la visión en un ojo desconectaba el área cerebral asociada en cuestión de horas. Nuestros resultados han tenido beneficios sobre el 3% de la población, que padece ambliopía, lo que se conoce popularmente como ‘ojo vago’. 

No pensaron lo mismo las organizaciones inglesas que luchan por los derechos de los animales.

Estos activistas se posicionaron en contra de mi trabajo 10 años después de mis experimentos. Yo ya era conocido, trabajaba en Oxford (Reino Unido), y les fue fácil construir una historia sensacionalista. Lo que me hizo luchar contra ellos fue que dijeran que mi trabajo era totalmente inútil. Creo que al final gané la batalla, pero durante más de 15 años mi familia y yo vivimos un auténtico calvario.

¿Fue entonces cuando empezó a interesarse por las consideraciones éticas de su investigación?

Cualquiera que haga un experimento con un ser vivo, incluidos los seres humanos, debe preocuparse por su implicación ética. Antes de tomar una decisión, tienes que preguntarte si tu acción está justificada, porque un experimento puede causar dolor y angustia. Y al final, por ley, tienes que matar a todos los animales con los que investigas.

¿La neuroética es más peliaguda que cualquier otro tipo de ética científica?

Las implicaciones éticas en neurociencia son más importantes porque el cerebro es el responsable de nuestras percepciones, de nuestros pensamientos y de nuestra consciencia.

La neurociencia ha cambiado en muy poco tiempo nuestras ideas sobre el ser humano…

Sí, es una disciplina de los años 70. Antes, la psicología –en especial el estudio del comportamiento animal– y la fisiología del sistema nervioso estaban separadas. Había poco interés en juntar el estudio del comportamiento con las investigaciones del sistema nervioso.

Cuando usted estudiaba medicina, ¿qué contaban sus libros de texto?

Mi libro de mamíferos decía que todas las neuronas del cerebro se formaban antes de que hubieses nacido. Es decir, la neurogénesis no existía y la regeneración de las células nerviosas se consideraba imposible. Además, se pensaba que las conexiones neuronales estaban absolutamente determinadas. En cambio, ahora sabemos que se crean nuevas neuronas y conexiones entre ellas. También podemos reparar y reorganizar ciertas estructuras neuronales a pequeña escala.

En 2005 publicó en la revista científica The Lancet el trabajo ‘En celebración de la cerebración’, con el texto de la conferencia que había dado en el Real Colegio de Médicos. ¿Por qué ese título?

Lo escribí para festejar las características tan especiales de la corteza cerebral. Nuestro córtex es cuatro veces más grande que el de los chimpancés, nuestros parientes evolutivos más cercanos, con quienes compartimos el 99% del ADN.

¿De qué nos sirve tener tanta corteza cerebral?

La historia convencional dice que a mayor cerebro, más inteligencia. Es cierto que los mamíferos con el cerebro más grande, como los monos, tienen comportamientos más ricos. Pero también hay animales capaces de hacer cosas increíbles con cerebros muy pequeños.

¿Un cerebro grande tiene inconvenientes?

Necesita de una cabeza grande y eso añade dificultad al parto. El cerebro también nos sale muy caro a nivel metabólico porque consume casi un tercio del oxígeno y la glucosa en sangre. Pero al final, las desventajas de un cerebro grande han esquivado la presión selectiva porque sale rentable.

Entonces, ¿cuál es la grandeza del cerebro humano?

Creo que hay que cuestionar la relación entre inteligencia y el tamaño del cerebro. No es tan simple. Su tamaño te da versatilidad, flexibilidad y la capacidad de dirigir la maquinaria de tu inteligencia a todo tipo de problemas y nuevos retos.

 

Referencia bibliográfica:

Blakemore, C. “In celebration of cerebration”. The Lancet 366 (9502): 2035-2057, 10 de diciembre de 2005. DOI: 10.1016/S0140-6736(05)67816-6

Los comentarios están cerrados.