Silla presidencial- Museo de la Revolución, México

Silla presidencial- Museo de la Revolución, México


Manuel Martínez Morales

Desde Shakespeare a nuestros días, el topo es la metáfora

de lo que avanza obstinadamente, de las resistencias subterráneas

y de las irrupciones súbitas y, muchas veces inesperadas.

Cavando con paciencia sus galerías en el espesor oscuro de la historia,

surge en ocasiones a plena luz, en el destello solar de un acontecimiento.

El encarna el rechazo a resignarse a la idea de que la historia esté llegando a su fin.

Daniel Bensaid

 

En su magnífico relato, La Silla, José Saramago construye la metáfora de un poder que se derrumba: el del dictador portugués Antonio de Oliveira Salazar, quien fue cabeza y la principal figura del llamado Estado Novo que abarcó el periodo 1926-1974. El escritor comienza imaginando una silla que comienza a desplomarse muy lentamente, con un hombre sentado en ella que, por el imperceptible trabajo de la carcoma, no se da cuenta que está a punto de caer y partirse la cabeza.

La silla es de caoba, desgraciadamente, y no de ébano pues éste resiste el ataque de la carcoma en tanto aquella es lentamente devorada por el coleóptero. Fue en algún lugar, escribe Saramago, “donde el coleóptero, perteneciese al género Hilotrupes o Anobium u otro, se introdujo en aquella o cualquier otra parte de la silla, desde la cual viajó después, royendo, comiendo y evacuando, abriendo galerías a lo largo de las venas más suaves, hasta el lugar ideal de fractura, cuántos años después, no se sabe, habiendo sido sin embargo discreto, considerada la brevedad de vida de la carcoma, pues muchas habrán sido las generaciones que se alimentaron de esa caoba hasta el glorioso día, noble pueblo, nación valiente. Meditemos un poco en esta obra pacientísima…”

Y es que aquellos encaramados en las sillas de todos los niveles de poder, desde el más alto, hasta el casi puramente ilusorio del burócrata de ventanilla, no son conscientes que esa silla está siendo constantemente corroída por la carcoma de sus propios actos. Es su propia conducta -autoritaria, arbitraria, déspota y violenta- la que va carcomiendo la silla en que se sienta diariamente, desde donde cree que ejercerá el poder, como Salazar, por siempre.

Pero también,  el piso donde se asienta la silla es lentamente socavado por otra clase de animal: el topo, el viejo topo. Lo cual también, a lo largo de la historia ha servido de metáfora para describir la condición de un poder que se derrumba.

(¡Así se habla, viejo topo! ¿Podrás trabajar rápido bajo tierra? ¡Un pionero digno! 

William Shakespeare, La Tragedia de Hamlet, Príncipe de Dinamarca.

 

            Y cuando la revolución haya llevado a cabo esta segunda parte de su labor preliminar, Europa se levantará, y gritará jubilosa: ¡bien has hozado, viejo topo!
K. Marx (1852), El 18 brumario de Luis Bonaparte) 

 

En cualquier tradición cultural, determinados animales han sido siempre fuente de inspiración para la creatividad alegórica, espejos metafóricos en los que los grupos sociales han querido ver reflejada la proyección de  cualidades  humanas y la ejemplificación de ciertas virtudes y defectos. Es un universal cultural. Valor, cobardía, esfuerzo, pereza, inteligencia, astucia, gregarismo, individualismo, belleza, fealdad, limpieza, suciedad, paciencia, torpeza, nobleza, traición, lealtad…

En la tradición europea al menos, el topo sin duda es un animal que por sus características ha motivado este tipo de reflexión metafórica acerca de la realidad. Ya en el mundo antiguo podemos encontrar referencias al respecto y, posteriormente, ha inspirado un amplio campo semántico alegórico en la tradición popular de muchos países. Pero también ha sido un referente simbólico en la Literatura y en el pensamiento filosófico y político.

Más específicamente, el topo adjetivado como “viejo” (viejo topo), constituye una metáfora política recurrente en la izquierda de todos los países. Aunque ha ido recibiendo diferentes matices interpretativos, en el contexto del discurso de la izquierda política tradicionalmente ha tenido un significado dominante. Representa al revolucionario paciente, que trabaja con inteligencia para transformar la sociedad, apoyándose en la sabiduría atesorada a lo largo de los años a través de su dilatada experiencia vital. En este sentido y ciñéndonos a esta tradición política, el revolucionario debe ser como un viejo topo: debe saber actuar combinando esta sabiduría y experiencia, acumuladas por los viejos, con la estrategia de los topos que minan con paciencia y poco a poco el subsuelo hasta apoderarse del mismo. Pero el viejo topo es también  un símbolo de un tipo de resistencia que a veces no es del todo visible, pero que va cobrando eficacia imperceptiblemente hasta aflorar y visibilizarse en un momento dado del proceso histórico; representa la estrategia a largo plazo, la construcción poco a poco de un poder revolucionario, la constancia en el hacer de aquel que trabaja para que algún día pueda ser derribado el orden capitalista.

No obstante, la metáfora viejo topo es anterior incluso al marxismo. Un representante  histórico del trotskismo francés  en su día expresó de manera clara y concisa este dilatado recorrido temporal de la metáfora, Daniel Bensaid, dirigente histórico de la Liga Comunista Revolucionaria de Francia  y de la IV Internacional, en su momento declaró:

«Desde Shakespeare a nuestros días, pasando por Marx, el TOPO es la metáfora de lo que avanza obstinadamente, de las resistencias subterráneas y de las irrupciones súbitas y, muchas veces, inesperadas. Cavando con paciencia sus galerías en el espesor oscuro de la historia, surge en ocasiones a plena luz, en el destello solar de un acontecimiento. Él encarna el rechazo a resignarse a la idea de que la historia esté llegando a su fin.»

Nada es eterno y mucho menos el poder que algunos seres humanos ejercen sobre otros, con toda su cauda de abusos y vejaciones. Por una parte, la silla en que creen firmemente asentado su poder es constante y silenciosamente carcomida por los coleópteros y, por otro lado, el piso debajo de la silla es también constante y lentamente socavado por los viejos topos; así que tarde o temprano la silla cederá y el dictador caerá con todo estrépito. Cayendo así la silla, expresa Saramago, “sin duda cae, pero el tiempo de caer es todo el que queramos y, mientras miramos este inclinarse que nada detendrá y que ninguno de nosotros irá  a detener, ahora ya sabido irremediablemente…he aquí al Anobium, que éste es el nombre elegido, por algo de noble que hay en él, un vengador semejante que viene del horizonte de la pradera, montado en su caballo Malacara, y se toma todo el tiempo necesario para llegar, hasta que pasen los créditos por entero y se sepa, si es que ninguno de nosotros ha visto las carteleras en el vestíbulo de la entrada, que es quien a fin de cuentas realiza esto. He aquí al Anobium, ahora en primer plano, con su cara de coleóptero a la vez carcomida por el viento de lejos y por los grandes soles que de todos nosotros sabemos asolan las galerías abiertas en la pata de la silla que acaba ahora mismo de partirse, gracias a lo cual dicha silla empieza por tercera vez a caerse…”

Por su cuenta el viejo topo, sin saberlo socio de la carcoma, sigue cavando túneles bajo el suelo que sostiene a la silla, contribuyendo no solamente a que la silla se desplome sino que tal vez se hunda para siempre, con todo y su ocupante en las profundidades de la tierra.

Saramago, como todos los literatos, siempre anticipándose a la realidad comienza a imaginar al viejo Salazar aproximándose a la silla; no la ve y viene sonriendo con cándido contentamiento y se acerca a ella sin reparar, mientras esforzadamente el Anobium –apoyado sin saberlo por  el viejo topo- deshace en la última de las galerías las últimas fibras y aprieta sobre las caderas el cinturón de las pistoleras. El viejo –Salazar- piensa que va a descansar digamos media hora, que tal vez dormite incluso un poco con esta buena temperatura, que ciertamente no tendrá paciencia para leer los papeles que lleva en la mano…

Pero no lo anticipemos, aunque sepamos que la silla se va a partir, pero todavía no, primero tiene que sentarse el hombre despacio, pues a nosotros los viejos, nos marcan las leyes las trémulas rodillas, y este viejo tiene que posar las manos o agarrar con fuerza los brazos de la silla, para no dejar caer bruscamente las nalgas arrugadas en el asiento que le ha soportado todo, como resulta excusado especificar, que todos somos humanos y sabemos. Del lado de las tripas -continúa Saramago-, aclárese, porque de este viejo hay muchas y también diversas razones, y éstas son antiguas, para dudar de su humanidad…el viejo se ha recostado en el respaldo, se ha inclinado incluso un casi nada hacia el lado frágil de la silla. Y ésta se parte….Ahí va…La papada se estremece sobre la laringe y demás cartílagos y todo el cuerpo acompaña la silla hacia atrás, el viejo ya no sujeta los brazos de la silla, las rodillas súbitamente no temblorosas obedecen ahora a otra ley y los pies que siempre han calzado botas para que no se supiese que son bifurcados, los pies ya están en el aire…Y no hay nadie que fije ese momento. Mi reino por una polaroid, gritó Ricardo III, y nadie le ayudó porque la pedía demasiado pronto. Ay estos pies en el aire, cada vez más lejos del suelo, ay aquella cabeza cada vez más cerca…

La historia confirma la metáfora: El principio del fin de Salazar comenzó el 3 de agosto de 1968, cuando tenía ya 79 años. Durante sus vacaciones en Estoril. Salazar se preparaba para que le tratara su pedicuro cuando se dejó caer en una silla de lona. La silla cedió y Salazar se cayó violentamente, llevándose un fuerte golpe en la cabeza. El accidente quedó oculto por orden del propio Salazar quien, tras levantarse, se negó a recibir atención médica, exigiendo secreto a los presentes. Quince días después, Salazar admite estar enfermo y el 6 de septiembre lo trasladan de urgencia en un coche desde su residencia en São Bento, Lisboa, al Hospital de São José, donde lo operan de urgencia.

El 27 de septiembre, el presidente Américo Tomás  llama al profesor Marcelo Caetano para que sustituya al profesor Salazar, incapacitado para las tareas de gobierno. Nadie, sin embargo, se atrevió a notificárselo a Salazar. De hecho, hasta su fallecimiento en 1970, quienes trataban diariamente con él le hacían creer que todavía gobernaba el país, incluso después de haber asumido el gobierno el profesor Caetano.

Hoy que la metáfora se vuelve historia, habrá que darle una manita a la carcoma aliándose al viejo topo.

No falte a la marcha en apoyo a las demandas de la Universidad Veracruzana para que el Gobierno del Estado entregue de inmediato los recursos que por ley a ésta corresponden, para no recortar su presupuesto y que este se entregue íntegro y puntualmente.

¡EDUCACIÓN SUPERIOR, POR UN FUTURO MEJOR!

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