¿Para qué filósofos?, de Jean-François Revel. Fragmento

¿Para qué filósofos?


No acostumbran los filósofos a menospreciar su talento. De creerlos a todos  la humanidad sólo comienza verdaderamente a pensar con cada uno de ellos. Se  observa, por otra parte, que aquellas ideas que sirven de temas intelectuales de  nuestra civilización y que la constituyen y forman, no tienen casi nada que ver con  la historia de las filosofías, en el sentido oficial del término. Si se atiende a lo que  un hombre culto de nuestro tiempo, que haya tratado concienzudamente de informarse acerca del conjunto de la filosofía, ha retenido de ésta, se descubre que ha  retenido: 1º De Descartes, la vaga idea de que es menester proceder metódicamente; 2º De Kant, la expresión “imperativo categórico” (que por lo demás aplica invariablemente a los imperativos hipotéticos). Por supuesto, no hablo de las modas: la  “duración” en la época de Proust; hoy, el “compromiso”; los “torbellinos” cartesia  nos y los “animales máquinas” en el tiempo de Las mujeres sabias y de la Epístola a  Madame de la Sabliére, etc… A largo plazo, cuanto menos espacio llena una obra en  el pensamiento de los hombres, más ocupa en las historias de la filosofía y tanto  menos ocupa en éstas cuanto más considerable ha sido el papel que ha desempeña  do. En efecto, al más imperceptible progreso en las ciencias naturales o humanas, a  la más ligera trasformación en las artes, las letras, la política o las costumbres, se  derrumban las teorías de la filosofía con una regularidad que constituye realmente  el único “criterio de verdad” que aquélla ha podido producir.

Los filósofos siempre han sido refutados por aquellos a quienes pretendían  superar en rigor y en amplitud. ¿No deberían por eso inquietarse ante el hecho de  que todas las grandes innovaciones filosóficas acaecidas, sobre todo desde hace un  siglo, se deben a economistas, naturalistas, matemáticos, físicos, biólogos o médicos, pero en ningún caso a un filósofo de profesión? Habrá quien responda que la  filosofía no hace descubrimientos, que es reflexión sobre los descubrimientos de los  demás y explicación de su sentido metafísico; que es, según la fórmula de Brunschvicg, “la ciencia de los problemas resueltos”.   Dejemos, por el momento, el examen de  esta concepción, que plantea el problema de la posibilidad misma de una epistemología seria. Pues no solamente no han aportado los filósofos nada comparable,  en el pensamiento moderno, a las innovaciones intelectuales a que me he referido,  sino que, en la mayor parte de los casos, han sido los últimos en comprenderlas, se  haya tratado del evolucionismo, del materialismo histórico, de la matemática no  euclidiana, de la física no newtoniana, del psicoanálisis, etc… No solamente no se  han percatado del alcance filosófico, sino que han necesitado sus buenos cincuenta  años, cuando no un siglo, para adaptarse y aun así malamente.   Si la metafísica es desasimiento del sentido de lo que existe, no consistirá,  por lo tanto, en saltarse lo que existe. La metafísica de Platón, por ejemplo, no es algo aislado. Antes de pasar a la metafísica, Platón fue, ante todo, capaz de hablar de  política, de moral, de arte, de amor, de sofística tan bien por lo menos como el más  inteligente de los no filósofos. La potencia de su metafísica se explica por ser un verdadero desasimiento, y no un sucedáneo, del sentido de la inteligencia y del sentido de la geometría.

Claro que invocar a los griegos no es nada nuevo. Pero, ¿quién no los invoca? Hay de todo en los griegos, incluyendo, con Aristóteles, los inicios de la filoso  fía pesada. Pero, en fin, al leer a Platón, o a los estoicos, o a los epicúreos, al recorrer Diógenes Laercio, se tiene la impresión de tratar con filósofos, sin recibir también la impresión de tratar con torpes. Encuéntrase en ellos, para empezar, ese sabor  hacia el que Rousseau, Kierkegaard o Nietzsche se han vuelto tantas veces, con  tanta nostalgia y con el sentimiento de estar como en penitencia en la filosofía moderna. Predomina, por el contrario, en un Leibniz o en un Kant un tono gris, un  ambiente académico, decantado en los libros, incompetente para la vida, que a primera vista revela una muy distinta “actitud existencial”.

Es evidente que no se concibe fácilmente a un autor moderno que comience  una importante obra de filosofía declarando, como lo hace Platón al principio de  las Leyes, que va a tratar la cuestión de la utilidad de los banquetes. En realidad, en  el curso de los dos primeros libros de las Leyes, a través de la cuestión de la utilidad  de los banquetes, y por una especie de progreso en espiral, lo que obtiene Platón es  una definición de la virtud. Método indirecto, casi púdico, que, partiendo de una  anécdota, de un encuentro, de un suceso, de una opinión, de un detalle técnico, de  un caso de moral práctica, muestra que todo lo que es real y sentido como tal es  susceptible de un ensanche filosófico y que la filosofía, es ante todo eso. Método  que descubre un trasfondo metafísico tras de cada particularidad de la vida humana e, inversamente, pone como a vibrar el examen de una cuestión general al unísono con todos los aspectos vividos que se relacionan con la existencia. De esa manera, las cosas importantes se desprenden, si ha lugar, de la discusión misma.

Dicho de otro modo: en Platón, lo que es previo es tratado como tal y en ello  mismo. Platón no se la pasa excusándose perpetuamente por un ulterior desarrollo. O lo que es mejor, lo que sigue es realmente ulterior, se apoya en análisis previos realmente adquiridos y justificables en sí mismos. Hablar de arte oratorio es,  en primer lugar, hablar del arte oratorio. Luego, se esboza una filosofía del arte  oratorio. Se muestra cómo la cuestión plantea el problema moral por completo y,  luego, el de la justificación final del destino humano, el problema metafísico por  excelencia. De igual manera si se habla del amor o de la ciudad. Y tanto si se habla  del arte oratorio, de la ciudad o del amor, se llega a una misma teoría metafísica,  pero precisamente eso: se llega a ella. De suerte que, incluso si los desarrollos meta  físicos que se extraen de los análisis son discutibles, no comprometen por ello la  verdad de esos primeros análisis. De ahí proviene la fuerza de filosófica sugestión  que poseen los diálogos de Platón, incluso si sugieren una filosofía distinta al platonismo. ¿Por qué, si no, es leído Platón en nuestros días cuando nadie es platónico  a la letra?.

De la misma manera, no se le puede negar a Pascal un cierto sentido metafísico de la “finitud” del hombre, un cierto poder, a propósito del aburrimiento, de la  vanidad, de la diversión, para “revelar” evidencias que no son precisamente de orden “óntico”. Luego, Pascal, a partir de tales evidencias, obtiene argumentos para  llegar a una apologética de la religión cristiana. Pero ese “a partir de” es efectiva  mente tal: aun si lo que de allí se obtiene se reputa falso, los análisis en que se funda  no pierden por eso su valor.

Podría  hacerse,  por  el  contrario,  todo  un  estudio  del  falso  preámbulo  en  ciertos autores, un examen de esos arreglos que fingen efectuar antes de las conclusiones que pretendidamente sostienen y que son en realidad una amalgama de conocimientos de oídas convertidos en artificiales mensajeros de conclusiones preestablecidas.

Tomemos, por ejemplo, el estudio de Heidegger sobre El origen de la obra de  arte.   Heidegger analiza un cuadro de Van Gogh que representa los zapatos de un  campesino. Un zapato, nos dice, es ante todo un instrumento, esto es, un ente que  existe para otros entes y para un Dasein. La “instrumentalidad” remite de ordinario a otros instrumentos. Pero este zapato, en virtud de su “Verlässlichkeit”, “revela” el mundo del campesino, nos presenta el paso lento, la tierra feraz, el trabajo  inmutable, la soledad de los campos. Mas, ¡atención!, el poder revelador del cuadro  no tiene nada que ver con que éste sea una copia fotográfica del zapato. Ahí no reside la verdad del arte. De hecho, el zapato ha sido arrancado de su valor puramente  instrumental y realiza la verdad de un mundo. De esta manera, la obra de arte es  una manera de hacer que surja la verdad del Ser, gracias a la creación de una obra,  al acto de poner en obra. La obra es creación en la medida en que es revelación, presencia de verdad. Es verificación; en ella, la verdad se reconoce verdadera. “Sielässt die Wahrheit entspringen”. Es apertura a la verdad, a esa verdad que, a su  vez, es Apertura de lo Abierto, “Offenheit des Offenen”.

Luego, vuelve a empezar Heidegger a propósito de un templo griego.

Que una sucesión tal de vulgaridades se le haya podido escapar al Pastor  del Ser; que no haya vacilado en descargarnos una serie tan fastidiosa de novatadas  intelectuales; que ose presentarnos como emanado de la pura originalidad de su  reflexión un confuso montón de fórmulas tan manifiestamente de segunda mano,  tan deplorablemente ónticas; una acumulación de lugares comunes que, desde ha  ce cincuenta años, sirven de abrevadero universal a la crítica literaria y a la crítica  de arte; que se haya limitado a enganchar, en materia de “origen de la obra de arte”, ese revoltillo de clichés a la locomotora de la retórica heideggeriana; que con  ese tono profético y desdeñoso, sin el cual no puede escribir nada, se hay revolcado  en explicaciones que ningún estudiante de filosofía o de letras que haya leído por  encima la Introducción a la Poética de Valéry o las Voces del Silencio de Malraux se  atreve a utilizar en una disertación, es algo que nos causa la mayor inquietud no  sólo por la filosofía de Heidegger, sino por su cultura.

Y es que no es posible poseer un conocimiento filosófico sin conocimientos  simplemente. ¿Cómo creer, por ejemplo, que Descartes o Spinoza puedan descubrir el principio de todas las pasiones humanas cuando sus análisis de determina  das pasiones son más pobres y más falsos que los de la mayoría de los moralistas,  de los dramaturgos y los novelistas de su época? El Tratado de las Pasiones es muy  útil para comprender el sistema de Descartes, pero en modo alguno para comprender las pasiones propiamente, con respecto a las cuales no dice sino trivialidades.  Una vez más, lo que aquí se pone a discusión es la universalidad de la filosofía.  Con el pretexto de que la verdad filosófica es universal, el filósofo se cree también  universal. Se habla del Ser y se hace estética y se echan las bases de una sociología  y se posee también accesoriamente una idea acerca de la estructura del razona  miento matemático y sobre el indeterminismo en microfísica. De esta forma la filosofía ya no es sino una mezcla de consideraciones dudosas, presentadas con el aparente rigor de una sistematización artificial, en base a conocimientos parciales y vagos.

Lo más sorprendente es que justo cuando alcanza su más bajo nivel, reivindica la filosofía con más intransigencia su infalibilidad y, según la frase de Leone  Battista Alberti, “todos desunidos y con opiniones diversas, los filósofos están, no  obstante, de acuerdo en algo; en que cada uno de ellos tiene a los demás mortales  por dementes e imbéciles”.

En efecto, el verdadero filósofo, convencido de que  existe el espíritu filosófico en sí y de que posee un valor superior en relación a cualquier otra realidad, cree, por consiguiente, según la buena lógica del idealismo objetivo, que basta con emplear el lenguaje filosófico para participar de facto de la  Realidad superior. Por lo tanto, el más bruto de los filósofos es siempre sustancial  mente más inteligente que el más inteligente de los no filósofos, y un retrasado  mental filosófico, desde el momento en que, pese a su debilidad, profiere vocablos  filosóficos, es in essentia superior a un retrasado mental vulgar y corriente. Por lo  mismo, un profesor de la Sorbona puede escribir: “Desde Descartes, la ciencia, que  es hipótesis y discurso, parece revelar a los hombres el Ser; y la metafísica, que es  la única que revela el Ser, se les muestra como hipótesis y discurso”. En efecto, dice  el mismo autor, “las verdades filosóficas han salido del hombre integral y de su  reflexión acerca de su relación fundamental con el mundo, relación que no cambia  tan rápidamente como las hipótesis formuladas por las ciencias acerca de la estructura del objeto”.

Nada más cómico que esos gañidos y esa eterna petición de principio que  consiste en tomar la intención por el hecho y, so pretexto de que la metafísica debe  ría revelar el Ser, sostener de inmediato que tal cosa hace. Sin hablar de la descripción escandalosamente inexacta que de la naturaleza del progreso científico hace  ese profesor al hablar de “hipótesis que cambian”. Pues hay una diferencia entre  puras hipótesis y teorías revisables pero justificadas. Es, sencillamente, confundir  la sucesión de las hipótesis científicas, tal y como tuvo lugar antes del nacimiento de  la ciencia, con el desarrollo de la ciencia propiamente dicha. Antes del nacimiento  de la ciencia, las teorías sobre la estructura de la materia no eran, en efecto, sino  puras hipótesis que se sucedían arbitrariamente. Pero, por eso precisamente, ¡no  eran teorías científicas, sino teorías filosóficas!.

Es notable que tres siglos de epistemología hayan dejado a la Sorbona en un  nivel tan bajo. Pues en la medida en que la filosofía reivindica, también para sí, una  especie de positividad, hay tres dominios a los que se consagran los filósofos antimetafísicos: la epistemología, la psicología y la sociología. De las dos últimas se  escribe incluso, desde hace un siglo, que se han “convertido en ciencias”. Desde  luego que no hay que dejarse impresionar demasiado por tales declaraciones, pues  cuando un filósofo dice que algo se ha “convertido en ciencia”, quiere decir sencillamente que se propone estudiarlo. No por ello es menos cierto que esas tres ramas de la filosofía poseen una orientación intelectual propia y merecen un examen  separado.

La epistemología se ha hecho cada vez más importante desde que las gran  des innovaciones de nuestra visión del mundo han corrido a cargo de las ciencias,  naturales y humanas, y no de la filosofía. Al no poder remplazar a la ciencia, el  filósofo quiere explicarla.

Resulta en extremo curioso comprobar que, aun en la época en que el nivel  de la ciencia permitía que auténticos filósofos fuesen al mismo tiempo auténticos  sabios, el valor epistemológico de la filosofía permanecía, sin embargo, como extrañamente limitado. Es inobjetable, por ejemplo, que la filosofía de Leibniz se destaca  sobre un trasfondo matemático y, hasta cierto punto físico, sin el cual difícilmente  puede comprenderse. Pero si el cálculo infinitesimal es para él el origen de temas  filosóficos esenciales,   el hecho de que su filosofía sea en gran parte una especulación sobre nociones matemáticas, no la hace por eso más cierta. Es tan precaria como  toda filosofía y, ante sus contemporáneos,  pasa incluso por uno de los más hermosos ejemplos de “metafísica”, en el sentido de lo gratuito y arbitrario. Si Leibniz  hubiera hecho la filosofía del cálculo infinitesimal, habría hecho epistemología, pero hizo su filosofía utilizando nociones sugeridas por el cálculo infinitesimal, nociones que, en el plano metafísico, ya no eran sino metáforas. El curso real de su pensamiento es el inverso del curso aparente. Lo dice él mismo, por lo demás, en un  fragmento autobiográfico donde se refiere a él en tercera persona escrito desde el  punto de vista de un personaje que, al parecer, le visita durante su permanencia en  París: “Un día lo sorprendí leyendo libros de controversia. Le expresé mi asombro,  pues me habían hablado de él como de un matemático de profesión por no haberse  dedicado a otra cosa en París. Fue entonces cuando me dijo que mucho se equivocaban, que tenia otras intenciones y que sus meditaciones principales versaban sobre la teología; que se había aplicado a las matemáticas como a la escolástica, es decir, tan sólo por la perfección de su inteligencia y para aprender el arte de inventar  y demostrar”.  A la inversa, y por la misma razón, la filosofía de Leibniz no ha  estimulado al científico en absoluto; muy al contrario, en un punto preciso, el de  las leyes del movimiento, le ha hecho sostener ideas que estaban en contradicción  con los análisis del científico. Por lo mismo, mientras que el Newton científico de  clara: “No construyo hipótesis”, el Newton filósofo elabora una teoría del espacio y  del tiempo como “sensoria” de Dios, tan hipotética como si no fuera de Newton.  De esa forma, el divorcio entre la filosofía y la ciencia se afirma en el seno de una  misma obra y en un mismo hombre. Tenemos científicos filósofos que no por eso  son mejores filósofos y filósofos científicos que no serían más científicos aunque no  fueran filósofos.

Pero, objetable de derecho, la epistemología lo es aún más de hecho en nuestros días, en los que un matemático, por ejemplo, no solamente no puede dominar  además la física o la biología, sino ni siquiera el conjunto de las matemáticas. La  epistemología llega a ser, pues, imposible y contradictoria, si al menos se admite  que está excluido el poder penetrar el sentido profundo de una ciencia sin conocer  la de primera mano. Claro que no faltan filósofos que disponen de conocimientos  científicos. Pero ¿qué significa esto? ¿A qué nos llevaría el que un filósofo consagra  se años de su vida en estudiar la física o la medicina y se hiciera, como sucede a veces, doctor en Medicina? Pues si bien es cierto que es un esfuerzo meritorio para un  hombre de letras (hasta nueva orden la filosofía es una disciplina literaria) el hacerse  doctor en Medicina, ese título no representa en la Medicina más que un nivel muy  elemental, un punto de partida, que alcanzan miles de estudiantes muy alejados de  estar en condiciones de reflexionar acerca de los fundamentos de su ciencia o de su  arte. Hay, por lo tanto, en esas “dobles culturas”, de las que ciertos filósofos están  tan orgullosos, mucho más de relumbrón que de seriedad. Ello explica que los filósofos sean responsables de tantas ideas falsas que circulan sobre las ciencias, especialmente sobre la relatividad, y escriban libros que irritan o hacen sonreír a los  científicos. La filosofía se adhiere al prejuicio de que puede haber un “punto de  vista” filosófico acerca de cualquier cuestión y distinto a la profundización de las  cuestiones mismas. Quiere ello decir que la verdad de una disciplina puede ser  obtenida por espíritus que no la conocen sino de segunda mano. Ahora bien, todo  indica que el “punto de vista general” es algo que no existe; cuando se llega a los  últimos detalles, como “profesional”, como técnico de una disciplina, se trasforman todas las cuestiones y encuentra su raíz el verdadero “punto de vista general”.

Pues la idea de una epistemología filosófica va unida a los principios de la  ciencia, a un estadio del desarrollo científico en el que los descubrimientos puramente experimentales se sucedían en aparente desorden, y en el que las teorías  mismas presentaban un carácter aislado y fragmentario. Pero la epistemología de  hoy es, y no puede ser otra cosa, el desarrollo mismo de las ciencias. Es su mismo  progreso, que pone a prueba los fundamentos de aquellas y su organización y son  los científicos quienes, cuando es necesario, revisan los principios mediante el empleo mismo que de ellos hacen o mediante la formulación de nuevos principios con  vistas a nuevos usos. La filosofía de las matemáticas es el desarrollo mismo de las  matemáticas. De igual manera, en otro terreno, la estética es la reflexión de los artistas sobre su arte, reflexión que consiste en el análisis crítico de antiguas fórmulas  unido a la incorporación de fórmulas nuevas; igual sucede con los trabajos de los  historiadores del arte que piensan, tales como Focillon, Panofsky, o Saxl, por ejemplo. Ahí se encuentra la estética no en los libros de los filósofos. Y la filosofía de la  Historia la constituyen las innovaciones y las ampliaciones hechas al método histórico por los historiadores mismos. Para hacer epistemología los filósofos parten del  principio según el cual los científicos jamás se interrogan acerca de los fundamentos de sus ciencias, lo cual es absolutamente falso. Tal justificación de la epistemología filosófica va unida a un estado del espíritu científico ya ampliamente supera  do y que en modo alguno es inherente a la ciencia en cuanto tal.

Aún más: los filósofos sólo siembran (y no puede ser por menos) la confusión en la epistemología, pues tratan a toda costa de concentrar en ella toda una serie de problemas filosóficos tradicionales a los cuales precisamente el desarrollo de  las ciencias y de la vida modernas ha despojado de su razón de ser. Desde el sólo  punto de vista pedagógico, toda la problemática tradicionalmente designada con el  nombre de “teoría del conocimiento” representa una amalgama de conceptos y de  imágenes que es menester eliminar, por completo, de toda reflexión actual sobre las  ciencias.

Consideremos, por ejemplo, el sedicente problema de las relaciones del sujeto con el objeto. El mismo arreglo de este apareamiento data de una época en que se  concebía a la naturaleza corno un puro espectáculo para el hombre y en la que, por  otra parte, por la misma razón de su impotencia ante esa naturaleza, el hombre era  concebido, metafísica o religiosamente, como originariamente participante de otro  orden de realidad. En consecuencia, se plantea el problema del contacto entre el orden espiritual y el orden natural, bien sea que el objeto se imponga al sujeto (y aun  así, ¿fielmente logrado?) bien sea que el sujeto “constituya” al objeto. De esta manera, el problema básico de la teoría del conocimiento no puede ser sino el problema de la sensación. Mas, en la actualidad, obramos sobre la naturaleza y el conocimiento científico no guarda en modo alguno una relación de continuidad con el conocimiento cotidiano, por lo cual el problema de la sensación ya no es el punto de  partida de la teoría del conocimiento. La física actual no es, como la del siglo XIX,  un  conocimiento  común  más  preciso;  es  algo  completamente  distinto.

A  la  división del mundo material y del mundo espiritual no le corresponde nada. El  hombre  no  es  un  sujeto  frente  a  un  objeto;  que  ese  sujeto  sea  empírico  o  trascendental; que ese objeto sea heterogéneo u homogéneo al espíritu, tal género  de  problemas  ya  no  existe.  Desde  hace  un  siglo,  se  han  producido  en  todos  los  terrenos  aumentos  efectivos  de  conocimiento  que  aniquilan  lisa  y  llanamente  las  viejas  maneras  de  filosofar.  Los  filósofos,  sin  embargo,  pretenden  continuar  sirviéndose,  para  reflexionar  sobre  las  ciencias  y  los  hechos  actuales,  de  tales  conceptos  que  datan  de  una  época  en  la  que  el  conocimiento  no  tenía  relación  alguna con lo que es hoy.

Aún más: se aprovechan de la epistemología para deslizar subrepticiamente, en las ciencias que examinan, los productos de sus propias actividades espirituales. ¿Qué pensar, por ejemplo, de un filósofo que, en un libro considerado hoy  como una de las “sumas” epistemológicas más “válidas”,  comienza fríamente por  declarar que va a tratar de las ciencias, a saber (enumeración como si tal), las matemáticas, la física… la psicología…?

 

6

  “Es sabido que en 1890, Von Ehrenfels descubrió (sic) la existencia de cualidades 

perceptivas de conjunto; por ejemplo, una melodía traspuesta, con cambio de todas las notas”.  J. PIAGET, Introduction a l’Epistémologie génétique, t. III, pág. 157.   

 

“En uno de los más ingeniosos capítulos de su Psicología, A. Fouillée ha dicho que 

el sentimiento de la familiaridad es consecuencia, en gran parte, de la disminución

del choque interior que constituye la sorpresa”.

BERGSON, Materia y Memoria.    

 

El problema del valor de la psicología contemporánea descansa muy exacta  mente en la cuestión siguiente: más allá de las incertidumbres del “sentido psicológico”, de la opinión, de las capacidades individuales de perspicacia, de sensibilidad, de penetración, de análisis de la experiencia cotidiana, etc… que en toda ocasión, en la literatura, las artes, las morales, las religiones, la prudencia de las naciones, proponen explicaciones sicológicas no demostrables, ¿se ha logrado constituir  un método positivo que permita alcanzar de modo seguro un conocimiento psicológico del hombre, superior o igual pero demostrable?

Antes de que existiese la psicología se admitía que, para hablar del amor,  era menester la inteligencia, la perspicacia, el talento. Así fue como Montaigne, Pas  cal, La Rochefoucauld o Rousseau hablaron del amor. O bien, si se era filósofo y si  uno se proponía levantar una teoría del amor, era preciso poseer ante todo lo que  tenían Montaigne o Rousseau y a partir de ahí se desarrollaba el intento y se producían los conceptos filosóficos. Así fue como Platón, San Agustín o Kierkegaard  hablaron también del amor.

¿Qué sucede desde que existe la psicología? Abro el Tratado de Psicología de  Dumas y veo que Lagache habla allí del amor.

Lagache se apoya: a) En una definición del Vocabulario Filosófico de Lalande.  En el curso del camino cita admirativo: b) A Edouard Pichón, quien ha “descubierto” que el amor es a la vez “captativo y oblativo”, es decir, que se quiere a la vez y  en proporciones variables, ser amado y amar; c) A O. Schwarz, a quien se debe la  formulación de la ley según la cual “la intuición amorosa hace entrar al enamorado  en el mundo del amor”; d) Al mismo Lagache: “la pena de amor es una reacción  depresiva con pérdida del objeto”; notemos, por último: e) Que “De Greef y su discípulo J. Tuerlink insisten justamente acerca del papel de la víctima, que no toma  en serio las amenazas de suicidio, sino como un rito”.

El problema consiste, pues, en preguntarse por que una idea que en lenguaje normal es una simpleza o una estupidez, se trasforma por virtud de su inserción  en la psicología, en un importante descubrimiento que exige el concurso de varios  científicos ayudados por sus discípulos.

Sin duda que todo el mundo tiene derecho a tener su opinión sobre el amor.  Por mi parte, encuentro que Shakespeare y Stendhal (a los que Lagache, por lo de  más, saquea bastante torpemente) dicen sobre este tema cosas más interesantes.  Diría incluso, sin querer ofender a nadie, que si la psicología no existiera, Lagache  y Pichon se contarían probablemente entre las últimas personas a quienes se me  ocurriría ir a preguntarles su opinión sobre el amor. Pero, en fin, tienen derecho a  tener sus opiniones; o, por lo menos, tendrían derecho si no las presentasen en forma de constataciones científicas, construidas de acuerdo a un método positivo. Un  físico de mediana inteligencia sabe hoy mucho más de lo que sabía Newton, que  era un genio, porque está respaldado por un cuerpo de conocimientos adquiridos,  independientemente de las cualidades individuales de tal o cual físico. Nada de esto sucede en psicología en donde, frente al genio de Montaigne o de Pascal, se encuentra la inteligencia media de Lagache. Y punto, eso es todo. Resulta, pues, de  todo esto que, acerca del amor, contamos con las opiniones de Dumas, Lalande, La  gache, O. Schwarz, Pichon De Greef y el discípulo de este último, J. Tuerlink.

¿Con qué “método” han obtenido esas opiniones? Lagache ha tenido el cuidado de precisar cuál es el método que practica;   se trata de la psicología “clínica”  que consiste en “reconstruir tan fielmente como sea posible las maneras de ser y de  obrar de un ser humano concreto y completo enfrentado a una situación, tratar de  establecer su sentido, estructura y génesis, indicar los conflictos  que lo motivan y  los intentos de resolución de tales conflictos”. ¿Pero qué tiene esto de especial y cómo nos hace progresar ese “método” con respecto a las condiciones que en toda  época han presidido el conocimiento de un ser humano? Decir tales cosas no nos  hacen avanzar nada; lo que necesitamos son medios nuevos para lograrlo. Es ver  dad, prosigue el autor, que la psicología clínica debe ser corregida por la psicología  experimental y psicométrica: “El test es para un clínico no solamente un instrumento de medición y de verificación, sino un reactivo, un revelador”. A su vez, el  espíritu clínico debe “ampliar” al espíritu experimental propenso al aislamiento y  permitir tender así a un “examen global y concreto”.

Pero tampoco ahora se nos dice en absoluto en qué consiste tal cosa. El objetivo está claro, en efecto. Pero creer que se le alcance porque se hagan esfuerzos por  definirle, es algo así como un niño que chillara “pii pii” sobre una silla y creyera  avanzar.

¿Dónde se encuentra en todo eso la ciencia que debe arrancarnos de las contingencias ordinarias del conocimiento psicológico? Yo no la encuentro ni siquiera  en los tests. No es este el lugar de tratar el muy particular tema de los tests. Baste  con decir que son tan poco científicos como el resto de la psicología, pues un test  no vale en definitiva sino lo que vale quien lo establece, quien lo pasa y quien lo  interpreta. Lo cual nos remite a la precariedad del “sentido psicológico” ordinario.  Los tests más exactos son los que se refieren a aptitudes netamente aislables; dicho  de otro modo: la exactitud de un test será mayor cuanto más impersonal sea el elemento sobre el que opere. En cuanto el test quiere penetrar en “el examen global y  concreto” de la personalidad, se desdibuja cada vez más; en el límite, quien lo manejase ve reducido, en el fondo, a los recursos de su sutileza personal. Cuando un test es preciso no es interesante, y cuando puede ser interesante, deja de ser preciso.

No quiero decir, desde luego, que no hay nada interesante en las obras de los  psicólogos. Pero un análisis de Sartre, de Politzer o de Freud debe su valor no a la  “psicología como ciencia”, sino al talento de su autor. Conviene recordar aquí que  Freud no debe absolutamente nada a la sicología ni a la filosofía de su tiempo. Sin  embargo, por tener que luchar contra los academicismos coaligados de la medicina, de la psiquiatría, de la psicología y de la filosofía, se creyó obligado a entorpecerse con justificaciones teóricas que concibió, naturalmente, dentro del vocabulario psicológico de su época. ¡Se vio entonces a los sicólogos que, en el intervalo, habían modificado la lista de palabras en uso, revolverse contra Freud para reprocharle el mismo vocabulario que precisamente éste había adoptado como recurso  defensivo, y procedieron a condenar sus “errores teóricos”, olvidando que tales  errores se cometen por culpa de gente como ellos! Tanto si se le traduce en términos de “instancias”, en términos “energéticos” o en formas de “conductas”, de “estructuras” y de “significaciones”, el psicoanálisis depende tan poco de la nueva  psicología como de la antigua. Por el contrario, los sicólogos y los filósofos han  renovado, gracias a los descubrimientos de Freud, sus stocks de temas, en el momento en que se experimentaba mayor necesidad. Hoy, cualquiera borda sobre los  temas psicoanalíticos sus estériles variaciones personales; y, al mismo tiempo que  juzga con severidad la “mitología cosista” del psicoanálisis, se adorna la filosofía  con invenciones reales y precisas, que nada le deben y a las que nada agrega.   Pero Freud, por su parte, ha hecho realmente progresar la psicología, ha añadido realmente algo más radical y más científico a lo que acerca del hombre pudieron decir Séneca o Montaigne. Por eso los sicólogos, en lugar de regañarle y re  prenderle, deberían más bien observar cómo lo ha hecho. En lugar de continuar  imperturbablemente “haciendo psicología” y acomodando a su manera los resulta  dos del psicoanálisis, deberían más bien considerar más atentamente la actitud intelectual de Freud en sus principios, esa actitud es la inversa de la que pasa por ser  la actitud filosófica, pues no deja de tener interés, desde el punto de vista metodológico, el ver cómo Freud, que parte de una noción terapéutica en apariencia muy  limitada, se vio conducido, por la riqueza misma de su descubrimiento —y no por  el proyecto de hacer filosofía— a trasformar, en su principio, la idea que se tenía de  la condición humana.

Por lo demás, tampoco es el psicoanálisis una ciencia si se le confiere al término su significado riguroso. No hay, por otra parte, que andar preguntándose de  la mañana a la noche si es o no es una ciencia; con sus errores y sus problemas, es  algo que existe, y eso basta. No se podría decir lo mismo de la psicología, que tiene  de la ciencia una particular concepción. ¿Qué habría que decir, en efecto, de los historiadores, si se limitasen a repetir en sus libros que la historia es el conocimiento  del pasado, la restitución de las series temporales, la división de las constelaciones  de hechos, el enraizamiento de los complejos cronopráxicos en su substrato etiológico y su examen global y concreto, con discusiones sin fin para saber si el concepto de “constelación” es más adecuado que el de “coyuntura” o cualquier otro, y no  escribiesen jamás un solo libro de historia? Por eso puede presentarse la psicología  como la ciencia de las nociones científicas sobre trivialidades tales que harían ruborizar a un periodista y sonreír a cualquiera que se las encontrase en una novela o  una obra de teatro.

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