En memoria de Julio César Mondragón Fontes, estudiante normalista

de Ayotzinapa, golpeado, muerto y desollado

en una calle de Iguala el 26 de Septiembtre.

Durante la segunda mitad del siglo veinte surgieron numerosos movimientos juveniles en todo el mundo; lo mismo en los países denominados socialistas, que en los países capitalistas más avanzados, así como en el entonces llamado “tercer mundo”, esto es, en América Latina, África y el sudeste asiático. Una buena parte de estos movimientos tuvieron un impacto social nada despreciable, provocando cambios significativos en varias de estas naciones.

            Tal fue el caso del movimiento estudiantil mexicano, que tuvo su inicio en  1968 y se prolongó por varios años provocando una serie de importantes cambios en la vida política nacional. Una característica común a la mayoría de estos movimientos fue su rechazo al autoritarismo y su búsqueda de solidaridad social,  haciendo causa común con las clases más explotadas y desposeídas.

            En México, así como en otros países latinoamericanos, la respuesta de las clases dominantes fue brutal: masacres como la de Tlatelolco y la del 10 de junio de 1971, encarcelamiento y desaparición de líderes estudiantiles, persecución de dirigentes sociales, etcétera. Pero muy pronto, la clase dominante a nivel mundial –los grandes barones del dinero y el complejo industrial-militar transnacional- se dio cuenta que estas formas, violentas y burdas, de aplastar el descontento no eran del todo eficaces ni podían sostenerse indefinidamente.

            Así que, con la asesoría de sus intelectuales “orgánicos”, los poderosos se dieron a la tarea (¿cuándo no?) de instrumentar medidas más sutiles de control social para atemperar y controlar el descontento contra el sistema que ya se expresaba en múltiples formas: desde la lucha electoral, hasta la lucha armada, pasando por la confrontación en la arena ideológica y cultural.

            ¿De dónde provenía la mayoría de los jóvenes descontentos? Fácilmente se veía que éstos eran estudiantes de educación media superior y superior. Es decir, eran un sector de jóvenes privilegiados pues habían podido ingresar a instituciones de estos niveles educativos, por lo que disponían de instrumentos intelectuales y conocimientos a los cuáles la mayoría de la población no tenía -ni tiene- acceso.

            Al respecto, dice el antropólogo brasileño Darcy Ribeiro: “Esta rebeldía estudiantil se torna posible merced a su propia condición de capa socialmente privilegiada en relación a la juventud trabajadora, lo que la ampara de alguna forma, frente a la represión. Y es activada por su educación, también privilegiada, que le permite anticipar una conciencia lúcida sobre el carácter retrógrado del orden social vigente. Como vanguardia de esta nueva conciencia crítica los estudiantes se lanzan contra el sistema, mientras puedan aún expresar, por el pensamiento y por la acción, su solidaridad para con los desheredados de su propia generación.”

            Pero, repito, la clase dominante intentó, por todos los medios, controlar a estos jóvenes rebeldes. Dádivas para quienes se comportaban bien o, al menos, eran opositores políticamente correctos, de la “izquierda atinada”. A los que se salían del esquema: represión directa y brutal, sin miramientos.

            A la vez, en casi todos los países latinoamericanos se empezó a introducir un nuevo “modelo educativo” -particularmente en las universidades- que no cultivara jóvenes rebeldes; modelo que se ensayó primeramente en  países que sufrían dictaduras militares, como Argentina y Chile. Entonces, por una parte, se sujetó a las universidades y otras instituciones de educación  públicas a una astringencia financiera, condicionando la entrega de recursos –como sucede hasta la fecha- al cumplimiento de una serie de exigencias establecidas discrecionalmente desde el gobierno central, disfrazadas bajo el discurso del “productivismo y eficientismo” que hoy en día se expresa en términos –vacíos de contenido si se analizan con cuidado- como “calidad” y “excelencia” y el petate de muerto de la “evaluación”. Todo para mantener el control: te portas bien y haces lo que digo o no hay dinero.

            Por otra parte, a partir de los años 80, se impuso lo que algunos sociólogos han denominado un “bloqueo intelectual”: una situación que puede describirse como un bloqueo histórico que expresa valores acerca de que se puede o de lo que no se puede hacer, de lo que es posible y lo que no es posible, de lo que puede pensarse y lo que no puede ser pensado; en suma, constituye la asimilación de la lógica económica predominante y su respectiva ideología. Es así como se imponen políticas y modelos funcionales a la lógica del capitalismo, tanto en la esfera económica como en la ideológica y la cultural, sin encontrar una resistencia seria por parte de la comunidad intelectual, siendo las universidades los principales centros promotores de este bloqueo.

            Aquí y allá se observan intentos de los jóvenes estudiantes por romper ese bloqueo y se vislumbra su deseo de emplear sus  recursos intelectuales, sus conocimientos, para proponerse la crítica del orden social al margen de los partidos políticos que –sin importar colores y retórica- sólo sirven al poder y se sirven del mismo.

            Por eso el asedio, la asfixia financiera, las “reformas” a modo impuestas a las instituciones de educación superior (caso IPN) y –cuando no hay de otra- la represión abierta y brutal como en el caso de los normalistas de Ayotzinapa. Es en este contexto que hay que entender estos sucesos.

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