“En un mundo hecho a la imagen de

los hombres,  la mujer es sólo un reflejo de la voluntad y querer masculinos”

Octavio Paz, El Laberinto de la Soledad

 

El mexicano no se raja, “porque es macho”, no permite que el mundo exterior penetre en su intimidad, abrirse es una debilidad y refleja la incapacidad de afrontar los peligros, es por eso que considera a la mujer un ser inferior, porque al entregarse se abre, abre su mente, su corazón. Y aunque el hombre vale por su “hombría”, siempre está solo, está lejos, lejos del mundo y de los demás. Lejos, también, de sí mismo.

En máscaras mexicanas, el escritor Octavio Paz afirma que en un país como el nuestro, que se rige por una cultura patriarcal, toda muestra de sensibilidad entraña una disminución, ser sensible es ser débil, ser débil es no ser hombre, actitud que, dice el literato, se justifica si se piensa en lo que ha sido nuestra historia –construida en el dolor, la miseria, el sufrimiento, el derramamiento de sangre vana y la opresión de las estructuras políticas–, y en el carácter de la sociedad que hemos creado, –osco, áspero, rudo, en el mejor de los casos, cortés–[1].

En este escenario, “la dureza y la hostilidad del ambiente —y esa amenaza, escondida e indefinible, que siempre flota en el aire— nos obligan a cerrarnos al exterior, como esas plantas de la meseta que acumulan sus jugos tras una cáscara espinosa”[2].

Para el autor Samuel Ramos, apoyado en el psicoanálisis de  Alfred Adler, el comportamiento del mexicano, que incluiría la defensa de su hombría, su actitud machista y su arisca soledad, radica en un concepto de inferioridad, producto de medir su escala de valores con la de otra cultura, la europea. 

“El sentimiento de inferioridad aparece en el niño al darse cuenta de lo insignificante de su fuerza en comparación con la de sus padres. Al nacer México, se encontró con el mundo civilizado en la misma relación del niño frente a sus mayores. Se presentaba en la historia cuando ya imperaba una civilización madura, que sólo a medias puede comprender un espíritu infantil. De esta situación desventajosa nace el sentimiento de inferioridad que se agravó con la conquista, el mestizaje, y hasta por la magnitud desproporcionada de la naturaleza. Pero este sentimiento no actúa de modo sensible en el carácter del mexicano, sino al hacerse independiente, en al primer tercio de la centuria pasado”[3], escribe Ramos en su libro El Perfil del Hombre y la Cultura en México.

 

 

El Nobel de Literatura mexicano, también expone en el Laberinto de la Soledad el peso de la conquista en la cultura nacional, la cual, afirma, sí llena de prejuicios a nuestros compatriotas, no obstante, pese a esta supuesta inferioridad expuesta por Alfred Adler,  el mexicano niega su pasado, tanto indígena como español y no quiere parecerse, ni siquiera un poco, a ellos.

“No quiere ser ni indio, ni español. Tampoco quiere descender de ellos. Los niega. Y no se afirma en tanto que mestizo, sino como abstracción: es un hombre. Se vuelve hijo de la nada. Él empieza en sí mismo”[4].

El hombre mexicano es autosuficiente, no requiere de nada más, su propia fuerza, tanto mental, emocional y física, le basta para encarar al mundo y, según él, estar en la cúspide de éste.

Sin embargo, estas “virtudes” o actitudes sólo están permitidas para los varones, las mujeres, advierte Paz según su visión sobre la cultura en el país, no tienen esa fortaleza, son débiles, ir en contra de ello es ir en contra de su naturaleza y si lo hacen las juzgan y las aborrecen.

“A la inversa de la ‘abnegada madre’, de la ‘»novia que espera'», la ‘»mala mujer'» va y viene, busca a los hombres, los abandona, su extrema movilidad la vuelve invulnerable. La ‘»mala'» es dura, impía, independiente, como el ‘macho’”.

Pero cuando la mujer toma este camino, el de actuar a semejanza del hombre –en su distorsión sobre lo que es fortaleza y debilidad–,  también transciende su fisiología y se cierra al mundo. “Por eso la virtud que más estimamos en las mujeres es el recato, como en los hombres la reserva”, dice Octavio Paz.

La prevalencia de este comportamiento, postula el autor, se fomenta con el permiso que confiere la mujer al “varón” de ser un instrumento ya sea de los deseos del hombre o de los fines que le asignan la ley, la sociedad o la moral. Fines, hay que decirlo, sobre los que nunca se le ha pedido su consentimiento.



[1] Paz, Octavio. El laberinto de la soledad , FCE. México 1994.  p.p. 26-27

[2] Ibídem

[3] Ramos, Samuel. El perfil del hombre y la cultura en México. Espasa-Calpe mexicana, México, 1986. pp.51-52.

[4] Ibídem Pág 29

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