Discurso de Sara Ladrón de Guevara González
Rectora de la Universidad Veracruzana
2.2013 Sesión Ordinaria del Consejo Regional Sur Sureste de la ANUIES
Unidad de Servicios Bibliotecarios y de Información
25 de octubre de 2013
I
En una de sus cinco conferencias Sobre el futuro de nuestras instituciones educativas, Nietzsche afirma: “Toda la así llamada educación clásica sólo tiene un punto de partida sano y natural: el hábito artísticamente serio y riguroso en el uso de la lengua materna”.
Más de cien años después, en su Historia de la educación en la Antigüedad, Henri-Irenée Marrou señala: “El verbo es siempre el instrumento privilegiado de toda cultura, de toda civilización, porque constituye el medio más seguro de contacto y de intercambio entre los hombres: rompe el círculo encantado de la soledad, donde el especialista tiende inevitablemente a recluirse empujado por sus conocimientos”.
A igual distancia, en su Adiós a la universidad, Jordi Llovet precisa: “De no haber sido por el celo con que monasterios y casas nobles medievales cultivaron el estudio de las lenguas clásicas –el latín, en Occidente, después de la caída del Imperio Romano; el griego en el Imperio bizantino– y las producciones literarias que se habían derivado de las mismas, es muy probable que no se hubiera producido jamás el fenómeno del Renacimiento italiano y europeo en general”.
Es probable que a estas alturas de mi intervención, muchos de ustedes se pregunten, con justa razón, cuál es mi intención, qué pretendo, adónde quiero llegar con mis palabras.
Antes que nada, les digo que en mi condición de universitaria y de rectora de la casa de estudios anfitriona de esta sesión, celebro que el día de hoy los representantes de las universidades e instituciones de educación superior de la región sur-sureste del país estemos reunidos para dialogar, discutir y tomar decisiones sobre el futuro de la educación superior en nuestra zona. Partiremos para ello, sin lugar a dudas, de nuestra realidad, de nuestro presente, del día a día en la construcción de nuestras instituciones.
Tendremos presente, ni qué duda cabe, la difícil situación económica, política y social por la que atraviesa nuestro país. Discutiremos nuestras agendas, nuestros proyectos, nuestras tareas teniendo siempre presente ese marco. Encontraremos, estoy segura, las mejores soluciones –provisionales o a largo plazo– a nuestras múltiples asignaturas pendientes. En algunos casos, tomaremos decisiones y las llevaremos a los hechos de manera inmediata. En otros, tendremos que esperar a que soplen mejores vientos. En otros más, en fin, deberemos librar una batalla (una más) en pro de mejores condiciones para el desarrollo de la educación superior en nuestro país.
El diálogo será, en todo momento y de manera indudable, un diálogo entre mujeres y hombres del siglo XXI, entre contemporáneos, entre seres humanos que viven en un planeta globalizado en el que, hoy más que nunca, como dice el viejo proverbio chino, “el simple aleteo de una mariposa puede cambiar el mundo”.
Hasta ahí, creo que todos estamos de acuerdo. Hay algo más, sin embargo, sobre lo que quiero llamar especialmente la atención. Me gustaría que en esta reunión –y en todas las que la ANUIES convoque y realice– entabláramos un diálogo no sólo con nuestro presente, con nuestros contemporáneos, con nuestra realidad, sino, además y de manera especial, con nuestro pasado, con nuestros ancestros, con la Historia, elementos todos ellos que confirman nuestra identidad cultural y regional.
La educación, qué duda cabe, tiene historia. En ese sentido, no podemos pasar por alto que cada época, cada grupo humano, cada pueblo se han dado para sí la educación que han considerado necesario o conveniente darse –o la que su horizonte, sus alcances y sus circunstancias les han posibilitado. Pero la educación, además y de manera sobresaliente, tiene esencia, una esencia que se mantiene inalterable más allá de o a pesar de épocas y grupos sociales. Ya en 1773, en su Plan d’une Université pour le gouvernement de Russie, Diderot apunta: “Cuanto atañe a la educación pública, nada tiene de variable, nada que dependa esencialmente de las circunstancias. El fin de la educación será siempre el mismo, en cualquier siglo: formar hombres virtuosos e ilustrados”. En ese sentido, precisa Diderot: “En cuanto que hombre, es preciso que [el estudiante] sepa qué debe a los hombres; en cuanto que ciudadano, es preciso que aprenda lo que debe a la sociedad”.
A riesgo de simplificar, creo que aquí están las tres variables que han permanecido inalterables a lo largo de la historia de la educación: la institución educativa, el estudiante y la sociedad.
Hoy en día, Jordi Llovet se refiere a esta ecuación en los siguientes términos: “Las relaciones entre la institución universitaria y la sociedad deben ser consideradas en un sentido doble: la universidad debe proporcionar a la sociedad los profesionales que esta necesita para la buena marcha de muchos niveles de su funcionamiento y de la vida cotidiana, y la sociedad debe proteger y promocionar la formación de todos los estudiantes”.
Y abunda: “El mejor servicio que podría hacer la universidad a la sociedad en el momento histórico presente […] consistiría simplemente en convertir a los estudiantes en personas lo bastante armadas mentalmente como para poder hacer frente a la amenaza de disgregación de la soberanía intelectual que se cierne sobre el individuo contemporáneo”.
Y, en abono de mis argumentos, Llovet sentencia: “La capacidad de aceptar como algo aleccionador cualquier fenómeno del pasado y de utilizarlo en aras de un discernimiento y una discusión de todo acontecimiento del presente histórico es un mecanismo de tiempos pretéritos y, posiblemente, [fue] eclipsado por un periodo de tiempo que ni siquiera somos capaces de conjeturar. Ello no elimina de raíz, ni por asomo, la posibilidad de repensar el presente sobre la base tanto de las categorías históricas, como de los datos de una interpretación y de una discusión tanto del pasado como del presente. Si a ello le añadiéramos un ideal de civilización, como horizonte de expectativas para toda decisión de orden político, social o intelectual, pues mejor que mejor”.
Creo que de eso se trata: de repensar el presente sobre la base del pasado y de tener en nuestro horizonte un ideal de civilización. Se trata, en otras palabras, de partir de nuestra tradición para potenciar la innovación.
Ojalá, pues, que en esta y en futuras sesiones de la ANUIES el pasado esté presente en las discusiones de nuestro porvenir. Estoy segura de que el diálogo que con él establezcamos será un diálogo rico, aleccionador y fructífero. Estoy segura, además, que ese diálogo nos permitirá sostener en nuestro horizonte un ideal de civilización, ese ideal que, lamentablemente, a veces se desdibuja y que hoy como nunca es necesario levantar a toda costa.
Muchas gracias.
Xalapa, Equez., Ver., viernes 25 de octubre de 2013.