“Escribir es como mostrar una huella digital del alma”
Mario Bellatín
La literatura, además de ser uno de los más enriquecedores quehaceres del espíritu, es, según Mario Vargas Llosa, una actividad irremplazable para la formación del ciudadano en una sociedad moderna y democrática, y que, por lo mismo, debería inculcarse en las familias desde la infancia y formar parte de todos los programas de educación[1].
El Premio Noble de Literatura refuta la asociación entre la literatura y el ocio, y la vincula con la producción del conocimiento, al afirmar que “nada defiende mejor contra la estupidez de los prejuicios, del racismo, de la xenofobia, del sectarismo religioso o político, o de los nacionalismos excluyentes, como esta comprobación incesante que aparece siempre en la gran literatura: la igualdad esencial de todos los hombres”[2].
Nada enseña mejor que las buenas obras a ver, en las diferencias étnicas y culturales, la riqueza del patrimonio humano y a valorarlas como una manifestación de su múltiple creatividad.
En su artículo “Un mundo sin novelas”, afirma que el deterioro del pensamiento está vinculado con el escaso consumo de literatura, al tiempo que considera que el espíritu crítico se limita con una alimentación poco nutrida de contenidos escritos, lo que propicia, un modo de opresión del pueblo hacia los poderes fácticos. Pues asegura que un pueblo iletrado es igualmente vulnerable.
“No es una limitación sólo verbal; es, al mismo tiempo, una limitación intelectual, una indigencia de pensamientos y de conocimientos, porque los conceptos mediante los cuales nos apropiamos de la realidad no están disociados de las palabras a través de las cuales nos reconoce y define la conciencia[3].
“Sin ella, el espíritu crítico, motor del cambio histórico y el mejor valedor de la libertad, sufriría una merma irremediable. Porque toda buena literatura es un cuestionamiento radical al mundo en que vivimos. En ella alienta una predisposición sediciosa, insumisa, revoltosa, inconformista”, enfatiza.
Sin esa insatisfacción, añade, viviríamos en un estado primitivo, donde no existiría la libertad, puesto que nuestro concepto de libertad estaría constituido en base a la imposición de los grupos de poder, los cuales forjarían este concepto sin atentar a sus intereses.
Desafortunadamente, el ritmo de la sociedad moderna ha predispuesto una rutina que no incluye en sus actividades la lectura, ya que se limita a buscar sobrevivir día a día, a dejar que las horas se consuman hasta que los cuerpos se avejenten y llegue el final de su ciclo.
En “Verónika decide morir”, Paulo Coelho describe su visión de un estilo de vida rutinario: “Todo en la vida era igual y, una vez pasada la juventud, todo era decadencia: la vejez comenzaba a dejar marcas irreversibles, llegaban las dolencias y los amigos se iban”, motivo suficiente, según el autor, para desear la muerte[4].
A esa idea de vacío, de muerte en vida, Vargas Llosa añade como uno de los culpables a la cultura cibernética, que, a su juicio, monopoliza nuestro tiempo y pensamiento: “La verdad es que el formidable desarrollo de los medios audiovisuales, que, de un lado, ha revolucionado las comunicaciones y, de otro, monopoliza cada vez más el tiempo que dedicamos al ocio y a la diversión, arrebatándoselo a la lectura, permite concebir, como un posible escenario del futuro mediato, una sociedad modernísima, erizada de ordenadores, pantallas y parlantes, y sin libros. Ese mundo cibernético, me temo, será profundamente incivilizado, sin espíritu, una resignada humanidad de robots”[5].
Un viejo proverbio hindú dice que un libro abierto es un cerebro que habla; cerrado, un amigo que espera; olvidado, un alma que perdona; destruido, un corazón que llora.
Para el escritor peruano, además de eso, un libro abierto es vivir en un mundo cuyas leyes transgreden las leyes inflexibles por las que transcurre la vida real, emancipados de la cárcel del espacio y del tiempo, en la impunidad para el exceso y dueños de una soberanía sin límites.
“Salir a cabalgar junto al escuálido Rocinante y su desbaratado jinete por los descampados de La Mancha, recorrer los mares en pos de la ballena blanca con el capitán Ahab o convertirnos en insecto con Gregorio Samsa es una manera astuta de desagraviarnos de las imposiciones de esa vida injusta que nos obliga siempre a ser los mismos, cuando quisiéramos ser muchos otros.
“En ese milagroso intervalo, en esa suspensión provisional de la vida, somos otros. Más intensos, más ricos, más complejos, más felices, más lúcidos”.
Es decir, explica el literato, “la vida soñada de la novela es más bella, diversa, comprensible y perfecta que la real. Ésa es, acaso, la mejor contribución de la literatura al progreso: recordarnos que el mundo está mal hecho y que podría estar mejor, más cerca de lo que nuestra imaginación es capaz de inventar”[6].
Sin embargo, la literatura debe valorarse por su contribución al conocimiento, pero el lector no debe inmiscuirse en escenarios ficticios y negar la realidad construyendo un mundo de mentiras.
En 1933, el dramaturgo asturiano Alejandro Casona escribió “La Sirena Varada”, obra por la que obtuvo el premio Lope de Vega, y por la que poco después fue acusado de fomentar la evasión a la realidad en un momento en que su país necesitaba todo lo contrario, ya que enfrentaba los años duros de la Guerra Civil Española. No obstante, la obra pretendía demostrar que vivir de la fantasía y negarse a ver lo que a otros ojos es reluciente, marca el camino al fracaso, como el mismo lo explicó al también dramaturgo Antonio Magaña Esquivel, quien prologó las ediciones de sus obras en México[7].
“Buscan en la pura fantasía, en la mentira poética un refugio contra la cruda verdad de cada día… En La Sirena Varada, en cambio, después de un largo conflicto con el mundo de la fábula, la realidad triunfa, arrolladora y desnuda”.
En su crítica sobre la creación artística del español, Magaña añade un precepto de la literatura “se preocupa por mostrar que, sin embargo, la realidad duele, pero que a veces no se sabe dónde; de lo cual podría concluirse que la ilusión y el dolor humanos no son sino realidades internas, íntimas, cuyas manifestaciones vienen de lo más profundo del ser”.
Vargas Llosa considera que uno de los primeros efectos benéficos de la literatura ocurre en el plano del lenguaje. “Una comunidad sin literatura escrita se expresa con menos precisión, riqueza de matices, claridad, corrección, profundidad y rigor que otra que ha cultivado los textos literarios.
“Una humanidad sin novelas se parecería mucho a una comunidad de tartamudos y de afásicos. Esto vale también para los individuos. Una persona que no lee, o lee poco, o lee basura, puede hablar mucho, pero dirá siempre pocas cosas porque dispone de un repertorio mínimo de vocablos para expresarse”[8].
[1] Vargas Llosa, Mario. Un Mundo sin novelas, Reader’s Digest. Octubre 2001, tomo CXXII, num 731, pág 78
[2] Ibídem (pág 78)
[3] Ibídem (pág 79)
[4] Coelho, Paulo. Verónika decide morir. Primera edición Debolsillo: marzo, 2009. Pág 16
[5] Vargas Llosa, Mario. Un Mundo sin novelas, Reader’s Digest. Octubre 2001, tomo CXXII, num 731, pág 82
[6] Ibídem (Pág 80)
[7] Casona, Alejandro. Sepan cuentos Núm 223, 25ava edición. Prólogo
[8] Vargas Llosa, Mario. Un Mundo sin novelas, Reader’s Digest. Octubre 2001, tomo CXXII, num 731, pág 79