Manuel Martínez Morales
Pero volvamos a la máquina. Su funcionamiento es muy sencillo. Es autosuficiente (o “sustentable”, como luego se dice). Produce sí, ganancias desorbitantes… ¿Qué? ¿Invertir parte de esas ganancias en paliar el hambre, el desempleo, la falta de educación? ¡Pero si precisamente son esas carencias las que hacen andar esta preciosura! ¿Qué tal, eh? Una máquina que produce al mismo tiempo el combustible que necesita para andar: la miseria y el desempleo.
El sup Marcos
El dilema es civilizatorio, sostiene Víctor Toledo, comenzando porque todo se mueve hacia la acumulación de una energía que debe disiparse, y que hoy se encuentra contenida, suprimida, marginada. El régimen de opresión que padecemos los mexicanos parece no tocar fondo… Las nuevas formas parasitarias y de explotación que provocarán una brutal devastación del patrimonio biocultural del país (el segundo en el mundo), va alineando en el campo de batalla a dos finalistas. Se trata de un verdadero choque de civilizaciones, no en el sentido que lo planteó el politólogo estadunidense Samuel Huntington, sino de acuerdo con lo que vislumbró el antropólogo mexicano Guillermo Bonfil en su libro México profundo. Esta es una perspectiva que encuentra sus fundamentos en la ecología política, porque la batalla de escala civilizatoria es también un rudo encuentro de proyectos. De proyectos de vida contra proyectos de muerte. En ese sentido es probable que el territorio mexicano sea, como algunos otros (por ejemplo el de algunos países africanos), el laboratorio de una batalla que se reproducirá y multiplicará por todos los rincones del planeta en el futuro próximo. El dilema mexicano no es sino un caso más, con sus debidas particularidades, de un deslinde de dimensión universal que lleva como sustento ese choque de civilizaciones.
La civilización opresora es la civilización industrial, continúa Toledo, cuyo motor profundo, oculto o visible, es el capitalismo en su fase corporativa y global, el cual lleva como sus dos brazos principales al aparato científico y tecnológico y un mercado dominado por la usura y la ganancia. Esta civilización opresora disfraza sus fines perversos, el lobo se pone la piel de oveja, bajo los paradigmas de lo moderno, el progreso, el desarrollo y la eficacia tecno-económica, todos convertidos en dogmas que alimentan una falsa conciencia, y que se hallan sumergidos e impresos en los genomas de quienes los pregonan.
La destrucción de la naturaleza, que ha adquirido sus máximas expresiones históricas bajo la civilización industrial, sitúa esta batalla en un plano inédito, nunca imaginado por ninguno de los más avezados pensadores críticos.
Por una parte somos herederos y vivimos las consecuencias de la “civilización industrial”, signada principalmente por la ciencia y la técnica modernas, no solamente por la función utilitaria que tienen en la industria, en el aparato productivo en general; sino también porque inducen una particular y sesgada concepción del mundo natural y de la sociedad.
Una de las imágenes que mejor ilustran, a mi entender, el tránsito de la sociedad pre industrial a la civilización industrial es aquella descrita por no recuerdo que historiador, de un telar mecánico impulsado por la fuerza motriz humana, el cual consistía en una especie de jaula de madera en cuyo interior se acomodaba el operador para impulsar mediante pedales y manubrios el funcionamiento de esa protomáquina que producía, en el mismo tiempo, lo que hacían 10 obreros trabajando con los telares tradicionales (cada hombre operando un telar). En apariencia la máquina ahorra trabajo, pero el operador único del horrendo telar-jaula pedaleaba por 10 horas diarias por el mismo salario que recibiría si manejara un telar tradicional. Por otra parte el trabajo de los 10 operadores que desplazaba desaparecía, es decir que 9 obreros perdían su trabajo.
Ya instaurada la revolución industrial, que introduce el empleo de nuevas formas de energía y mecanismos para mover las máquinas que ya no dependían de la fuerza motriz humana, las contradicciones entre hombre y máquina se agudizan. En pleno siglo XIX, Federico Engels lo señalaba con meridiana claridad.
Aunque se diga que ‘la maquinaria favorece al obrero’, apuntaba Engels, en realidad ‘va dirigida en contra del trabajo’. También, por primera vez, relaciona la cuestión de la división del trabajo con la cuestión de la máquina. Engels tratará la cuestión frecuentemente hasta escribir, en 1845, La situación de la clase obrera en Inglaterra, obra en la cual aporta ya elementos claros en cuanto a la preocupación de la tecnología como tal:
“En 1763 comenzó el Dr. James Watt, de Greenock, a ocuparse de la construcción de la máquina de vapor, a la que dio cima en 1768. En 1763, mediante la introducción de principios científicos, sentó Josiah Wedgwood las bases para la alfarería inglesa. Y en 1764 inventó James Hargreaves, en Lancashire, la spinning-jenny, una máquina que, movida por un solo obrero, permite a éste hilar dieciseis veces más cantidad de algodón… En 1768, un barbero de Preston, Richard Arkwright, inventó la spinning-throstle… En 1776 inventó Samuel Crompton en Bolton, la spinning-mule… En 1787 inventó el Dr. Cartwright el telar mecánico… Su consecuencia inmediata fue el nacimiento de la industria inglesa, comenzando por la elaboración industrial del algodón… El impulso dado a la industria algodonera no tardó en extenderse a las demás ramas… Con estos inventos, perfeccionados desde entonces año tras año, se había asegurado el triunfo del trabajo mecánico sobre el trabajo manual. La división del trabajo, el empleo de la fuerza hidráulica y sobre todo de la fuerza de vapor y el mecanismo de la maquinaria son las tres grandes palancas por medio de las cuales la industria saca de quicio al mundo. El tejedor mecánico compite con el tejedor manual y el tejedor manual sin trabajo o mal pagado hace la competencia al que tiene trabajo o gana más, y procura desplazarlo. Cada perfeccionamiento de la maquinaria deja sin pan a muchos obreros.”
Esta imposición de la máquina sobre los hombres fue alcanzando una mayor profundidad y extensión en la medida que se consolidaba la “civilización industrial” sostenida consecuentemente por el modo de producción capitalista. Extensión que alcanza a la sociedad entera; esto es los hombres son reducidos a la función de ser simples engranajes de una gran maquinaria que se extiende más allá de las fábricas. La sociedad misma es contemplada y diseñada como una enorme y compleja máquina.
Habrá que considerar también lo afirmado por Lewis Mumford de que lo que llamamos, en sus resultados finales, “la máquina”, no era el subproducto pasivo de la técnica misma, desarrollándose a través de pequeñas ingeniosidades y perfeccionamiento y finalmente extendiéndose por todo el campo del esfuerzo social. Al contrario, la disciplina mecánica y muchas de las invenciones fundamentales fueron el resultado deliberado por alcanzar una forma de vida mecánica: el motivo que estaba a la base de este hecho no era la eficiencia técnica, sino la felicidad o el poder sobre otros hombres. El europeo occidental concibió la máquina porque anhelaba regularidad, orden y certidumbre, porque deseaba reducir el movimiento de sus semejantes, así como el comportamiento del medio a una base más definida y calculable. (Lewis Mumford: Técnica y Civilización. Alianza Universidad, 1971)
Lo que sucede, diría Mané, es que no somos muy conscientes que hasta el momento el sistema económico vigente –léase capitalismo corporativo- funciona como una máquina. Nos tragamos la ilusión de que la forma social es obra de nuestros propios actos y decisiones, y rechazamos aceptar que solamente somos un engranaje más de lo que un amigo mío llama “la máquina trivial”: aquella que está perfectamente diseñada para que sea del todo predecible lo que, dados insumos conocidos, el “input”, producirá en cada momento, el “output”.
Y la máquina capitalista –nada trivial- continúa con su incesante producción de desorbitantes ganancias para una minoría; miseria y hambre para el resto que con su trabajo produce precisamente la riqueza de la que se apodera la minoritaria clase dominante. La máquina produce también el opio necesario para que se acepte que así es como debe ser, que no hay alternativa posible. Así pues incluye también un estudio de tv, uno de radio y una mesa de redacción –dice Marcos: “No son para ver televisión, ni escuchar radio, ni leer periódicos y revistas, eso es para mal nacidos. Son para producir la información y el entretenimiento de quienes hacen andar la maquina. ¿No es genial?”
La máquina capitalista para su funcionamiento, afirman los zapatistas, demanda homogeneidad de insumos y productos, pues la producción en serie de mercancías homogéneas es el otro signo distintivo de la máquina, ya que de otra manera no funcionaría eficientemente, es decir no produciría ganancias. Para ello se requieren también hombres y mujeres –engranajes de esta terrible máquina- homogéneos, es decir que no muestren diferencias que harían disfuncional a la máquina. Así, salen sobrando aquellos hombres y mujeres que no se engranan a la maquinaria ni aceptan sus dictados: indígenas, homosexuales, punketos, anarquistas, jóvenes inconformes, ancianos, críticos del sistema, mujeres rebeldes…
Entonces la máquina se vuelve contra los diferentes y, ya sea mediante el sistema educativo, la represión directa, la cooptación o el lavado de cerebro, intenta asimilarlos como insumos útiles para la producción, ¿qué tal el término “capital humano”? ¿no es revelador?
La conclusión, en palabras de Víctor Toledo, es contundente: Los impactos sobre el ecosistema planetario, provocados no por la humanidad, como suele afirmarse, sino por el Homo industrialis y, más precisamente, por el capitalismo global, han sido de tal envergadura y magnitud, que, según los reportes de amplios grupos de científicos de innumerables países, estamos ya ante una nueva fuerza geológica que obliga a reconocer la existencia de una nueva era en la historia del planeta. El Antropoceno, como se le ha denominado, parece iniciarse en 1950, momento en que todo se acelera, es decir, adquiere ritmos inéditos, y parece que terminará un siglo después, en 2050, cuando todos los escenarios apuntan hacia una sola dirección: el colapso. Se trata entonces de una civilización suicida, a la que contribuye todo miembro de la especie por razones de desinformación, ingenuidad, interés individual o simple cinismo. Estamos entonces frente a un gigantesco proyecto de muerte, ante un reto existencial de especie, e incluso frente a un proceso social que se enfrenta al propio proceso evolutivo del cual ha surgido y del que forma parte. La idea de que el ser humano ha progresado conforme el tiempo avanza se ha convertido quizás en el supremo mito, en la más grande mentira repetida por quienes se aprovechan de ese estado de gracia llamado modernidad…
En el caso de México, la civilización que resiste es la civilización mesoamericana (y en cada país existe la presencia, la reminiscencia o la ausencia de esa en función de su particular historia), un modelo societario con una antigüedad de al menos 7 mil años, que, a diferencia de procesos similares en Mesopotamia, Egipto, China, India o los Andes, evolucionó de manera casi aislada, es decir, sin contacto certificado con otras civilizaciones. La civilización mesoamericana creó el maíz y otras más de 100 especies de plantas, unas 300 lenguas diferentes, una matemática y una astronomía que permitió explorar el firmamento y medir el tiempo, una arquitectura que desembocó en monumentos y enormes construcciones urbanas, una agroecología y una agroforestería que desarrolló formas simbióticas con la naturaleza, una religión politeísta y naturalista con dioses y diosas y, especialmente, una manera de organización social basada en la comunidad como núcleo o célula de la sociedad entera. ¿Qué argumentos y evidencias permiten suponer que esta civilización existe y persiste? ¿Por qué afirmamos que son los mesoamericanos los que terminarán enfrentando al ogro industrial? ¿Acaso no es esta una posición romántica o idealizada? (Víctor M. Toledo: México: la batalla final es civilizatoria. http://www.jornada.unam.mx/2014/07/22/opinion/017a2pol )