Hanns-Christian Gunga, del Centro de Medicina Espacial de Berlín, Alemania, ha dedicado su vida a estudiar cómo se adaptan los humanos a los entornos extremos, y quería saber cómo se regula la temperatura corporal de los astronautas en el espacio.
Aquí en la Tierra perdemos gran parte de nuestro calor corporal a través de la convección – el aire en contacto con nuestra piel se caliente y se eleva, siendo reemplazado por aire más frío. Un ventilador nos ayuda a refrescarnos al acelerar este proceso.
En condiciones de microgravedad, como las que experimentan los astronautas en el interior de la Estación Espacial Internacional, no hay convección. Los astronautas tienen calor desde los inicios de la exploración espacial. “Cuando hacía ejercicio físico tenía mucho calor, al terminar flotaba hasta el ventilador más cercano para refrescarme”, recuerda el astronauta de la ESA André Kuipers.
Para comprender cómo se adapta el cuerpo humano a estas condiciones era necesario monitorizar la temperatura corporal de los astronautas de forma continua durante un periodo prolongado. Así es como nació el experimento Thermolab, pero primero había que resolver un problema práctico.
Un termómetro mide una temperatura diferente en función de dónde y cuándo se utilice. La temperatura corporal es más baja en los pies, y alcanza un mínimo entre las cuatro y las seis de la mañana. Los investigadores y los médicos utilizan lo que se conoce como la temperatura del núcleo del cuerpo – la temperatura en el interior del pecho – para comparar resultados.
Medir la temperatura del núcleo no es sencillo, ya que para obtener buenos resultados habría que poner el termómetro lo más cerca posible del corazón. Existen muchos tipos de termómetros, desde los que se ponen debajo de la lengua a los que se insertan en el oído, pero desafortunadamente la forma más precisa de medir la temperatura del núcleo era por vía rectal.
Aparte de ser incómodo, este método no resulta práctico por muchos motivos: requiere mucho tiempo y no se puede pedir a los astronautas que paren de trabajar para insertarse un termómetro.
El profesor Gunga decidió utilizar una técnica que había desarrollado y probado con bomberos, que consiste en medir cómo varía el calor radiado por la frente. Un simple cálculo permite obtener la temperatura del núcleo corporal con gran precisión.
Un total de once astronautas utilizaron estos sensores para medir su temperatura corporal en dos sesiones, la primera al cabo de tres meses en el espacio y la segunda justo antes de regresar a la Tierra.
El sensor funciona tan bien que ya está siendo utilizado en ambientes extremos por bomberos, los voluntarios de Mars500 y en la Antártida.
Un termómetro de alta precisión, que se pueda leer a distancia y que permita monitorizar la temperatura del núcleo de forma continua tiene un enorme potencial. Este sensor ya se está utilizando en operaciones a corazón abierto en niños, pero se podría convertir en un instrumento común en hospitales, ofreciendo una forma más precisa y más barata de monitorizar a los pacientes.
El experimento Immuno demostró que la temperatura corporal de los astronautas aumenta un grado tras pasar dos meses en el espacio, y no regresa a su valor habitual. Todavía no está claro qué es lo que provoca esta ‘fiebre espacial’, pero tiene serias consecuencias.
Comparando estos datos con otros estudios se descubrió una correlación con los niveles de interleucina-1, la proteína que provoca la fiebre cuando estamos enfermos. Esto significa que los astronautas tienen una fiebre leve pero constante mientras están en el espacio.
Elevar la temperatura corporal un grado requiere un 20% más de energía, que se obtiene de la comida. Hasta que comprendamos mejor las causas de esta ‘fiebre espacial’, habrá que enviar más comida a los astronautas en las naves de reabastecimiento.
El profesor Gunga explica el uso del sensor de temperatura utilizado en el estudio de seguimiento de los ritmos circadianos