Laberinto en el cerebro

Laberinto en el cerebro


Manuel Martínez Morales

Para encontrar el alma, es necesario perderla.

A.R. Luria

Una de las más arraigadas supersticiones derivadas del ejercicio enajenado de la ciencia, es la de creer que el origen de la conciencia se encuentra en las intrincadas redes neuronales del cerebro, en los procesos cuánticos realizados al interior de las neuronas o en la estructura y funcionamiento de diversas proteínas que circulan por el cuerpo. En última instancia se parte de la premisa implícita de que los fenómenos asociados a la inteligencia y a la conciencia son consecuencia, básicamente, de procesos que residen en el individuo. En esta perspectiva, la interacción del individuo con el medio solamente brinda la oportunidad de dar contenido a las formas esenciales de la inteligencia y la conciencia individuales.

Aceptar esta creencia tiene serias implicaciones sobre la forma en que se aborda el estudio de la manera en que se procesan y organizan nuestras percepciones sensoriales y, también, sobre los esquemas epistémicos aplicados al análisis de operaciones intelectuales como son la elaboración de conceptos, la abstracción, la generalización y los patrones de razonamiento, tanto deductivo como inductivo; lo cual, claramente, tiene importantes consecuencias sobre la forma en que se lleva a cabo y se organiza la investigación científica y, por supuesto, sobre los paradigmas cognitivos que orientan la práctica educativa. Para no hablar de los problemas de la libertad y la necesidad, de la causalidad y el determinismo; esto es, de si el ser humano puede desarrollar su conciencia y actuar con márgenes de libertad y autonomía sobre su medio, para transformarlo, o si está sujeto, fatalmente, a las determinaciones naturales y sociales.

En torno a esta problemática, resultan de primera importancia las aportaciones del psicólogo ruso Alexander Romanovich Luria (1902-1977), a quien muchos consideran el fundador de la neuropsicología. En diversas obras, Luria sostiene que el origen de la inteligencia y la conciencia no hay que buscarlas en las profundidades del cerebro o de la mente, sino en la praxis social de los individuos y en la condiciones históricas y culturales en que se desempeñan. En particular, en el libro Bases sociales y culturales del desarrollo cognitivo, donde presenta los resultados de una investigación de corte psicosocial llevada a cabo en la década de los treinta en la región de Uzbekistán, Luria concluye que “estos hechos muestran convincentemente que la estructura de la actividad cognoscitiva no permanece estática en los diferentes estadios de desarrollo histórico, y que las más importantes formas de los procesos cognitivos –percepción, generalización, deducción, razonamiento, imaginación y la percepción interna de uno mismo-  varían en la medida que cambian las  condiciones de la vida social… nuestras investigaciones muestran que a medida que cambian las formas básicas de la actividad social, que los sujetos se alfabetizan y  se alcanzan nuevas formas de práctica histórica y de organización social, ocurren cambios mayores en la actividad mental de los hombres. Estos cambios no se limitan a una simple expansión del horizonte, sino que implican la creación de motivos nuevos para actuar y afectan radicalmente la estructura de los procesos cognitivos.”

Los resultados de la investigación no dejan lugar a dudas. En poblaciones con diferentes condiciones socioeconómicas, se observaron diferencias notables en la forma en que se perciben las cosas, las formas en que se clasifican los objetos, la capacidad de abstracción, los procesos de inferencia -deductiva e inductiva-, la resolución de distintos tipos de problemas, la imaginación y la percepción y la conciencia de sí mismo.

Ahora bien, en los paradigmas que orientan la práctica educativa en nuestro país predomina la superstición señalada al principio de este artículo, es decir se sigue creyendo que hay que desarrollar las capacidades intelectuales y la conciencia de los individuos a partir de un enfoque individualista; esto es, que los procesos cognitivos dependen de atributos individuales y que sólo hay que “desarrollarlos”. Toda la práctica pedagógica a la que he estado expuesto y la que veo a mi alrededor está basada, indiscutiblemente, en este supuesto. Los datos estadísticos no dejan de mostrarnos la ineficacia e ineficiencia alarmante del sistema educativo: el alto grado de analfabetismo absoluto, las existencia del analfabetismo funcional aún en individuos que han asistido a las universidades, el bajo rendimiento en pruebas estandarizadas de dominio del idioma, razonamiento numérico y razonamiento verbal, baja capacidad de abstracción en general y dificultades para la aplicación de razonamiento inferencial, aptitudes poco desarrolladas para la resolución de problemas, la escasez de conocimientos fácticos sobre el mundo contemporáneo, y miles de etcéteras.

Creo que aquí hay una realidad que la mayoría de los investigadores en las ciencias sociales y en la educación no quieren mirar: la realidad de una sociedad dividida en clases sociales, en la cual los individuos integrantes de las clases dominadas, constituidas por la inmensa mayoría de los habitantes de este país, están en una total desventaja social y cultural que no se reduce al ámbito exclusivo de la miseria económica.

En la mal llamada Reforma Educativa estos aspectos –las bases sociales del conocimiento- para nada son tomados en cuenta, ni en la definición del también mal llamado “modelo educativo”.

Reflexionar para comprender lo que se ve y lo que no se ve.

 

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