El 30 de mayo de 1967 fue el día en que entró a imprenta «Cien años de soledad» de Gabriel García Márquez, una de las novelas insignia de la literatura latinoamericana del siglo XX, editada en Buenos Aires, Argentina, por la editorial Sudamericana.
Pero la historia de su nacimiento es mucho más atrás.
Un día, Álvaro Mutis, pasó por García Márquez a bordo de un viejo Ford rojo y le dijo que lo iba a llevar de viaje a un paraíso mexicano llamado Veracruz, que se asemejaba mucho a su tierra natal. El escritor se enamoró a primera vista de aquel lugar y decidió al poco tiempo instalarse con su familia en esa cálida región.
Cierta mañana, a bordo de un autobús, mirando los soleados paisajes de tierras jarochas, tuvo la visión de su tierra natal, y más aún, de una historia épica, arquetípica y fantástica desarrollada en el contexto latinoamericano como testimonio de su complejidad, riqueza y diversidad de culturas. Gabriel comenzó a escribir Cien años de soledad.
Tecleó furiosamente en su máquina de escribir por más de 14 meses en el estudio al que llamaba “La cueva de la mafia”. Su agente oficial desde 1962, Carmen Balcells, le consiguió un contrato de mil dólares por la publicación de sus cuatro novelas conocidas en Estados Unidos, y aunque Gabo se quejó en un principio por la suma, pensó que le sería suficiente para concluir su proyecto.
Se apartó por completo de las reuniones sociales y de intelectuales. Se cuenta que durante el proceso de creación de Cien años de soledad sufrió de fuertes dolores de cabeza que no lo dejaban en paz hasta que la concluyó.
Tiempo después confesaría: “Me sentía poseído, como si mi cuerpo entero y mi alma estuvieran colonizados por la novela”.
Sus hijos Rodrigo y Gonzalo se acercaban al estudio de su padre sólo a la hora del almuerzo o cuando Gabriel interrumpía el libro para llevarlos al parque para despejar la cabeza. Pero ni así podía apartarse de la trama de la legendaria familia que habitaba en Macondo. Llegó al punto de sufrir en carne propia la muerte del personaje de Aureliano Buendía.
Esa tarde subió al cuarto del dormitorio donde Mercedes dormía -en la Ciudad de México- y le comunicó la muerte del coronel. Se acostó a su lado y estuvo llorando dos horas. Cuando a mediados de 1966 finalizó Cien años de soledad, se confesó desconcertado, desnudo, se preguntaba en voz alta que iba a hacer en adelante.
Los capítulos originales los leyeron, entre otros, el crítico literario Emmanuel Carballo, quien de inmediato aseguró encontrarse con una obra maestra. La novela no se editó en Era, sino que la envió a la casa de publicaciones de origen argentino Sudamericana.
Para pagar la correspondencia del manuscrito, el autor y su mujer tuvieron que formarse por varias horas en el Monte de Piedad del Centro Histórico para empeñar el secador, la batidora y el calentador. Mercedes le comentó: “Oye, Gabo, ahora lo único que falta es que esta novela sea mala”.
La novela salió a la venta el 5 de junio.
En pocos días los directivos de la editorial le respondieron con un contrato y una suma de adelanto sin precedentes en América Latina, 500 mil dólares. Con aquel dinero terminarían finalmente sus penurias económicas. En México, Cien años de soledad no sólo fue recibida con entusiasmo por Carlos Fuentes y otros amigos del Gabo, sino por los mismos lectores cuando vio la luz.
Carlos Fuentes, amigo desde esa época de García Márquez, había leído los primeros capítulos antes de su publicación y le escribió a Julio Cortázar: «Acabo de leer una obra maestra. La novela de Gabo nos libera a todos».
A los 15 días se preparó una segunda edición de 10 mil ejemplares y en toda América Latina había una gran demanda. En México se solicitaron 20 mil ejemplares y en países extranjeros querían publicarla en su idioma. Todos hablaban de la novela ilustrada por Vicente Rojo. En tan sólo tres años vendió 600 mil ejemplares, y en ocho, aumentó a dos millones, el resto es historia.