“Podría estar encerrado en una cáscara de nuez y sentirme rey de un espacio infinito”, escribió William Shakespeare en Hamlet, frase que retoma Stephen Hawking para titular su libro El universo en una cáscara de nuez. Ahora, el escritor mexicano Carlos Chimal hace honor a esas analogías en El universo en un puñado de átomos.
Bajo el sello de Editorial Tusquets, esta obra describe la curiosidad que ha prevalecido a lo largo de la humanidad sobre el origen del universo y por conocer lo infinitamente pequeño de la materia.
Es de esta forma que abre la puerta de la Organización Europea para la Investigación Nuclear (CERN, por sus siglas en francés) para narrar su historia, los avances científicos que se han generado desde su fundación en 1954 y, sobre todo, la dinámica del mayor laboratorio de partículas en el mundo.
A través de sus líneas, Chimal invita al lector a recorrer los pasillos de uno de los más importantes centros de investigación, a sentarnos a la mesa de su comedor central y ser parte de las conversaciones que tiene con las mentes más brillantes del mundo, entre ellos varios premiados con el Nobel.
Este libro forma parte de una colección integrada por Luz interior y Armonía y saber, los cuales contienen entrevistas con más de una veintena de premios Nobel, así como de Tras las huellas de la ciencia. Un acercamiento universal, que recoge su experiencia con la ciencia. Todas estas obras se han conformado a partir de sus múltiples estancias en el CERN con apoyo del Consejo Británico.
Este “novelista curioso” comparte con la Agencia Informativa Conacyt que el lector se encontrará con una historia cervantina y shakesperiana a la vez, en la que podrá conocer los sentimientos de los personajes que habitan y visitan este lugar, ubicado en la frontera entre Suiza y Francia.
El universo en un puñado de átomos se presentará el 26 de septiembre próximo en el CERN.
Agencia Informativa Conacyt (AIC): ¿Por qué describir el CERN, su vida cotidiana, las personas que por ahí pasan?
Carlos Chimal (CC): Porque me di cuenta que era un lugar fascinante, que las verdaderas ideas de la imaginación, las verdaderas ideas de la fantasía están ahí, en esos lugares.
Al principio cuando llegué al CERN seguro se preguntaban qué hacía ahí un escritor mexicano, porque si fuera un corresponsal de The New York Times tendría sentido para ellos. Cuando se dieron cuenta que simplemente quería hacer lab life, es decir vida de laboratorio, estar viendo cotidianamente cómo se comportan, y regresaba con alguna publicación en Letras Libres, me empecé a ganar el prestigio, fui aceptado por la comunidad y empecé a platicar con mucha gente.
Platicaba con los experimentalistas, pero también con los mentalistas, es decir, con los teóricos, que es un pequeño grupo de élite que está en el CERN. Uno de ellos, Luis Álvarez Gaumé, un español que es un tipazo, me decía que había una historia oculta del CERN que nadie se había atrevido a contar, que es la historia de los aceleradores y de los detectores, de los fierros que están ahí. Entonces dije, aquí está mi historia, el leitmotiv, contar por qué se aceleran las partículas de esa manera, qué son las cámaras de burbuja, las cámaras de niebla.
Para la presentación en el CERN he invitado a mis amigos y les he enviado la portada del libro y se emocionan, porque consideran que refleja de forma precisa lo que hacen. Este niño puede ser Augusto (Tito) Monterroso u Octavio Paz, gente lúdica, gente verdaderamente curiosa, honesta frente al mundo, que no te da gato por liebre.
AIC: ¿Cómo logras ese elemento que te permite mezclar la historia, la ciencia y la literatura?
CC: Porque me lo encontré, porque tienes que ser sensible. Me tocó que fui el primer escritor que usó Internet y equipo de cómputo para laborar. Muchos investigadores en esa época salían huyendo de las computadoras, solo físicos y matemáticos se acercaban a ellas, y un loco escritor como yo.
Con las primeras computadoras en 1984 o 1985, las usé y cuando empezó el Internet en la década de 1990, el Cinvestav pudo conectarse con la computadora CRAY de la UNAM al CERN; en ese tiempo yo ya estaba expoliando e investigando las bases de datos.
De pronto me lo empecé a encontrar, empecé a ir al CERN y descubro que Jorge Luis Borges está enterrado en Ginebra y que escribió Jardín de los senderos que se bifurcan, un cuento que tiene que ver en cierta parte con la mecánica cuántica, de cómo las partículas se bifurcan.
Y del otro lado de Ginebra está el pueblito Ferney-Voltaire, y Voltaire —que fue un gran entusiasta de la ciencia en su momento— tradujo junto con Émilie du Châtelet los «Principia» de Newton, del latín al francés.
Luego me encontré con Daniele del Giudice, quien escribió una novela peculiar llamada Atlas occidental, que es una gran historia alrededor del CERN que es la plática de un investigador joven que se encuentra con un viejo escritor ginebrino en el aeródromo de Ginebra en los años 70, a ambos les gusta volar aviones como pilotos aficionados y empiezan a reflexionar sobre lo que significa ver partículas.
En una ocasión, Tito me dijo: «Chimal yo quiero saber más sobre eso», y me hizo una paráfrasis de su propio cuento al apuntar ‘y cuando despertaste, el Bosón de Higgs ya estaba ahí’.
AIC: ¿Qué se encuentra el lector que se acerca a este libro?
CC: Se va a encontrar una crónica de los grandes días del átomo, es como una bitácora de navegación al interior de la materia, es descubrir la intimidad de la materia y tratar de aprender de ello.
El libro intenta hacer honor a esas horas que me han dedicado los investigadores, porque me reciben, los grabo y les pregunto, a veces entro en las discusiones con mis matemáticas muy elementales, pero trato de aprender.
Es una narración interesante, un gran cuento real de las cosas que realmente suceden, una reflexión filosófica de por qué suceden, sobre lo que es y lo que no es, lo que puede llegar a ser y lo que no.
A mí una de las grandes cosas que me gustaría sucediera con mis libros es que sean el trampolín para otros libros, que después lean los de Gerardo Herrera, y eso sería una gran cosa. Servir de puente, juntos cruzarlo y ya luego que caminen solos por donde quieran.
AIC: ¿Cuál es la estrategia que utilizas al narrar la vida cotidiana sin perder la objetividad como periodista y como escritor?
CC: Trato de no perderla con mi entrenamiento como novelista, con lo que aprendí de Octavio Paz y de José Emilio Pacheco, que también fue muy entusiasta de lo que hago.
Intento hacer honor a ese entrenamiento, ser sensible. A veces voy como un invitado de piedra, simplemente llego a observar y trato de hospedarme dentro, porque hay cocina, y cuando estás cocinando puedes platicar con la gente de otra manera, les digo que soy un visitante y platico de otros temas.
También voy con Gerardo Herrera, a quien aprecio mucho porque me ha abierto las puertas, y a veces platicamos con la cámara abierta o sin ella. Todos los directores han tenido la amabilidad de recibirme. Últimamente la primera mujer directora del CERN, Fabiola Gianotti, que es una chava padrísima, he tenido conversaciones muy interesantes y diversas, porque además es muy buena pianista.
A veces voy al comedor central y platico con la gente, a veces sin cámara ni grabadora, solo con la memoria, y luego corro a escribir.
AIC: El libro está escrito de manera tan afable, ¿a qué lector está dirigido?
CC: Siempre pienso en un lector curioso, interesado en las cosas, que tiene ganas de hacer el esfuerzo por conocer y entender, porque solo lo difícil es bello, solo aquello que tiene cierta dificultad, lo que es ‘facilón’ está bien, pero no es lo que me atrae porque no hay un desafío.
Tampoco se trata de ir a cosas inescrutables, sí hay claves de comprensión, sí hay puntos de fuego que si sabes entenderlo la gente lo va a tomar, la gente es inteligente. Todo mundo sabe, puede hacerlo y, claro, tiene que hacer un esfuerzo.
El otro día me pasó una cosa muy curiosa; fui a comprar un jamón y un paté de chocolate, llevaba puesta una rompevientos con el logotipo del CERN y cuando me doy la vuelta el chico del jamón me dice ‘oiga, yo he leído de esas cosas, ¿usted va ahí?’. Y le respondí que acababa de salir mi libro y él aseguró que lo compraría inmediatamente. Entonces cualquiera puede acercarse a él.
No pienso en alguien particular, sino en alguien que sea curioso e interesado.
AIC: ¿Todas las historias y anécdotas que narras, son vividas por experiencia propia?
CC: Claro que sí. Todas son cosas que están en la realidad. A mí la literatura fantástica y de ciencia ficción me parece aburrida y tonta, porque lo que hacen es meter a sus lectores en cárceles paranoicas (…) Creo que la verdadera imaginación está aquí, en la realidad. Creo que se deben escribir las novelas naturalistas.
AIC: ¿Cómo describirías el CERN?
CC: Es un lugar fascinante en el que hay un aquelarre, una gran fiesta del conocimiento, que tiene muchas aristas en las que puedes construir un objeto a tu gusto, por ejemplo un poliedro.
Es impresionante que está ahí toda la comunidad internacional, más que en la Estación Espacial Internacional. Hay mexicanos, peruanos, brasileños, turcos, iraníes, ¡cómo es posible, es una maravilla! Hay alemanes, ingleses (que todos esperan que no se vayan).
Además muy cerca tienes los Jura, ese gran macizo de los pre Alpes suizos, y al otro lado está Mont Blanc, a donde puedes ir a ver el mundo a cinco mil metros de altura.
AIC: De las experiencias que has vivido, ¿qué aspecto ha influido en ti personalmente?
CC: La humanidad que he encontrado ahí, la apertura de todos ellos, la gente que sin hacerse mayores rollos si te dicen que te recibirán a tal hora, lo hacen, y si creen que es conveniente e interesante para él, lo hacen; hay otros que te dicen que no quieren, pero no están jugando contigo.
Además hay mucha discusión porque los físicos son los filósofos naturales del siglo XXI, son hipercríticos y además son muy buenos lectores, hay algunos que han leído gran parte de la literatura mexicana, más que muchos críticos. Son gente muy culta y divertida.
Hace algunos años, cuando se echó a andar el HLC (Gran Colisionador de Hadrones) tuvo el calentamiento de unos fierros que no estaban bien soldados, y como el acelerador tiene que estar muy frío se calentó y la criogenia se tronó, se tuvieron que quitar y se perdieron miles de euros y meses de trabajo. Pero para aligerar las cosas, cuando se limpiaron los superconductores, uno de ellos se puso frente al restaurante con la leyenda ‘LHC est pas sorcière’, es decir no es un brujo esa cosa lúdica.
Podemos ser mejores personas, si lo leen espero que lo sean, que evitemos el caos y la violencia, que intentemos salir de todo eso.