Nuria Jar, SINC
¿Los cerebros de mujeres y hombres son diferentes por naturaleza? Es una discusión eterna, pero quizá aún tengamos el córtex prefrontal algo inmaduro para llegar a una conclusión convincente. Hace una década, Steven Pinker y Elizabeth Spelke, psicólogos cognitivos de prestigio y compañeros en la Universidad de Harvard (EE UU), protagonizaron un largo debate de dos horas sobre la ciencia del género para afrontar posiciones.
Aquel cara a cara era una respuesta sesuda a las desafortunadas declaraciones del su entonces jefe Lawrence H. Summers, presidente entre los años 2001 y 2006 de la segunda mejor universidad del mundo. En uno de sus discursos, este economista estadounidense dijo que, por razones biológicas, los hombres eran mejores en matemáticas y ciencias que las mujeres. ¿Qué hay de cierto en ello?
Entre 2009 y 2010, dos tercios de los estudios de neuroimagen especularon con diferencias sexuales, sin apenas datos
Según Pinker –él– hay actitudes y motivaciones intrínsecas que nos diferencian desde la primera semana de nacer. Por ejemplo, mientras ellos prefieren la mecánica y la manipulación de objetos, ellas se inclinan por la empatía hacia las personas y sus emociones. En cambio, Spelke –ella– cree que las disparidades entre sexos se deben a la discriminación y motivos sociales.
A finales de 2014, Cordelia Fine, de la Universidad Macquaire de Sídney (Australia) advertía en la revista Science cómo el sexismo sesga la manera en que los investigadores ven el cerebro. A pesar de que hasta ahora los datos han sido muy pobres, la creencia popular defiende que los cerebros de hombres y mujeres son muy distintos. La experta alerta sobre lo que se conoce como ‘neurosexismo’.
Dimorfismo cerebral: negativo
Esta semana, la revista PNAS publicó un trabajo con las resonancias magnéticas de 1.400 cerebros humanos, junto con los análisis de personalidad, actitudes, intereses y comportamientos de 5.500 personas más, para observar las diferencias sexuales en el cerebro “más allá de los genitales”.
A pesar de estas pequeñas disparidades, el equipo de investigación, liderado por Daphna Joel, de la Universidad de Tel Aviv (Israel), no observó una traducción neuronal clara del género en la materia gris, blanca y la conectividad cerebral. Además, las pequeñas diferencias se debieron más a la interacción con el entorno que al determinismo biológico.
“El gran solapamiento [de los resultados] debilita cualquier tentativa de establecer características específicas masculinas o femeninas en el cerebro humano”, concluye el primer estudio sobre dimorfismo cerebral que ha analizado el cerebro como un todo.
En la década de los noventa algunos estudios aseguraban que la habilidad verbal de las mujeres era más precisa, pero un metaanálisis de la Universidad de Utrecht (Países Bajos) recopiló una veintena de estudios similares sobre lenguaje y no concluyó diferencia alguna entre géneros.
Lo mismo pasó con el cuerpo calloso, la comisura cerebral que comunica los dos hemisferios. La revista Science publicó, con mucho revuelo mediático, que había diferencias sexuales en esta área del cerebro, pero otra recopilación de 49 estudios lo desmontó por ofrecer una “relación sencilla” que puede crear “una falsa impresión”.
La diferencia es ‘sexy’
Fine confía en las nuevas técnicas de la neurociencia para recopilar mejores datos y evitar “asunciones anticuadas” propias del neurosexismo que la investigadora denuncia, junto con otros colegas. Este toque de atención llega después de que entre 2009 y 2010 dos terceras partes de los estudios de neuroimagen “especularan con el comportamiento de género, a pesar de contar con pocos datos”.
“Hay más diferencias entre los hombres que han sido padres y los que no”, dice Eliot
Los científicos saben que los editores de las revistas científicas “no están interesados en los resultados negativos” y que “las diferencias sexuales son sexis”. A la fórmula mediática se añaden los departamentos de prensa de la universidades, que están “ansiosos” por lanzar estos datos, admite Lise Eliot, autora del libro Cerebro rosa, cerebro azul y profesora de neurociencia en la Escuela Médica de Chicago de la Universidad Rosalind Franklin (EE UU), donde investiga el cerebro infantil y el desarrollo del género.
Eliot ha puesto en tela de juicio muchos estudios que evalúan las diferencias entre sexos aparentemente de forma objetiva. “La diferencia no es tan grande como reforzamos culturalmente”, comenta, y añade que incluso hay más diferencias dentro del mismo sexo, por ejemplo, entre los hombres que han sido padres y los que no.
En este escenario, un estudio que dé lugar a titulares como «Las diferencias de cableado entre los cerebros masculinos y femeninos podría explicar por qué los hombres son mejores leyendo mapas» lo tiene todo para triunfar.
Este fue el caso de un trabajo publicado hace un par de años en la cabecera PNAS, y editado por Charles Gross de la Universidad de Princeton (EE UU), que aseguraba que un cerebro masculino estaba estructurado para facilitar la percepción y la coordinación, mientras que el femenino era más dado al análisis y la intuición.
Estas conclusiones revolucionaron a la comunidad científica, que lo coronó como el estudio más neurosexista de 2013. “Una posibilidad es que los autores no consideraran que sus resultados tienen más que ver con el tamaño del cerebro que con las diferencias sexuales”, denunció Fine en Slate.
Ellos lo tienen más grande
El cerebro masculino es un 11% más grande que el femenino desde el nacimiento y durante el resto de la vida. En este caso, ¿el tamaño importa? Sí para la especie humana, que presume de tener el cerebro más grande en relación con su cuerpo, y que lo dota de una inteligencia única. Pero el mayor volumen de los hombres también se da en otros órganos menos estudiados desde este prisma, como el riñón, el hígado y el corazón.
Además, el hombre es un 15% más pesado y un 8% más alto que la mujer, según datos del Centro Nacional para Estadísticas de Salud de los Estados Unidos. La diferencia de tamaño se presenta desde el nacimiento y se mantiene durante gran parte del desarrollo, excepto de los siete a los once años.
Para mejorar la obtención de nuevos tratamientos, tanto en hombres como en mujeres, los Institutos Nacionales de Salud (NIH por sus siglas en inglés) de los Estados Unidos pedirán a partir de 2016 que los experimentos biomédicos en animales incluyan machos y hembras, tal y como ya se aplicaba en los ensayos clínicos desde 1993 y en otros países como Canadá y los de la Unión Europea de forma similar.
Pero ya hay quienes han criticado esta decisión. Sarah S. Richardson, investigadora de historia de la ciencia en la Universidad de Cambridge (EE UU), muestra su desacuerdo. Según ella, además de los factores biológicos, los factores sociales pueden incidir en los resultados de la investigación. Por eso, alerta que este nuevo diseño de los experimentos puede conducir a error.
No todo el mundo lo ve igual. Eliot está convencida de que la diversidad de sexos debería incluirse tanto en investigaciones con animales o humanos, como en estudios sobre el comportamiento o en células.
Un discurso que refuerza clichés
La mala interpretación de estos estudios va más allá de la ciencia: alimenta los estereotipos sociales
En neurociencia, los estudios basados solo en el sexo masculino superan con creces los trabajos que también incluyen a mujeres: 5,5 por cada uno, según el trabajo de Annaliese K. Berry, investigadora de la Universidad de California en San Francisco (EE UU). El análisis también incluye la investigación biomédica de diez disciplinas diferentes: en ocho de ellas había un sesgo por sexo. La neurociencia –cómo no– es el campo de la biología con más agravio comparativo.
Las diferencias sexuales son “importantes”, pero para Eliot “los neurocientíficos deberían dedicar más atención a la interpretación indebida de sus resultados”, teniendo en cuenta la fascinación del público general por estos temas, que convirtieron en un best seller el famoso libro Los hombres son de Marte y las mujeres de Venus. No hay que olvidar, además, el impacto de estos hallazgos sobre la educación, la igualdad laboral y la salud mental.
Como advierte Janet Shibley, de la Universidad de Wisconsin-Madison (EE UU), las consecuencias de esta mala interpretación van más allá de “una preocupación académica” y también alimentan los estereotipos.