¿Qué tienen que ver las tormentas de polvo en Marte con el crispado debate sobre el rearme promovido por el presidente Reagan en los años 80? Muchísimo, a la vista del decisivo papel del concepto de \’invierno nuclear\’ popularizado por Carl Sagan. El trigésimo aniversario de la publicación de The Cold and the Dark: The World after Nuclear War, el libro que puso ese escenario en el centro de la agenda pública, amerita un repaso de su génesis y recorrido hasta la fecha.
Digamos de entrada que el invierno nuclear es una hipótesis científica sobre el impacto climático de un intercambio limitado de misiles entre potencias enemigas. Postula que el humo y las cenizas eyectadas a la atmósfera por las explosiones y las tormentas de fuego bloquearán el paso de la luz solar, y las temperaturas de la superficie terrestre en verano descenderán una media de 25 grados centígrados. La disrupción duraría meses o años y tendría catastróficas consecuencias en los procesos biológicos, arruinando los cultivos y desencadenando una hambruna mundial.
La preocupación por las repercusiones ambientales de una contienda termonuclear se remontaba a 1957, cuando el químico Samuel Glasstone comparó el oscurecimiento ocasionado por la erupción en Krakatoa con los posibles efectos de las detonaciones nucleares. En 1974, John Hampton advirtió de que tales estallidos podrían alterar la capa de ozono, aumentando la exposición a las radiaciones ultravioletas.
En 1982, el Premio Nobel de Química Paul Crutzen publicó con John Birks el artículo The atmosphere after a nuclear war: Twilight at Noon, alertando del enfriamiento global que produciría la acumulación de humo y hollín en la troposfera tras un ataque con misiles. Y entre 1983 y 1984, Sagan, Turco, Toon, Ackerman y Pollack modelizaron con ordenadores la hipótesis TTAPS (las siglas de los nombres de sus autores), más conocida como \’invierno nuclear\’.
Un apocalipsis climático inspirado en Marte
Sagan no ocultó que se inspiraba en su conocimiento de la climatología de Marte. Algunos años antes, las sondas Viking habían observado unas monstruosas tormentas de polvo barriendo la superficie marciana. Análisis minuciosos del fenómeno detallaron cómo el polvo transportado a grandes alturas por los vientos del desierto absorbía la radiación solar, en tanto abajo cundían las tinieblas y bajaban las temperaturas. De ahí que el astrofísico pensara que lo que ocurría en el planeta rojo por causas naturales podía tener su réplica en la Tierra debido a la acción humana.
Los creadores de la hipótesis TTAPS eran perfectamente conscientes de sus implicaciones políticas. No por casualidad la habían ideado en un marco de relanzamiento de la carrera armamentista por el Ejecutivo de Reagan. El Gobierno republicano intentaba vender su agresivo militarismo con mensajes tranquilizadores. Sus portavoces sostenían que un conflicto nuclear no sería tan devastador y Estados Unidos lo superaría sin grandes dificultades.
Cabe recordar que esos tiempos estaba muy asentada en la opinión pública la advertencia hecha por Einstein de que si en la Tercera Guerra Mundial se empleaban armas atómicas, la cuarta se libraría con palos y piedras. A contrapelo de esa visión pesimista, Reagan y los neocon defendían “la guerra nuclear que se puede ganar” y argumentaban que las bajas americanas no superarían la quinta parte de la población.
El invierno nuclear salió al cruce de esas falsas seguridades. A los ojos de la ciudadanía desveló un paisaje de pesadilla, de ciudades en llamas y poblaciones muriendo de hambre y frío en un mundo yermo y hostil. Venía a demostrar, en resumen, que en una guerra atómica no habría vencedores, pues el subsiguiente desbarajuste climático se llevaría a la civilización por delante.
Intelectuales contra el Gobierno republicano
Con esta jugada Sagan y sus colegas se sumaban al frente formado por artistas e intelectuales contrarios a la política del Gobierno estadounidense, empeñado en llevar la tensión internacional al punto de no retorno. Cumplían en el plano científico el mismo cometido que The Day After, el telefilme que escenificó en prime time las horrorosas horas posteriores a un bombardeo soviético a Kansas City: quitar toda credibilidad a la justificación falazmente optimista de la guerra nuclear.
En los años siguientes, la predicción TTAPS fue objeto de intenso escrutinio. Freeman Dyson objetó la analogía entre el comportamiento del reseco clima marciano y el de la húmeda atmósfera terrestre. Otros críticos le opusieron el escenario menos severo del \’otoño nuclear\’, en donde el termómetro “solo” bajaría 12 ºC (Thompson & Schneider, 1986).
En contrapartida, estudios posteriores pronosticaron que un conflicto atómico llevaría las temperaturas globales a -7 ºC. La discusión continúa hasta hoy, ya que, como Dyson indica, “los ordenadores no son aún lo suficientemente inteligentes como para saber quién tiene razón”. Por otra parte, tras el derrumbe de la URSS, la previsión del holocausto nuclear perdió la urgencia que tuvo en los años 80, y la modelización se ha centrado en el cambio climático inducido por las emisiones industriales.
En el balance, un dato se nos antoja incuestionable: Sagan y los suyos implantaron en la ciudadanía la certidumbre de que en caso de conflagración atómica, los trastornos climáticos, la lluvia radiactiva y el caos económico y social pueden resultar más mortíferos que el impacto directo de los bombardeos.
Sagan atisbó en el inhóspito clima marciano el porvenir que acechaba a la humanidad de no poner freno a la escalada armamentista
Las preocupaciones de su época en la faz de los astros
Desde otro ángulo y al margen de su valor científico, la hipótesis TTAPS nos brinda un buen ejemplo de cómo se libró la pugna persuasiva mantenida durante la Guerra Fría por militares, pacifistas, científicos, ecologistas, políticos y comunicadores empeñados en influir en la opinión pública mediante extrapolaciones, profecías y escenarios apocalípticos. Escenarios que siguen rondando al imaginario colectivo, a tenor de películas como La Carretera: la espeluznante lucha por la vida en un mundo de vegetación carbonizada y cielos eternamente cerrados.
Una última reflexión: en su obra La Conexión Cósmica, Sagan interpretó el enigma de los canales marcianos –construcciones inexistentes, según comprobó la misión Viking– como un espejismo creado por la sociedad victoriana a fines del siglo XIX.
Acosados por presagios de decadencia, sus astrónomos creyeron ver Marte cubierto por la red hidráulica de una civilización sedienta y moribunda; esto es, el futuro que aguardaba a los humanos conforme envejeciera la Tierra. Curiosamente, después de hacer esa interpretación, Sagan no pudo resistir la tentación de proyectar las preocupaciones de su época en la faz de los astros y atisbó en el inhóspito clima marciano el porvenir que acechaba a la humanidad de no poner freno a la escalada armamentista.
Pablo Francescutti. Sociólogo, profesor e investigador en el Grupo de Estudios Avanzados de Comunicación de la Universidad Rey Juan Carlos (URJC) y miembro del Grupo de Estudios de Semiótica de la Cultura (GESC). Es miembro de la junta directiva de la Asociación Española de Comunicación Científica y dirige el Taller de Periodismo Científico y Ambiental de la URJC.