Héctor Cerezo Huerta
“Somos la fotografía en la que salimos mal. Esa que borramos por vergüenza al vernos en el espejo de la realidad, no de las selfies”
Navegar en una red social, particularmente en Facebook, Instagram y en menor medida Twitter implica acceder a verdaderas egotecas digitales en las que se constata la primacía de la imagen líquida sobre el texto puntual. La postmodernidad ha viralizado y legitimado a las selfies como la muestra ad hoc del hedonismo efímero, el individualismo, la sustitución del intelecto por la estética, la superficialidad, la belleza sin contenido y la insinuación perversa de obtener un capital relacional y material a través de la mera anatomía.
Más allá de lo ya sabemos en relación a las dimensiones psicológicas de las selfies, resulta esencial comprender aquellos factores fenoménicos que subyacen al mundo paralelo de las imágenes mediáticas que los ciudadanos digitales comparten cotidianamente en sus redes sociales ¿Acaso las selfies nos comunican que ya no es necesario el “otro” y que es suficiente un simple dispositivo y una red social para obtener gratificación inmediata? ¿Los selfies representan la negación de la experiencia única, fenomenológica y humana de ser mirados en vivo por el otro? ¿Quizás el nuevo signo de la seguridad ontológica son las selfies y la correspondiente cosecha de “Likes” la dieta de una frágil autoestima? ¿Existe una relación entre las selfies, el perfil del ciudadano actual y la postmodernidad?
Psicológicamente, las selfies denotan una vía de consolidación de la identidad e indicadores de autoestima y de aprobación del grupo de pares, ya que al mostrarles sutil y eróticamente el cuerpo, la intención no es solo estética sino narcisista. Por otro lado, las redes sociales asumen la forma de pasarelas digitales que exponen una competencia a ultranza de poses, vestuarios, miradas, rostros, senos, nalgas y piernas en los más diversos contextos; desde los sanitarios hasta la alcoba. Asistimos a una muestra inédita del ansia de éxito e individualidad mediante una imagen pasajera e inmediata en la que paradójicamente la intimidad ahora se concibe como una forma de exhibición.
En este sentido Bauman (2003), Lipovetsky (2002), Ortíz (2014) y Sennett (2000) han sido contundentes en plantear desde distintas miradas al sujeto postcontemporáneo como individuos con profundas transformaciones de la intimidad aunque paradójicamente aislados, “leves”, superficiales y frágiles en sus relaciones humanas en un mundo inestable y de valores perecederos. Al respecto, Valery (En Bauman, 2003, p. 7) afirma mediante una cita maravillosa:
La interrupción, la incoherencia, la sorpresa son las condiciones habituales de nuestra vida. Se han convertido incluso en necesidades reales para muchas personas, cuyas mentes sólo se alimentan […] de cambios súbitos y de estímulos permanentemente renovados […] Ya no toleramos nada que dure. Ya no sabemos cómo hacer para lograr que el aburrimiento dé fruto. Entonces, todo el tema se reduce a esta pregunta: ¿la mente humana puede dominar lo que la mente humana ha creado?
La promoción mercadológica del “Yo” a través de las selfies en las redes sociales demuestra la preocupación por el interés propio y la búsqueda de la felicidad a costa de otros y no con los otros. Con sarcasmo y acidez, les comparto a mis estudiantes que en esta época, me percibo absolutamente desencajado; a veces me siento como un globo lleno de emociones en un mundo lleno de alfileres. Me gusta lo difícil, me atrae lo complicado y me enamoro de lo imposible; pues hoy también al amor se le prostituye como una transacción de costo-beneficio y de mera conveniencia. Cualquier alusión, por leve que sea al establecimiento de límites, responsabilidades, compromisos razonados, honestidad brutal y congruencia, aterra y se connota como un atentado a la libertad personal.
Así, las selfies son más que un inocente apapacho ególatra, la semiótica que subyace a su compulsión es la inoculación de la “urgencia” de invertir en tu imagen, no en tu mente ni en tu “ethos”, la tendencia a cambiar tu vida hoy mismo usando el cuerpo y las apariencias como divisa de intercambio de la sociedad de consumo. “Lígate a quién desees”, “Si no tienes el cuerpo que quieres es porque te pones pretextos”, “Vamos al Gym”, “Levanta suspiros, no lástima”; todos ellos son publicaciones proyectivas verdaderamente pulsionales, amorfas y efímeras que les hacen pasar de un deseo al otro, buscando experiencias sensoriales cada vez más enriquecedoras y demandantes que jamás les satisfacen.
El sujeto “selfie” busca la felicidad, no se conforma con poco, y no sabe que por tanto, no lo encontrará con nada. Me atrevo a plantear que las selfies proyectan aquel goce en su estado más puro –Aludiendo a Braunstein (2006)-. Todo es su propio cuerpo en tanto es uno solo con su entorno. Sujetos completamente autogámicos que saltaron del voyeurismo al autovoyeurismo convertidos en sus propios paparazzis (Lezama, 2015) y agregaría actuando como audiencia, observadores y protagonistas de una vida digital llena de forma, pero carente de fondo y que disfrutan gozosos de dosis de aspirinas de felicidad ante el cáncer de la postmodernidad más ramplona. ¿Y si las selfies en realidad son más que un método de “marketing personal” y representan intentos psicológicos desesperados por adecuar la realidad a nuestras expectativas? Sí es así, lo profundamente preocupante es que las selfies terminen locamente enamorados de su propia Galatea de aquel ingenuo “Pigmalión”, cuando en realidad son simples Pinochas y Pinochos. Y para muestra un botón narrativo al que aluden insistentemente mis alumnos universitarios: “La vida es muy corta para tener una novia sin nalgas o un galán ectomorfo”.
Si algo caracteriza a la postmodernidad es constituirse como un movimiento ideológico, cultural y político que privilegia las interpretaciones deconstructivas, el narcicismo cultural, el eclecticismo, la a-historicidad y un hedonismo exacerbado. El postmodernismo para Lipovetsky (2002) significa el advenimiento de una era del vacío, es decir una fuerte tendencia a la hiperindividualización, un sujeto portador de una cultura “Psi” que lo obliga a enfocar la atención en sí mismo, absorta en el análisis de su propia psique, incapacitada para mantener relaciones duraderas y totalmente despolitizada. En este contexto, el sujeto selfie, no distingue entre sí mismo y los otros, se encuentra en un estado de indiferenciación producto de que aún no se ha constituido como individuos, por ello no puedes subir tantas cosas (a Instagram o Facebook) y además exigir privacidad.
Sennett (2000) en su libro “La corrosión del carácter”, explica que el problema al que nos enfrentamos en la postmodernidad es cómo organizar nuestra vida personal en un capitalismo que dispone de nosotros y nos deja a la deriva existencial y antropológica. Es decir, una autorreferencia narrativa del deseo individual en la que predomina el nihilismo y la coraza externa y provisional para enaltecer el orgullo corporal elevándolo a categoría de bien de consumo, competencia e intercambio; mientras que a las dimensiones internas; estructuras conscientes y éticas que nos habitan y que hablan de cómo enfrentar al futuro les ponemos bozal o las sometemos al tratamiento de anestésicos yoicos que las propuestas new age ofertan.
Por otro lado, para Sibilia (2008) las selfies podrían constituir parte del proceso de la ex-timidad, donde la intimidad, es decir aquello que permanecía al abrigo de las miradas ajenas y no se mostraba más que a unos pocos elegidos, es cada vez más visible a través de la tecnología contemporánea. Sin embargo, las selfies no se restringen al salto de lo privado a lo público, indica también la necesidad de aprobación, del fomento estratégico de la envidia y de una falacia que comprueba que el orgullo y la vanidad son las formas más estúpidas y seductoras de destruirse (Cerezo, 2015). ¿Tan seductor resulta mirar al reflejo y no al yo? ¿Cuál es tu propósito al compartir-TE ante los ojos de los demás? Lamento arruinarte la poesía y destruir también tu fantasía, pero las selfies son simples fotos que no están basadas en quién eres, sino en quién pareces o deseas aparentar y que la necesidad de exponer y proteger el ego no conoce límites. He de decirte, que me gusta lo que veo, cientos de selfies idénticas y editadas; gritos que exigen atención y que susurran que en realidad somos la fotografía en la que salimos mal. Esa que borramos por vergüenza al vernos en un espejo diferente, tal vez descubras que nadie puede verse fijamente en el espejo de la realidad por mucho tiempo sin toparse con el horror.
Referencias:
- Bauman, Z. (2003). Modernidad líquida. México, DF: Fondo de Cultura Económica.
- Braunstein, N. (2006). El goce: un concepto Lacaniano. Buenos Aires: Siglo XXI.
- Cerezo, H. (2015). El espejo roto de Narciso #Ilovemiself#Maniac#Body#Selfie. Libro en revisión editorial.
- Lezama, E. (2015). Lo que las selfies revelan de nosotros. En Periódico El Universal. Recuperado de http://www.eluniversalmas.com.mx/editoriales/2015/04/75825.php
- Lipovetsky, G. (2002). La era del vacío. Barcelona, España: Anagrama.
- Ortiz Gómez, M. (2014). El perfil del ciudadano neoliberal: la ciudadanía de la autogestión neoliberal. Sociológica, 29(83) 165-200. Recuperado de http://www.redalyc.org/articulo.oa?id=305032741005
- Sennett, R. (2000). La corrosión del carácter. Las consecuencias personales del trabajo en el nuevo capitalismo. Barcelona, España: Anagrama.
Héctor Cerezo Huerta: Doctor en Psicología Educativa y del Desarrollo por la Facultad de Psicología de la Universidad Nacional Autónoma de México. Profesor-Investigador del Departamento de Formación Ética del Tecnológico de Monterrey, Campus Puebla. Profesor-Instructor de la Facultad de Estudios Superiores de Iztacala, UNAM. Experto en Formación pedagógica y Psicología basada en evidencias. Soy UNAMor verdadero.
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