A 4.500 metros de altitud y 15 grados bajo cero, el 13 de octubre de 1972, dieciséis hombres buscaban aprovechar el calor de unos y otros, apiñados contra la estructura de un pequeño avión bimotor Focker, uruguayo, estrellado en los Andes.
Comenzaba su tragedia, su acto de sobrevivencia, su travesía que después asombraría al mundo.
Ese avión transportaba al equipo uruguayo de rugby del «Old Christians» a Santiago de Chile, para jugar contra los «Old Boys».
El animo imperaba en el vuelo, hasta que el peligro les anunció la posibilidad de morir, cuando el avión comenzó a fallar. Y así fue, cuando el avión se estrelló contra las cordilleras de los Andes, del lado de Argentina.
Ahí quedaron en el primer momento 20 de sus pasajeros, 8 fallecieron en la caída del avión y 20 más fueron cubiertos por un alud de nieve.
Habían caído en territorio argentino de la Cordillera de los Andes, aunque ellos creían que estaban en territorio chileno.
Los alimentos eran pocos y la necesidad de sobrevivencia comenzó a plantear la pregunta ¿qué vamos a comer?.
Las misiones de búsqueda de la aeronave y los probable sobrevivientes comenzaron… pero fueron infructuosas.
El hambre apremiaba y refugiados en los restos de la carlinga del avión, el planteamiento surgió: lo único comestible en el entorno eran los restos de sus compañeros muertos.
La discusión inicio sobre hacerlo o no, hasta que se cortó el primer pedazo de carne humana, fue consumido y los demás procedieron a realizar lo mismo.
Los sobrevivientes a la caída del avión esperaban y desesperaban ante la ausencia de los equipos de rescate.
«Ya no quedaban alimentos, habíamos agotado prácticamente las escasas provisiones de que disponíamos. Teníamos un hambre atroz al cabo de unos pocos días de no probar bocado. Estábamos en grave peligro de morir de inanición. Por otra parte, necesitábamos comer para tener calorías que nos permitieran resistir al frío. Estábamos desorientados y no sabíamos qué camino seguir. Fue entonces cuando pensamos en «aquello» para intentar aguantar unas semanas hasta que llegaran los socorros», relató uno de los supervivientes tiempo después, al explicar que comieron la carne de sus compañeros muertos.
Casi dos meses habían transcurrido desde que la caída del avión se había dado, pero la ayuda no llegaba.
Y el planteamiento de que tendrían que salvarse por si mismos se realizó.
La decisión fue que Nando Parrado y Roberto Canessa, que eran quienes en mejores condiciones estaban, bajarían a buscar ayuda.
Y emprendieron el descenso, con su abituayamiento de carne humana para el camino.
Caminaran durante diez días hasta encontrar a un arriero chileno, Sergio Catalán, quien los llevó a una población para iniciar el rescate de los 16 jóvenes supervivientes, 70 días después del accidente, el 22 de diciembre.
“Yo los vi, pero nos separaba un río que por el ruido que hacía no nos podíamos escuchar. Me mandaron un papel en el que decía que estaban muy débiles y que había 14 compañeros más arriba en las montañas”, recordó, años después.
A la distancia del tiempo, sin juzgarlos, más bien valorando el esfuerzo que hicieron, agrega: “Ellos se jugaron el todo o nada. Era cruzar hasta Chile y sobrevivir, o morir en el camino. Fue impresionante lo que hicieron”.
Quien también estuvo presente junto al arriero ese día que se encontraron con Canessa y Parrado, fue su hijo, Juan de la Cruz. “Eran muertos vivientes. Muy flacos, con los pómulos salidos; marcados, con muy mal olor y con los labios sangrando. Ya no podían caminar”, recuerda Cucho, como es apodado.
Fueron llevados a Río de la Plata, Argentina, y recibidos muy bien.
Pero después de un tiempo surgió la pregunta. Ubicados en lo alto de Los Andes, en la soledad de la nieve, sin forma de proveerse de alimentos, con una dotación reducida, ¿cómo sobrevivieron todo ese tiempo?.
Y la verdad llegó de cómo se proveyeron alimento: comiendo los cuerpos de sus compañeros muertos.
La polémica se desató hasta llegar casi a la conclusión unánime de que habían tomado la decisión correcta para sobrevivir.
Teólogos y psiquiatras «absolvieron» a los supervivientes ante la situación límite a la que se enfrentaron. El escritor Álvaro Cunqueirose sobre esta discusión, en ese entonces, sólo planteó: «Con todos los respetos, estimo que teólogos, juristas y sociólogos perdieron una gran ocasión para callarse. Por otra parte, ya nadie va a perecer de hambre en cualquier soledad, si tiene un ser humano cerca».
«Todo ser humano hubiera hecho lo mismo. Hay que tener en cuenta que lo hicimos con todo el respeto, dignidad y cristiandad que tenemos dentro. Utilizamos navajas de afeitar…», explicó después uno de los sobrevivientes.
La decisión de las autoridades de sepultar en los Andes los restos de los pasajeros fallecidos fue una prueba más de que los dieciséis supervivientes practicaron antropofagia. «La identificación de los cadáveres sería imposible», señaló el entonces encargado de negocios de Uruguay en Chile, César Charlone. Las 29 víctimas quedaron sepultadas en la falda del volcán Tinguiririca y los restos del avión fueron quemados por apenas diez expertos de alta montaña, acompañados de un sacerdote y un oficial de la Fuerza Aérea uruguaya. Una enorme cruz anaranjada con la inscripción «El mundo a los hermanos uruguayos. 1972» quedó en los Andes como testimonio de la tragedia, visible para los aviones que vuelan a diario por esa ruta.
Dos años después Piers Paul Read recogía su historia en el libro «¡Viven! La tragedia de los Andes», precursor de la película del mismo nombre que Frank Marshall rodó en 1993. El realizador estadounidense aseguró entonces que la cuestión del canibalismo «no constituyó la pregunta más delicada. No lo necesitaba saber, era secundario (…). El deseo de vivir, la supervivencia, es más importante».
El superviviente Fernando «Nando» Parrado, que asesoró a Marshall, rechazó haber tenido secuelas psicológicas. «Mi padre me dijo: «El sol va a salir de nuevo mañana como si nada hubiese sucedido, de modo que tú tienes que hacer lo mismo que él, olvidando el pasado», señaló al negar que la película hubiera significado algún tipo de exorcismo.
Cuarenta años después, los dieciséis supervivientes regresaron a Chile para agradecer la ayuda y acogida que recibieron tras su rescate. Después de que Nando Parrado y Roberto Canessa indicaron donde estaban sus compañeros, el rescate se hizo completamente del lado chileno, con helicópteros chilenos y con equipo y el esfuerzo de ese país.
Y por segunda vez jugaron el partido suspendido en 1972, ante su ausencia, al igual que lo hicieron en el 2012. Pero ahora ya sesentones.
Según explicó el superviviente Roy Harley en esa ocasión, «es un homenaje a la vida después de haber sufrido aquel accidente, homenaje profundo a los que no volvieron».
El milagro de la sobrevivencia de 16 hombres se daba.
40 años después José Luis Inciarte, apuntaba: «hace 40 años que pasó todo aquello y la tragedia quedó atrás. Y que esa tragedia se convirtió en milagro, pues éramos 16 con vida. Y que hoy somos más de 140 los descendientes que salimos de la montaña».
El primer sobreviviente que murió
El 5 de junio de 2015 el ex rugbier uruguayo Javier Alfredo Methol falleció a los 79 años. Era uno de los 16 sobrevivientes de la «Tragedia y Milagro en Los Andes». Fue también el primero de los sobrevivientes protagonistas de esa historia que falleció. Estaba internado en el Hospital Británico de Montevideo, por un cáncer oseo.
Methol tenía 36 años al momento del accidente aéreo y era el veterano del grupo; por el reflejo de la nieve sufrió heridas en su ojos. Padre de cuatro hijos estaba casado con Liliana Beatriz Navarro, quien lo había acompañado en aquel vuelo y falleció en el alud posterior a la caída que sepultó los restos de la aeronave. Años después se volvió a casar con la argentina Ana María de Amorrortu. Según su sitio web oficial, tiene ocho hijos y 12 nietos.
«En la montaña yo hablé con Dios. Su amor acrecentó mi fe en él, en mí y en los demás. Me hizo perder el miedo a la muerte enseñándome que es tan solo un paso en la vida, así cada día vivo un día más. Quién le tiene miedo, cada día vive un día menos. Me enseñó que no debo quejarme de lo que me falta, sino agradecer lo que me queda», reflexionó en una entrevista sobre la tragedia que lo acercó más a profesar la fe católica.