Conocido en la antigüedad como un “lugar sagrado de peregrinaje” pero también como un tetzacualco u observatorio astronómico, el Monte Tláloc fue escenario de una serie de ritos relacionados con “el señor del trueno, la lluvia y los mantenimientos”, que tenía la finalidad de propiciar buenas cosechas y una relación armoniosa con la naturaleza.

 En el Monte Tláloc, que se eleva a 4 mil 125 metros en la Sierra Nevada, a medio camino entre Texcoco y Río Frío, el Instituto Nacional de Antropología e Historia (INAH) ha registrado a la fecha 176 sitios con evidencia arqueológica, donde destacan varios petrograbados con forma de animales acuáticos o anfibios, entre ellos serpientes, tortugas, lagartos y ranas, que eran elementos de culto al agua.

Lo anterior fue detallado por el maestro Víctor Arribalzaga, de la Dirección de Estudios Arqueológicos del INAH, durante su participación en las Jornadas Permanentes de Arqueología.

 

El profesor investigador de la materia de Arqueología de alta montaña en la Escuela Nacional de Antropología e Historia (ENAH),  aseguró que en el Monte Tláloc estuvo el “más grande centro ceremonial construido sobre una montaña” durante el imperio mexica, del cual ahora sólo se pueden ver los cimientos, además de que se modificó todo el paisaje circundante, porque el cerro representaba “el Tlalocan” o paraíso de Tláloc.

 

Agregó que en el adoratorio se llevaban a cabo “un número indeterminado de observaciones y cómputos astronómicos y calendáricos, como el que tiene lugar entre el 7 y el 11 de febrero, y que marcaba el arranque del año solar para los mexicas”.

 

“En sus laderas y alrededores, con 60 por ciento recorrido, hemos podido identificar por lo menos 176 sitios con evidencia arqueológica, como los petrograbados en forma de anfibios, realizados mediante el agrupamiento y modificación de grandes piedras, pero también pozas, oquedades excavadas en las rocas, campamentos y basamentos de pequeñas estructuras”, señaló el arqueólogo.

 

En la geografía sagrada de los mexicas, los cerros cercanos a la gran Tenochtitlan marcaban los cuatro puntos cardinales o los cuatro rumbos de las deidades sagradas: “El monte Tláloc estaba relacionado con otras montañas nevadas, como el Popocatépetl, el Iztaccíhuatl, el Nevado de Toluca (Xinantécatl) y La Malinche (Matlalcuéyetl)”.

 

En la cima se erigió un recinto ceremonial que recreaba el Tlalocan, de donde provenía el agua necesaria para la vida en la tierra. Esta montaña “sagrada, preciosa”, que en el Códice Borbónico se representa cubierta con piel de lagarto, era la morada del dios de la lluvia y de su segunda esposa Chalchiuhtlicue, la diosa de las aguas dulces (ríos y lagos).

 

Apuntó que el templo “es muy antiguo, se ha hallado evidencia arqueológica del 350 d.C.”, además su importancia radica en que fue un importante tetzacualco u observatorio astronómico, aunque no el único, pues se han encontrado otros tres tetzacualcos en el Iztaccíhuatl y uno más en el Popocatépetl.

 

El arqueólogo dijo que en el Tláloc se puede observar un fenómeno astronómico que marcaba el inicio del año para los mexicas el 12 de febrero. Además, entre el 7 y 11 de febrero, el sol puede verse sobre las cumbres del Pico de Orizaba (Citláltepetl) y La Malinche, “esos cinco días se conocían como nemontemi o días “baldíos” o “sobrados” por los aztecas. Así, tenemos un marcador en el paisaje con un error de un día cada cien mil años, lo que permitía ajustar el calendario”.

 

Arribalzaga señaló que si en este momento se quisiera reconstruir el tetzacualco en la cima del cerro —destruido en 1539 por órdenes de fray Juan de Zumárraga porque decía que se llevaban a cabo actos de idolatría— , “sería necesario subir 360 camiones de volteo de 6 metros cúbicos de piedra, y otros 40 camiones de tezontle”.

 

Precisó que la estructura principal, de forma cuadrangular, mide 60 por 50 metros, y desde su base arranca una calzada de 150 metros de largo por 7 metros de ancho, orientada de este a oeste, que cumplía la función de recibir las peregrinaciones que acudían a este templo.

 

Desde los tiempos de la Conquista, el tetzacualco y su amplia calzada despertaron el interés de los historiadores como Durán y fray Bernardino de Sahagún, y posteriormente de Francisco Xavier Clavijero, Fernando de Alva Ixtlixóchitl, Diego Muñoz Camargo y fray Juan de Torquemada, entre otros.

 

El fraile Diego Durán documentó la mayor ceremonia en honor a Tláloc, llamada Huey Tozoztli o “gran punzada” (llamada así porque el sacrificio consistía en sacarse sangre con puntas de maguey), que se celebraba el 30 de abril y para la cual subían al adoratorio los altos dignatarios de Tenochtitlan, Texcoco y Tlacopan, además del señor de Xochimilco.

 

El templo de Tláloc era una estructura que “podía verse desde varios kilómetros a la redonda, porque estaba totalmente estucada y pintada de blanco”. Además de ser un observatorio astronómico, “cumplía con funciones de fortaleza defensiva, cuyos muros almenados servían para vigilar la cercana frontera con los tlaxcaltecas”.

 

Para el arqueólogo Arribalzaga todo el Monte Tláloc “era un paisaje sagrado” y, por esa razón, hay petrograbados diseminados en sus alrededores, algunos de los cuales tienen forma de animales acuáticos o anfibios, y fueron realizados mediante el amontonamiento de piedras y en algunos casos con incisiones para darle forma a la cabeza y las patas del animal. También hay un petrograbado con cuerpo de insecto y cabeza antropomorfa, un lagarto, sapos, ranas y una tortuga de tierra.

Concluyó que el Monte Tláloc aún guarda muchos secretos y espera completar en los próximos años el registro de toda la evidencia arqueológica que se encuentra en sus laderas, pues “todos esos petrograbados de anfibios vienen a ser elementos del culto al agua, las tormentas y también los ciclos de las estaciones. Tenían la función de modificar el paisaje y por esa razón están allí”.

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