En el verano de 2001, por culpa de seis chicas de Sanlúcar de Barrameda media España canturreaba ‘aunque parezca mentira me pongo colorada cuando me miras’. Más allá de la profundidad de su mensaje, el rubor facial es un rasgo peculiar y único de la especie humana. “Nunca he visto a ningún mono sonrojarse”, confiesa a Sinc el holandés Frans de Waals, uno de los mayores especialistas en conducta primate de todo el mundo.
Darwin lo clasificó como “la más humana de las expresiones”. Antropólogos, psicólogos y neurocientíficos intentan comprender su origen; y mientras tanto, las personas se sonrojan. Unas ni lo notan, otras pasan un mal rato y también hay quienes sufren de eritrofobia, auténtico pavor a ponerse colorado.
Anna y Jan son dos hermanas que han sufrido este problema. “Cuanto más nos pasaba, más nos obsesionaba y llegó un momento en el que no salíamos a cenar, ni con amigos, dejamos los estudios… yo hasta tuve dos ataques de pánico con solo pensar que me iba a sonrojar”, explica Anna.
“No se trata exactamente de una enfermedad, sino de una afección –cuenta en su despacho Laureano Molins, jefe de cirugía torácica del Institut Clinic del Tórax del Hospital Clínic de Barcelona–. Para quien no la sufre puede ser difícil de comprender, pero a estos pacientes el rubor les condiciona totalmente la vida”. Jan tiene 31 años y antes del último verano pasó por el quirófano del Dr. Molins. “Nos operamos porque estábamos desesperadas y nos ha cambiado la vida”, reconoce.
“Sabemos que el rubor lo provoca una hiperactividad del sistema simpático que dilata los vasos sanguíneos faciales –explica Molins–. Normalmente hay un disparador que es una situación incómoda, pero todavía no se sabe por qué pasa”.
Aunque se asocia a sentimientos de vergüenza o culpa, también está vinculado con otras emociones relacionadas con la evaluación social y la conciencia de uno mismo, como sorpresa, ira y alegría. En los años 70, el psicoanálisis hizo sus pinitos intentando explicar el rubor como una inhibición del deseo libidinoso, pero los avances científicos han culminado en tres teorías modernas para encontrar el sentido de esta reacción totalmente involuntaria e imposible de fingir.
Más atractivos y más dignos de confianza
“Lo único que se me ocurre es que cuando alguien se sonroja transmite a los demás que es consciente del efecto de sus acciones y que le importa ser cooperativo y honesto”, dice Waals. Esta reflexión está en la línea de la teoría más aceptada en la comunidad científica, la «comunicativa», en la que el rubor tendría la función de transmitir información y sería considerado como algo positivo por parte de los demás. “Tras una transgresión, percibimos como más empático y digno de confianza a alguien que se pone colorado”, explica Peter J. de Jong, profesor en psicología experimental de la Universidad de Groninga (Holanda) en su libro The psycological significance of the blush.
Varios estudios sustentan que quienes se sonrojan son juzgados de una manera más leve que los que no, “y más atractivos”, matiza a Sinc de Jong. Recientemente este investigador y sus colegas descubrieron que el rubor no solo afecta la impresión que alguien causa, sino también a las relaciones interpersonales. Con una modificación del juego del dilema del prisionero, demostraron que los participantes confiaban más en los oponentes que se ruborizaban que en los que no.
“Parece que el rubor potencia la impresión de que el oponente se arrepiente de su traición, por lo que esta reacción podría ser válida como señal de conductas conciliadoras y de preocupación por los demás”, explica el experto.
Esta teoría cuadraría con que “humanos y primates estamos muy bien equipados para detectar el rubor”, según el investigador, y con el hecho de que los observadores solemos percibirlo unos segundos antes de que el sonrojado se percate. “Si asumimos que cambios sutiles en el color rojo reflejan alteraciones emocionales, puede que haya habido presiones selectivas para detectarlo como señal de alerta”, afirma de Jong.
También en esta línea, un estudio de Peter Drummond, profesor de psicología de la Universidad de Murdoch (Australia) y uno de los científicos que más ha publicado sobre el tema, ha demostrado que el rubor es independiente del color de la piel, “aunque la gente con piel más oscura se preocupa menos de sonrojarse que la de piel clara –declara este experto–. También es cierto que las mujeres se sonrojan un poco más que los hombres, pero todavía no sabemos por qué”.
Sacándole los colores a las sombras de Grey
Otra hipótesis es la de la atención social indeseada. Según sus defensores, el rubor provoca que el observador se sienta incómodo y desvíe la atención para ayudar a su interlocutor a recuperar la compostura. “Yo jamás le diría a nadie que se ha puesto rojo, al contrario; si lo noto disimulo, miro hacia otro lado o cambio de tema para ayudarle –cuenta por teléfono Anna, una de las dos hermanas que se operaron para superar sus problemas de rubor–. Cuando alguien te dice ‘¡Qué roja te has puesto!’ es horrible”.
Ambas teorías tienen sus puntos fuertes pero también sus debilidades. Por ejemplo, no explican por qué Anastasia se sonroja en las páginas del libro 50 sombras de Grey pensando en su amante cuando está sola en casa.
Los partidarios de la tercera teoría moderna, la de la exposición, defienden que esta respuesta fisiológica aparece cuando una información privada es descubierta o amenaza con serlo.
“Al final, el valor del sonrojo no depende de la reacción en sí misma sino del contexto –resume de Jong–. En una situación ambigua, el rubor puede tener efectos negativos ya que el observador piensa que alguien inocente no tiene por qué sonrojarse”. De aquí que la gente tema especialmente ponerse colorada cuando no hay razón para ello. “Yo me sonrojaba hasta ocho veces al día y sin motivo alguno, tenía una sensación de culpa horrible y me preocupaba qué pensarían los demás”, explica Jan.
Según los expertos el miedo a ruborizarse reside en que quien lo sufre sobreestima la intensidad y el coste social del sonrojo. Varios estudios han demostrado que no todos los que sufren de eritrofobia se sonrojan más que el resto. “Estas personas se recuperan del sofoco más lentamente que los demás y algunas pueden tener cierta predisposición al rubor –aclara Drummond–. Cuando sufres este miedo, a veces crees que te has puesto colorado porque sientes calor, se te aceleran el corazón y la respiración, pero quizás no ha sucedido”.
“Trabajo en una fábrica y al mediodía nos juntamos todos los trabajadores en el comedor por lo que, antes de la cirugía, el peor momento era el de sentarse en la mesa. Llegué a comer sola en el baño y a medicarme una hora antes para intentar tranquilizarme –explica Jan–. Después de la intervención no me he vuelto a sonrojar. Una vez, en el comedor, estaba hablando por los codos, cosa que no hacía antes y de repente noté ese calor horrible en la cara. Fui corriendo al lavabo a mirarme al espejo, algo que antes no hacía porque me daba vergüenza y ¡vi que no me había puesto colorada! Fue un alivio inmenso”.
Los pacientes con eritrofobia, muchos de ellos con trastornos de ansiedad social, entran en una espiral negativa que, según los expertos, debe romperse. Para el holandés de Jong hay dos opciones: “Las intervenciones psicológicas toman como punto de partida esta sobrestimación del efecto del rubor, y la operación quirúrgica, la simpatoctomía endoscópica torácica (SET), el rubor en sí mismo”.
Anna ha ido a varios psicólogos y psiquiatras a lo largo de su vida pero ninguno le ha logrado solucionar el problema físico, aunque sí la sensación de culpa. Cuando las dos hermanas se enteraron de que se podían operar tardaron menos de un mes en contactar con el doctor Laureano Molins y pasar por quirófano. “No teníamos nada que perder”, recuerda Anna.
¡Pero qué rojo te has puesto!
Esta operación lleva haciéndose casi cien años y en su inicio tenía como objetivo paliar la hiperhidrosis o excesiva sudoración de manos y axilas, que tiene el mismo origen que el rubor, una hiperactividad del sistema simpático. Más adelante y con técnicas menos invasivas se vio que si se seccionaba el nervio simpático a la altura de las primeras costillas se podía evitar el sonrojo.
“A partir de 1995 se empezó a operar a este tipo de pacientes. Es una intervención relativamente sencilla que se lleva a cabo en régimen de día y que todo servicio de cirugía torácica español o extranjero realiza”, explica Molins.
Anna y Jan encontraron a Molins por internet, que es la vía mayoritaria por la que estos pacientes se enteran de la existencia de la operación, aunque también pueden llegar derivados del médico de familia o de un dermatólogo. Cuando acuden a la consulta se valora el grado de afectación. “Existen escalas que miden si la afección es leve, moderada o severa, pero yo creo que lo importante es el hecho de que el rubor les condicione la vida”, explica. El coste de la intervención lo cubren tanto seguridad social como las mutualidades, aunque Molins recuerda que antes no era así porque las mutuas consideraban que era una operación de estética.
La experiencia de este cirujano, cuyo servicio ha llevado a cabo más de 1.000 operaciones de es te tipo, le permite afirmar que el porcentaje de éxito es muy elevado y al menos dos estudios clínicos lo corroboran. Según los resultados de uno de esos trabajos, publicado en 2011 y que analizó a 3.015 pacientes operados por simpatoctomía endoscópica torácica, el índice de satisfacción fue de un 72,8% en el caso del rubor facial. Las mujeres estaban más contentas que los hombres y el índice de arrepentimiento era de un 7,8%, aunque subía a 13,5% con el paso del tiempo.
Según Kristian Smidfelt, cirujano del Hospital Universitario de Sahlgrenska (Suecia) y autor del estudio, este último dato es debido a que “a medida que pasa el tiempo, los pacientes olvidan los síntomas que tenían antes de la operación, pero los efectos secundarios persisten”, explica a Sinc.
“El sudor no lo llevo muy bien. Yo no sudaba y ahora sí y mucho, especialmente en verano”, se lamenta Jan. Una excesiva sudoración es una de las consecuencias indeseadas de esta cirugía. “Desde 2007 ya no seccionamos el nervio si no que colocamos un clip que interrumpe el estímulo, de manera que se puede intentar revertir la operación”, cuenta Molins. Según el médico, entre un 3% y un 4% de pacientes desarrollan sudoración compensatoria. “No podemos predecir a quién le va a ocurrir. Aunque sea una operación sencilla pueden existir efectos secundarios y los pacientes deben saberlo”, alerta el cirujano.
De todos modos, ni Anna, quien se ha sonrojado solo dos veces en el último año, ni Jan, se arrepienten de haberse operado. “Yo quería estudiar física y Anna ser delineante; nada de eso pudo ser. Pero desde la operación no me he vuelto a poner roja, y aunque la angustia y el miedo aún están ahí, el otro día hablábamos con mi hermana de que podíamos montar una tienda y trabajar cara al público. ¡Podemos hacerlo! Antes esto era impensable”, se despide por teléfono Jan.
Como principal inconveniente de la operación, “estas personas ya no se sonrojarán ni en situaciones en las que esta reacción puede ser extremadamente funcional”, reflexiona Peter de Jong.
Si no existiera el sonrojo, el grupo musical Papá Levante no habría perpetrado una canción del verano, los poetas románticos jamás habrían compuesto versos inspirados en las mejillas de sus amadas, pero muchas personas se librarían del calvario que supone proyectar emociones que no sienten.
“El rubor es lo opuesto a la manipulación fría, es algo que una inteligencia maquiavélica no haría jamás –reflexiona de Waals, el gran primatólogo–. Su origen es un gran puzle todavía sin resolver y que resulta fascinante contemplar”.