Acaso fueron tus malditos cantos, Maldoror, los que provocaron mi deslumbramiento ante el espejismo de las neuronas artíficiales de McCulloch y Pitts; o acaso fueron los insondables laberintos de la física cuántica los que me condujeron a las ciudades invisibles de Calvino, y me llevaron a vagar por la ciudad que todos llevamos dentro, según insinuó Kavafis: Nuevas tierras no hallarás, no hallarás otros mares./ La ciudad te seguirá.Vagarás/ por las mismas calles/ Y en los mismos barrios te harás viejo/ y en estas mismas casas encanecerás./ Siempre llegarás a esta ciudad./ Para otro _no esperes-/ no hay barco para ti, no hay camino./ Así como tu vida la arruinaste aquí/ en este rincón pequeño, en toda tierra la destruiste.
Juventud, ¡divino tesoro! que apenas atisbas de reojo el mundo, imaginándolo pletórico de riquezas a tu alcance; ojo juvenil que en todo lo que brilla imagina el oro omnipotente.
Juventud que sabiamente pierdes el tiempo en las tabernas, llevada por la palabra de Efraín Huerta –el inmortal cocodrilo- que te invita a despertar tu conciencia y alborotar al prójimo: Los hombres tristes y los niños tristes/ huyen del natural, sereno y leve/ concepto general de la existencia. Son briznas al azar/ o nubes desvalidas/ crispadas de miseria. (No hablo del reposo a cierta luz/ ni de la encantadora melodía/ de las sábanas claras,/ ni me refiero a la frondosidad, a ese fácil verdor de los jardines/ donde vibran mujeres/ de anchos ojos azules/ -y un niño es un espejo.
En aquellos melódicos antros conociste la letra del magnífico e irreverente Alejandro Aura, que te hizo comprender y desmitificar la teoría de la relatividad: Alguien se levantó con hambre a media noche, siempre,/ y no encontró qué comer ni qué ponerse,/ y en este globo que digo/ van metidos los años y los años,/ Alguien se levantó con hambre a media noche/ y se encontró a los prójimos dormidos.
No estabas perdido pues encontraste lo que no buscabas: a tí mismo en las frescas madrugadas compartidas en la plaza principal del adormecido pueblo –con botella y guitarra en ristre- componiendo y cantando coplas irreverentes dedicadas al gobernador de aquel estado. Noches estrelladas en las cuales por vez primera observaste –a través de un antiguo telescopio- la cacariza superficie lunar y los espléndidos anillos de Saturno.
Juventud con la libertad de asomarse al profundo abismo del alma humana, a través de las puertas abiertas por Dostoievsky y José Revueltas: “El pastor había visto cómo era una niña pequeñita y cubierta de sangre, pero seguramente no lloraba por sus heridas sino por algo mucho más espantoso. Al comprender esto sintió toda la infinita inutilidad de su propia vida y de la vida en general. ¿Por qué deberían ser así las cosas? ¿Por qué no habría nada detrás del hombre sino pavor? Aquella niña lloraba, pero su llanto era un llanto adulto y envejecido, extenso, un llanto más allá de la edad.”
Juventud alucinada por la marihuana, los hoyos negros y por las maravillas escondidas tras la fachada de un sistema de ecuaciones diferenciales. A la paradoja de los gemelos respondía, líricamente, Adolfo Bioy Casares en Máscaras Venecianas.
No te conformabas con la poesía a flor de piel de Nicolás Guillén, que escandalizaba –y encantaba- a las jovencitas del colegio de monjas: Yo no te digo pues que soy un hombre puro,/ yo no te digo eso, sino todo lo contrario./ Que amo (a las mujeres, naturalmente, pues mi amor puede decir su nombre)./ Y me gusta comer carne de puerco con papas, y garbanzos y chorizo y/ huevos, pollos, carneros, pavos,/ pescados y mariscos, y bebo ron y cerveza y aguardiente y vino,/ y fornico (incluso con el estómago lleno)./ Soy impuro ¿qué quieres que te diga?/ completamente impuro./ Sin embargo, creo que hay muchas cosas puras en el mundo/ que no son más que pura mierda./ Por ejemplo la pureza del virgo nonagenario./ La pureza de los novios que se masturban/ en vez de acostarse juntos en una posada./ La pureza de los colegios de internado, donde/ abre sus flores de semen provisional la fauna pederasta.
Y quisiste aventurarte, sin esperanza alguna, en los misterios de la gravitación universal.
Juventud asombrada ante los infinitos misterios del mundo: la sonrisa de una muchacha, las puertas de la percepción abiertas por María Sabina y Timothy O’Leary, o las ventanas por donde puede contemplarse el territorio donde no ha hollado palabra alguna.
El torbellino que te arrastró a las calles ondeando una bandera clamando justicia, democracia e igualdad entre los hombres, temas por completo ajenos a la física teórica, también te empujó a los oscuros rincones de la poesía en vilo, remolino en que poesía y ciencia se fusionan en un increíble arco iris inexistente para el dogma positivista; es decir, existente tan sólo para los ojos abiertos al pensar poético, al pensamiento científico abierto al campo de lo posible.
Algunos han quedado en el camino, agotados pero sonrientes, envueltos en una felicidad limitada, pero felicidad al fin.
Otros arriaron las banderas, a cambio del proverbial plato de lentejuelas, dejando la búsqueda del tesoro al pie del arco iris para otros, los más ingenuos tal vez.
Unos cuantos sobreviven al vendaval de la vida, musitando versos, mercando baratijas matemáticas, enamorados de quimeras e imaginando paraísos artificiales. En lugar de la bandera militante, ahora sólo izan el brazo para hacer parada al autobús.
Y tú te sumerges en el mar de las imposibilidades, buscando el eslabón perdido entre poesía y ciencia, como una tabla de salvación entre el ser y el hacer, entre el fenómeno y la esencia, entre la apariencia y lo que és. (Something in the way she looks, attracts me like no other girl, something in the way she moves… I don`t want to leave her now, I don´t want to leave her now.)
Y todavía le das vueltas al asunto preguntando si acaso la ciencia es un epifenómeno poético, o la poesía la esencia de la ciencia. Sólo cuando se tienen veinte años, se tiene la fortaleza y el temple para formular tales preguntas, y hacerse la ilusión de que pueden ser respondidas.
Después sólo nos queda enfrentar la realidad: aquello que se nos impone por necesidad. ¿En dónde estás ahora Luis Cardoza? Por favor ven en mi auxilio. Y desde no se dónde, Luis me responde:
La niñez, un sueño que todos hemos soñado, la cruzaste de puntillas para no despertarte. En este sueño la muerte no existe, y se borran el tiempo, las clases sociales, las latitudes. Al salir de su realidad sin gravitación se descubre la diferencia de sexos, el transcurso de los años, la posición económica, la geografía en que se vive. Ha cesado la droga de la infancia que engendraba imágenes y augurios. Se ha perdido un sentimiento de fabulación y percepción más buído: comiénzase a vivir en el universo pardo y sospechoso del adulto. La infancia torna a veces esporádicamente. Entonces, deseando adelante del propio deseo, comprendiendo así que un árbol madurando el fruto, reconfunde la vida de las cosas más simples que se cargan de poderes y se vuelven prodigiosas.
Tal vez, con letra y música de Violeta Parra, habrá que dar nuevamente gracias a la vida…