Manuel Martínez Morales
Se preguntaba si aquel mareo sería el amor
y si lo era por qué sentía tanto dolor…
Loco de amor, Café Quijano
Desde sus días de estudiante de ciencias, Mané se confundía con las posibilidades de la ciencia, pues por una parte había quienes juzgaban a la ciencia y sus derivados tecnológicos como una amenaza para la vida en la Tierra, particularmente para la sobreviviencia de la especie humana. Quienes así pensaban creían que la dinámica del desarrollo científico seguía una lógica propia, independiente de la voluntad de los hombres y que ese desarrollo era intrínsecamente destructivo, por lo que habría que poner un alto a ese desarrollo, o bien que los perjuicios y desastres provocados por la ciencia debían ser revertidos por la ciencia misma, lo que implicaba no frenar la investigación científica y tecnológica sino producir más ciencia y técnica para resolver los problemas que ese mismo desarrollo engendraba.
Por otro lado estaban quienes pregonaban la bondad intrínseca de la ciencia, afirmando que el conocimiento científico encierra siempre un potencial positivo y benéfico y que son los mismos hombres e instituciones quienes dan rumbo y sentido a ese conocimiento, los que orientan la aplicación de la ciencia determinando su buen o mal uso.
Así que Mané se enfrentaba a la ciencia con la ambivalencia del enamorado que entonaba aquella canción:
Ella decía que no quería una historia seria
y él le pregunta si era posible amar a medias,
aunque sabía que la respuesta era que no
la sola idea de estar sin ella le daba horror;
La pasión por el conocimiento le hizo abrazar la carrera científica a pesar de las dolorosas dudas que de cuando en cuando le asaltaban. Con el tiempo, Mané alcanzó a medio comprender que la ciencia es un producto social, que es una tarea colectiva que está condicionada por el contexto social, económico y cultural en que se practica y que son estas fuerzas (económicas, políticas y culturales) las que determinan la dirección en que se orienta la investigación científica y la forma en que se aprovechan sus resultados, afectando no solamente sus aplicaciones sino la forma misma en que se conceptualiza y se teoriza.
Yo no sé lo que le dio,
qué es lo que le hizo a él
que lo volvió loco de amor,
estaba loco de amor.
Así por ejemplo, Mané es partidario de que exista una libertad irrestricta para que cada investigador elija el campo en que quiere trabajar y la dirección en que quiere orientar su investigación. Sólo así se garantiza la necesaria libertad que da sustento a la creatividad y la innovación. Pero a la vez está consciente de que es necesario establecer estrategias generales para articular la investigación en torno a ejes que den pertinencia y utilidad social a la ciencia y la tecnología. Es un reto serio intentar conciliar estos dos sustantivos aspectos de la práctica científica contemporánea.
Es posible proponer, por ejemplo, la posibilidad de articular la investigación científica y tecnológica alrededor de tres ejes prioritarios fundamentales: alimentos, medio ambiente y energía. Bien visto, el abordaje de problemas en estos campos estratégicos para el desarrollo nacional requiere de enfoques interdisciplinarios lo cual demanda la intervención tanto de las ciencias exactas, como de las ciencias de la vida, las sociales y las humanidades. De manera que sería campo abierto a todas las disciplinas.
Empero, al mismo tiempo ya hay fuerzas económicas, políticas e ideológicas interviniendo en estas áreas y reclamando una intervención parcial –favorable a determinados intereses de clase- de la ciencia y la tecnología, lo cual provoca que resalte la cara negativa del desarrollo científico. Por ejemplo, en el campo del desarrollo energético, con la muleta de la llamada Reforma Energética se abre el campo para el desarrollo y aplicación de tecnologías destructivas como es el caso de la explotación del gas de lutita mediante la fracturación hidráulica (fracking), o la construcción y operación de un sistema de represas a lo largo y ancho del territorio veracruzano con la consiguiente perturbación y depredación del medio ambiente y afectación del modo de vida de los habitantes de cientos de comunidades.
Es que, en efecto, se nos plantea un dilema expresado de la siguiente manera por Michael Beard, un físico, protagonista principal de la novela Solar: “De modo que, por supuesto, debemos celebrar nuestra inventiva. Somos monos muy inteligentes. Pero el motor de nuestra revolución industrial ha sido la energía barata y accesible. Sin ella no habríamos llegado a ningún sitio. Vean lo fantástica que es. Un kilogramo de gasolina contiene aproximadamente mil trescientos vatios hora de energía. Difícil de superar, pero queremos sustituirla. ¿Y qué viene después? Nuestras mejores baterías eléctricas almacenan unos trescientos vatios hora de energía por kilogramo. Y tal es la escala de nuestro problema, mil trescientos contra trescientos. ¡No hay comparación! Tenemos que sustituir la gasolina enseguida por tres razones imperiosas. La primera es que el petróleo se acaba. La segunda razón es que muchas zonas productoras de petróleo son políticamente inestables y ya no podemos arrostrar nuestros niveles de dependencia del energético de estas regiones. La tercera, la más crucial razón, es que la quema de combustibles fósiles, la emisión de anhídrido carbónico y otros gases a la atmósfera están calentando constantemente el planeta, y sólo ahora empezamos a comprender sus consecuencias. Pero aquí interviene la ciencia básica. O bien frenamos la marcha hasta llegar a la parálisis o afrontamos una catástrofe económica y humana a gran escala durante el tiempo de vida de nuestros nietos.
Y esto nos lleva a la cuestión candente. ¿Cómo podemos frenar y finalmente parar mientras sostenemos nuestra civilización y sacamos de la pobreza a millones de personas? No lo conseguiremos siendo cívicos, llevando al contenedor las botellas de plástico, bajando el termostato y comprando un coche más pequeño. Eso únicamente posterga la catástrofe un año o dos. Cualquier aplazamiento sirve, pero no es la solución. El civismo puede motivar a individuos, pero es una fuerza que influye poco a las sociedades, a una civilización entera. Los países nunca son cívicos. En el conjunto de la humanidad, la codicia derrota al civismo… El petróleo y el carbón son portadores de energía, al igual que, en una forma abstracta, lo es el dinero. Y la respuesta a esta cuestión candente es, por supuesto, hacia donde tiene que fluir el dinero, nuestro dinero: hacia una energía limpia y asequible.” (Ian McEwan: Solar. Anagrama, 2011)
Esta reflexión, de un personaje imaginario, pone las cartas sobre la mesa; señala con meridiana claridad puntos centrales sobre el desarrollo de una política energética que debe involucrar como ingredientes imprescindibles la ciencia y la tecnología. Si meditamos un poco sobre las líneas anteriores, nos daremos cuenta que para establecer una política sobre desarrollo energético que pueda ser exitosa, se requiere de la intervención multidisciplinaria de las ciencias básicas, la economía, las ciencias sociales y las humanidades.
En la novela citada, el físico Beard buscaba una solución en la fotosíntesis artificial, es decir en la invención de un procedimiento tecnológico, fundamentado en la física cuántica, para extraer energía directamente de la luz solar en forma eficiente, a la manera que lo hacen las plantas. Una idea original y brillante.
En este campo, como en cualquier otro, se abre espacio para una multitud de ideas innovadoras. Es cuestión de poner las cartas sobre la mesa y abrir un diálogo entre saberes, verdaderamente democrático, y no como los “foros” a modo a que convocan los poderosos solamente para convalidar y legitimar políticas y decisiones facciosas tomadas de antemano.
Y es que él debía de haberse entonces imaginado
que es muy difícil vivir así tan enamorado,
es un veneno que te arrebata el corazón,
pierdes el sueño y los papeles y la razón.