Al belga Adolphe Sax no solo le gustaba practicar con instrumentos musicales sino también inventarlos. En 1846, registró en París las 14 patentes del saxofón que, casi un siglo después, sería imprescindible en la música de jazz.
Diseñado en siete tamaños –desde el sopranino al contrabajo–, el saxofón primitivo era de madera y combinaba la posición de dedos en los grandes instrumentos de viento con la boquilla de una sola caña típica del clarinete.
Las bandas de música del ejército de Francia lo incorporaron rápidamente, pero el saxofón no tuvo tanto éxito en la corte. Cuando las patentes expiraron en 1886, Sax apenas cosechó ganancias debido a lo fácil que era imitar su invento.
Dos años después, el saxofón cruzó el charco. Charles Gerard Conn fue el encargado de iniciar su producción y distribución en bandas militares en Estados Unidos. A comienzos del siglo XX, los asistentes a los vodeviles podían disfrutar de este instrumento empleado para imitar los sonidos de gallinas.
Pero, sin duda, el protagonismo del saxofón llegó con el auge del jazz. En la década de 1920, el músico Sidney Bechet sentía que la corneta de su compañero de banda ahogaba a su clarinete, así que decidió hacerse con un modelo de saxofón soprano para amplificar su sonido. Desde entonces, el instrumento de Adolphe Sax revolucionó la música americana.
Coleman Hawkins, inspirado por solos de trompeta de Louis Armstrong, se convirtió en el primer virtuoso del jazz gracias al tono profundo de su saxofón tenor. Más tarde, Ben Webster y Lester Young siguieron sus pasos en las célebres bandas Duke Ellington y Count Basie, dando el característico aire sentimental a las piezas musicales de los años 30.
Ya a mitad del siglo XX, el contralto Charlie Parker pasó a la historia de la música americana por sus improvisaciones e incursiones en el incipiente estilo bebop, muy alejado de las aspiraciones de Sax que, un siglo atrás, imaginó que su instrumento serviría para acompañar las distinguidas reuniones de las cortes europeas.