La Guerra de las Galaxias

La Guerra de las Galaxias


Se trataba de un enorme globo brillante que arrojaba al espacio una centellante luz de topacio, pero no era un sol. Así, durante largo tiempo, el planeta había engañado a los hombres. Sólo cuando entraron en la órbita cercana, sus descubridores comprendieron que era un mundo de un sistema binario y no un tercer sol propiamente dicho.

Al principio daba la impresión de que nada podía existir en semejante planeta, y menos aún seres humanos. Pero las imponentes estrellas Gl y G2 trazaban su órbita en un centro común con extraña regularidad y Tatooine las rodeaba a suficiente distancia para permitir el desarrollo de un clima bastante estable y exquisitamente cálido. La mayor parte de este mundo era un desierto seco, cuyo excepcional resplandor amarillo, como de estrella, era consecuencia de la doble luz solar que llegaba a las arenas y los llanos ricos en sodio. Esa misma luz solar brilló súbitamente en la delgada piel de una forma metálica que caía desenfrenadamente hacia la atmósfera.

 

El curso errático que seguía el crucero galáctico era intencional, no el fruto de un daño sino de un deseo desesperado de evitarlo. Prolongados rayos de intensa energía pasaban junto a su casco: una tormenta multicolor de destrucción, como un banco de irisadas rémoras que intentaban adherirse a un huésped mayor y mal dispuesto.

Uno. de esos rayos de sondeo logró alcanzar a la nave en fuga y dio en su aleta solar principal. Fragmentos de metal y de plástico, semejantes a gemas, estallaron en el espacio a medida que el extremo de la aleta se desintegraba. La embarcación pareció estremecerse.

Súbitamente apareció el origen de esos rayos energéticos múltiples: un pesado crucero imperial, cuyo imponente contorno se erizaba como un cactus con docenas de emplazamientos para armas pesadas. La luz dejó de emanar de esas púas a medida que el crucero se acercaba. Era posible observar estallidos intermitentes y relámpagos de luz en las partes de la nave menor que habían recibido los impactos. En el frío absoluto del espacio, el crucero se arrimó a su presa herida.

Otra explosión distante sacudió la nave, pero, para Artoo Detoo y See Threepio, todo ocurrió muy cerca.

La conmoción los hizo rebotar por el estrecho pasillo como los cojinetes de un motor viejo.

Por sus figuras cabía suponer que Threepio —la máquina alta y de aspecto humano — era el jefe y que Artoo Detoo — el robot achaparrado y trípedo — era un subordinado. En realidad eran iguales en todo, salvo en locuacidad, aunque Threepio habría gesticulado desdeñosamente ante semejante sugerencia. En tal sentido, Threepio era, evidente y necesariamente, superior.

Otra explosión sacudió el pasillo y Threepio perdió el equilibrio. Su compañero de menor estatura no lo pasaba tan mal en esos momentos, gracias al bajo centro de gravedad de su cuerpo achaparrado y cilíndrico, bien equilibrado en las patas gruesas y provistas de garras.

Artoo miró a Threepio, que se erguía junto a la pared del pasillo. Las luces pestañearon enigmáticamente en tomo a un único ojo mecánico, mientras el robot más pequeño estudiaba el magullado revestimiento de su amigo. Una pátina de metal y de polvo fibroso cubría el acabado de bronce por lo general brillante, y se distinguían algunas abolladuras, consecuencia del embate sufrido por la nave rebelde en donde se hallaban.

Un profundo y persistente zumbido, que ni siquiera la explosión más ruidosa logró acallar, acompañó el último ataque. Después, sin motivo aparente, el tenue rasgueo se interrumpió bruscamente: los únicos sonidos del pasillo desértico provenían del extraño crujido como de ramas secas de los relés en cortocircuito, o de los ruidos sordos de los circuitos agonizantes. Las explosiones comenzaron a retumbar una vez más en la nave, pero procedían de más allá del pasillo.

Threepio giró su cabeza uniforme y humanoide hacia un costado. Los oídos metálicos escuchaban atentamente. La imitación de una pose humana era casi innecesaria — los sensores auditivos de Threepio eran totalmente omnidireccionales—, pero el delgado robot había sido programado para mezclarse perfectamente con compañía humana. Su programación abarcaba incluso la mímica de los gestos humanos.

—¿Oíste eso?—preguntó a su paciente compañero refiriéndose al sonido palpitante—. Han cerrado el reactor principal y el mecanismo de transmisión. — Su voz denotaba tanta incredulidad y preocupación como la de cualquier humano. Una palma metálica frotó tristemente un manchón gris opaco del costado, donde una abrasadora del casco que se había roto cayó y melló el acabado de bronce. Threepio era una máquina fastidiosa y esas cosas le perturbaban—. Una locura, esto es una locura — dijo meneando lentamente la cabeza—. Esta vez nos destruyen con toda seguridad.

Artoo no respondió inmediatamente. Su torso en forma de barril se inclinó hacia atrás; las poderosas piernas se aferraron a la cubierta y el robot de un metro de altura se concentró en estudiar el cielorraso.

Aunque no podía inclinar la cabeza en una postura de atención como su amigo, Artoo se las ingenió para transmitir esa impresión. De su altavoz surgió una serie de breves hipos y de chirridos. Incluso para un oído humano sensible habrían sido sólo productos de la estática, pero para Threepio formaban palabras tan claras y puras como la corriente directa.

—Sí, supongo que tuvieron que interrumpir el mecanismo de transmisión — reconoció Threepio —, pero ¿qué vamos a hacer ahora? No podemos entrar en la atmósfera con la aleta estabilizadora principal destruida. Me cuesta creer que debamos rendirnos sin más.

Súbitamente apareció una reducida patrulla de humanos armados, con los rifles preparados. Tenían el ceño tan fruncido por la preocupación como sus uniformes, y les rodeaba el halo de los hombres dispuestos a morir.

Threepio los observó en silencio hasta que desaparecieron en un recodo lejano del pasillo y luego volvió a mirar a Artoo. El robot más pequeño no había variado su posición de atención. Threepio dirigió la mirada, hacia arriba, aunque sabía que los sentidos de

Artoo eran algo más penetrantes que los suyos.

—Artoo, ¿qué ocurre?

Como respuesta obtuvo una breve ráfaga de bips.

Un instante después ya no había necesidad de sensores altamente armonizados. Durante uno o dos minutos, el pasillo continuó en un silencio letal. Después se oyó un débil roce, como el de un gato que llama a una puerta, proveniente de arriba. El extraño ruido provenía de fuertes pisadas y del traslado de un equipo voluminoso en algún punto de la nave.

Al oír varias explosiones apagadas, Threepio murmuró;

—Han entrado en algún punto por encima de nosotros. Esta vez no habrá escapatoria para el capitán.

—Giró y observó a Artoo—: Creo que será mejor que…

El chirrido del metal excesivamente dilatado dominó el ambiente antes de que Threepio terminara la frase y el extremo más lejano del pasillo quedó iluminado por un cegador destello aclínico. En algún lugar, más abajo, el reducido grupo armado que había pasado minutos antes había entrado en contacto con los atacantes de la nave.

Threepio apartó el rostro y los delicados fotorreceptores con el tiempo justo para esquivar los fragmentos de metal que salían despedidos por el pasillo.

En el extremo más lejano del cielorraso apareció un boquete y formas similares a enormes botas de metal comenzaron a caer en el suelo del pasillo. Ambos robots sabían que ninguna máquina podía igualar la fluidez con que se movían esas formas e instantáneamente adoptaron posturas de lucha. Los recién llegados no eran seres mecánicos, sino humanos acorazados.

Uno de ellos miró en línea recta a Threepio… no, no a él, pensó frenéticamente el robot aterrorizado, sino más allá de él. La figura movió el enorme rifle entre las manos acorazadas… demasiado tarde. Un rayo de intensa luz golpeó su cabeza y despidió fragmentos de coraza, hueso y carne en todas direcciones.

La mitad de las tropas imperiales invasoras giraron y comenzaron a responder al ataque en el pasillo, apuntando más allá de los dos robots.

—¡Rápido… por aquí! —ordenó Threepio con la idea de alejarse de los imperiales.

Artoo giró con él. Sólo habían dado un par de pasos cuando vieron a la tripulación rebelde en posición, más adelante, que disparaba pasillo abajo. En pocos segundos el pasillo se llenó de humo y de rayos de energía entrelazados.

Los rayos rojos, verdes y azules rebotaron en las zonas lustradas de la pared y el suelo, y abrieron largas hendeduras en las superficies metálicas. Los gritos de los humanos heridos y agonizantes — un sonido extrañamente no robótico, pensó Threepio — retumbaban penetrantemente por encima de la destrucción inorgánica.

Un rayo dio cerca de los pies del robot al mismo tiempo que otro reventaba la pared a sus espaldas, y dejaba al descubierto circuitos que echaban chispas e hileras de conductos. La fuerza del doble estallido hizo que Threepio cayera en medio de los cables destrozados, donde una docena de corrientes distintas lo convirtió en una masa retorcida y espasmódica.

Diversas sensaciones extrañas recorrieron sus terminaciones nerviosas de metal, sensaciones que no produjeron dolor sino confusión. Cada vez que se movía e intentaba librarse, se producía otro crujido violento de un nuevo grupo de componentes que se desconectaba. El ruido y los rayos artificiales se mantuvieron a su alrededor mientras la batalla continuaba con todo ardor.

El humo comenzó a llenar el pasillo. Artoo Detoo se apresuró a ayudar a su amigo. El pequeño robot mostraba una flemática indiferencia ante las energías salvajes que abarrotaban el pasillo. De todos modos, era de tan corta estatura que la mayoría de los rayos le pasaban por encima.

¡Socorro! —gritó Threepio, repentinamente asustado ante un nuevo mensaje de un sensor interno —. Creo que algo se está derritiendo. Libera mi pierna izquierda… el problema está cerca del servomotor pélvico. —Como era característico en él, su tono varió bruscamente de ruego a regaño —. ¡Tienes la culpa de todo! —gritó enfurecido—. Debí hacer algo mejor que confiar en la lógica de un asistente termocapsular de la mitad del tamaño normal. No comprendo por qué insististe en que dejáramos nuestras estaciones asignadas para bajar por este estúpido pasillo de acceso, aunque ahora no tiene importancia.

Toda la nave debe de estar…

Artoo Detoo interrumpió el discurso con unos bips y silbidos furiosos, aunque siguió cortando y tirando con precisión de los enmarañados cables de alta tensión.

—¿Sí? —agregó Threepio burlonamente—. ¡Lomismo para ti, pequeñajo… !

Una explosión desmesuradamente violenta estremeció el pasillo y ahogó su voz. Un efluvio de componentes carbonizados que quemaba los pulmones cubrióelaire y todo quedó a oscuras.

 

 

Dos metros de altura. Bípedo. Vaporosas túnicas negras que cubrían su figura y un rostro siempre enmascarado con una pantalla respiratoria de metal negro, funcional aunque estrafalaria: el Oscuro Señor del Sith constituía una forma horripilante y amenazadora a medida que avanzaba por los pasillos de la nave rebelde.

El temor acompañaba las pisadas de todos los Oscuros Señores. La nube de maldad que rodeaba al que avanzaba fue lo bastante intensa para que las aguerridas tropas imperiales retrocedieran, tan amenazadora para llevarlas a murmurar nerviosamente. Los tripulantes rebeldes, poco antes decididos a todo. dejaron de resistir, se separaron y corrieron presas del pánico al ver la armadura negra… coraza que, aunque negra, no era tan oscura como los pensamientos que corrían la mente contenida en su interior.

Un propósito, un pensamiento, una obsesión dominaban ahora esa mente. Quemaron el cerebro de Darth

Vader cuando éste giró por otro pasillo del caza averiado. El humo comenzaba a despejarse, pese a que los sonidos de la lejana lucha todavía resonaban en el casco. Aquí la batalla había concluido.

Sólo quedaba un robot, que se agitó libremente después del paso del Oscuro Señor. See Threepio se libró finalmente del último cable que le atenazaba. De algún lugar situado detrás de él llegaban los gritos humanos, pues las despiadadas tropas imperiales estaban acabando con los últimos restos de resistencia rebelde.

Threepio bajó la mirada y sólo vio la cubierta llena de cicatrices. Al volver la vista, habló con tono de suma preocupación:

—Artoo Detoo, ¿dónde estás? —El humo pareció disiparse. Threepio dirigió la mirada pasillo arriba.

Artoo Detoo parecía encontrarse allí. Pero no miraba en dirección a Threepio. El pequeño robot parecía petrificado en actitud atenta. Agachada sobre él

— incluso a los fotorreceptores electrónicos de Threepio les resultaba difícil penetrar el humo pegajoso y ácido— se hallaba una figura humana joven, esbelta y, según las laberínticas pautas estéticas humanas, dedujo Threepio, de una serena belleza. Una mano pequeña parecía moverse sobre el torso de Artoo.

Threepio clavó la vista en ellos mientras la bruma volvía a espesarse. Pero al llegar al final del pasillo, sólo Artoo estaba allí, en actitud de espera. Threepio miró más allá de él, inseguro. De vez en cuando, los robots sufrían alucinaciones electrónicas pero… ¿por qué habría de tener alucinaciones respecto a un humano?

Se encogió de hombros… Pero por qué no, sobre todo si se tenían en cuenta las confusas circunstancias de aquellos momentos y la dosis de corriente pura que acababa de absorber. No debía sorprenderle nada de lo que sus circuitos internos concatenados pudieran concebir.

—¿Dónde has estado? —preguntó por último

Threepio —. Supongo que te escondiste. — Decidió no mencionar a la figura quizás humana. Si había sido una alucinación, no le daría a Artoo la satisfacción de saber hasta qué punto los recientes acontecimientos habían alterado sus circuitos lógicos—. Regresarán por aquí — prosiguió, señalando el pasillo, y no dio al robot pequeño la oportunidad de responder —, en busca de supervivientes humanos. ¿Qué haremos ahora?

No confiarán en las máquinas de los rebeldes en el sentido de que no sabemos nada valioso. Nos enviarán a las minas de especias de Kessel o nos convertirán en repuestos para otros robots menos valiosos. Eso si no nos consideran trampas potenciales del programa y nos destruyen al vernos. Si nosotros no… —pero

Artoo ya había girado y anadeaba rápidamente por el pasillo—. Espera, ¿a dónde vas? ¿No me has oído?

—Mientras murmuraba maldiciones en varios idiomas, algunas puramente mecánicas, Threepio corrió con soltura tras su amigo. La unidad Artoo, dijo para sus adentros, podía ser un circuito cerrado total cuando se lo proponía.

 

 

Fuera del centro de mandos del crucero galáctico, el pasillo estaba lleno de hoscos prisioneros reunidos por las tropas imperiales. Algunos estaban heridos, otros agonizaban. Varios oficiales habían sido separados de los soldados y formaban un grupo aparte que dirigía beligerantes miradas y amenazas al silencioso pelotón que los mantenía a raya.

Como si hubiesen recibido una orden, todos — tanto las tropas imperiales como los rebeldes — guardaron silencio cuando una forma imponente y encapuchada apareció en un recodo del pasillo. Dos oficiales rebeldes, hasta ese momento decididos y obstinados, comenzaron a temblar. La gigantesca figura se detuvo delante de uno de los hombres y se irguió sin decir palabra. Una mano imponente rodeó el cuello del hombre y lo levantó del suelo de la cubierta. Al oficial rebelde se le salieron los ojos de las órbitas, pero guardó silencio.

Un oficial imperial, con el casco blindado echado hacia atrás — lo que permitía ver una cicatriz reciente donde un rayo de energía había traspasado su blindaje —, salió de la sala de mandos del caza y negó enérgicamente con la cabeza:

—Nada, señor. El sistema de recuperación de la información está limpio.

Darth Vader acogió la noticia con una señal de asentimiento apenas perceptible. La máscara impenetrable giró para observar al oficial al que estaba torturando. Los dedos cubiertos de metal se contrajeron.

Al elevarse, el prisionero intentó desesperadamente abrirlos por la fuerza, pero sin éxito.

—¿Dónde están los datos que interceptasteis?

—barbotó Vader amenazadoramente—. ¿Qué habéis hecho con las cintas de información?

—Nosotros… no interceptamos… ninguna información — murmuró el oficial colgado, que apenas podía respirar. De lo profundo de su ser logró extraer un chillido de indignación—: Ésta es una… nave consejera… ¿Acaso no vio nuestras… señales extemas?

Estamos… realizando… una misión… diplomática.

—¡Que el caos se apodere de vuestra misión!

—gruñó Vader—. ¿Dónde están esas cintas? —Apretó con más fuerza, con la amenaza implícita en el apretón.

Al responder, la voz del oficial era un susurro descamado y ahogado.

—Sólo… el comandante lo sabe.

—Esta nave lleva el blasón del sistema de Alderaan — farfulló Vader y la máscara respiratoria parecida a una gárgola se acercó—. ¿Hay algún miembro de la familia real a bordo? ¿A quién lleváis? —Los gruesos dedos hicieron una presión mayor y los forcejeos del oficial se tomaron aún más frenéticos. Sus últimas palabras se ahogaron y confundieron más allá de lo inteligible.

Vader no estaba satisfecho. Aunque la figura ganó flaccidez con una resolución espantosa e incuestionable, la mano siguió apretando y produjo un escalofriante chasquido y estallido de huesos, como un perro que quiebra el plástico. Después, con un jadeo de asco,

Vader arrojó el muerto en forma de muñeco contra una pared. Varios soldados imperiales se apartaron a tiempo para esquivar el horripilante proyectil.

La imponente forma giró inesperadamente y los oficiales imperiales se encogieron bajo su siniestra y aterradora mirada.

—Comenzad a destrozar esta nave pieza por pieza, componente por componente, hasta que encontréis las cintas. En cuanto a los pasajeros, si es que hay alguno, los quiero vivos — hizo una pausa y después agregó—: ¡De inmediato!

Tanto los oficiales como los hombres estuvieron a punto de chocar a causa de la prisa por marcharse… no precisamente para cumplir las órdenes de Vader, sino para alejarse de su malévola presencia.

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