Jorge Téllez

Los lectores de Alberto Chimal son de esas personas que, en caso de sorprenderte en la calle, en el metro, en el café o en el salón de clase con un libro del autor, se acercan e interactúan. Te cuentan de su libro favorito, del taller al que asistieron, de la conferencia que le escucharon, de sus clases; te hablan de su cuenta de twitter y de su página de internet. Hay que tener cuidado con ellos: contagian.

Les alegra que su escritor –pues es suyo– haya publicado ya cuatro libros desde la pasada Feria Internacional de Libro de Guadalajara. Le agradecen dos: 83 novelas (Ed. de autor, 2011) y El viajero del tiempo (Ediciones Posdata, 2011). El primero porque se distribuyó de manera gratuita en internet; el segundo porque es una recopilación de las minificciones que disfrutan desde twitter. Se emocionan porque Siete (Salto de página, 2012), una antología de su obra, se haya publicado en España y festejan que Chimal haya entrado al catálogo de nuestro pequeño canon, la colección Letras Mexicanas del Fondo de Cultura Económica. En secreto, murmuran que este año vendrá un quinto libro y luego, sobrados, citan el famoso dicho.

Sus lectores se dividen en dos grupos: los que ya saben que se acaba de publicar El último explorador (FCE, 2012) y los que ya lo están leyendo. Lo primero que allí encontrarán quienes todavía no lo abren es un personaje familiar, Horacio Kustos, a quien ya conocen por su pagina web y su cuenta de twitter . Lo que no conocen son estas diez aventuras inéditas, que van desde el resurgimiento de las torres gemelas –en otra ciudad– hasta una persecución infinita –incluye asesino al acecho.

En la primera parte del libro, Kustos padece el infierno del explorador: la inmovilidad. A la espera de una nueva misión, el protagonista vive nueve historias cuyo tema es la posibilidad de la aventura. Mientras nos preguntamos qué pasaría si por fin Kustos pudiera embarcarse en nuevas empresas, lo que hay es un personaje anclado en su melancolía. La imagen más memorable del libro nos muestra a un viajero tras bambalinas, aburrido en el pasillo de su edificio en una ciudad vieja, “y fea y triste, y por una ventana puede verse que allá abajo, en la calle, cada paso de los peatones alza un polvo amargo, del color del olvido” (p. 21).

Este Kustos atorado en una ciudad tan parecida a la nuestra sintetiza tres narrativas que la literatura ha comprobado como vías de escape. La primera –hacia el origen– es la del archivo (González Echevarría sobre García Márquez, Carpentier, Onetti, etcétera). Kustos está interesado en ordenar los reportes  de viajes que durante su vida de explorador ha redactados a petición de misteriosos patrocinadores: el explorador está en busca de su historia.

La segunda –centrada en el presente– es la del catálogo (Retratos reales e imaginarios, Hisoria universal de la infamia, Historias de cronopios y de famas, y más). La estructuración de su archivo pasa necesariamente por una ordenación enciclopédica de su historia. El ejemplo más claro –y quizá el más logrado del libro– es el capítulo titulado “Hoteles”, un recuento de los más extraños y excéntricos hoteles del mundo: hoteles bajo el agua, hoteles basados en figuras geométricas, hoteles que impiden que uno tenga recuerdos sobre ellos. Este mecanismo de enumeración es algo que los lectores de Alberto Chimal conocen desde Gente del mundo (1998) y que han disfrutado en Grey (2006) y El viajero del tiempo (2011).

La tercera –enfocada hacia el futuro– es la de los proyectos inverosímiles (Arlt y su revolución, Macedonio y la invasión de Buenos Aires, cualquiera de los iconoclastas de Wilkcock). Horacio Kustos necesita de un plan, de un proyecto que dote de sentido su vida detenida. El infructuoso intento por publicar sus reportes es uno. Su proyecto de viajes basado en una excéntrica interpretación de los mapas es otro. Un trabajo para drenar el mar, otro. Y así, el lector encuentra una sucesión de planes enrevesados que recuerda aquella frase de La sinagoga de los iconoclastas en la que se asegura que el ser humano ha encontrado uso para todos sus descubrimientos, excepto para los dos Polos.

La segunda parte del libro corresponde a la aventura más larga: “Los enemigos”. Los lectores de Chimal reconocerán en ella la desarticulación del tiempo y el espacio narrativos que ya leyeron en Los esclavos (2009), pero ahora con temas completamente distintos. En pleno viaje, Kustos hace suyas dos preocupaciones que ya aparecieron en voz de otros personajes: la distorsión y la inversión del orden narrativo. Contar algo de lo que allí sucede implicaría arruinar el gusto de los lectores que descubrirán insospechados acontecimientos, pues como bien dicen los personajes: “¿qué se salvaría de nuestro misterio si contáramos el resto?” (p. 83). Lo que sí hay que resaltar es que la melancolía y la crisis del viajero desparece gracias a un personaje que, a su modo, contagia a Kustos del único discurso de autoayuda coherente para un explorador, y que bien podría resumirse en el famoso eslogan de conocido licor: keep walking. Este libro es para leerse acompañado de un whisky en las rocas.

Después de leer esta novela habrá más argumentos y más ganas de iniciar a quien no lo conozca en la obra de este escritor mexicano. Habrá también más gente interesada en multiplicar (y en compartir con) el número de los lectores de Alberto Chimal. Lectores A. C. Lectores. 

 

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