En La guerra de los mundos, H. G. Wells lleva hasta lo monstruoso el principio de que la vida es una lucha incesante entre los seres. Los marcianos de Wells se interesan en la conquista de la Tierra no tanto por un impulso guerrero pese a que la mitología del planeta rojo nos inclinaría a inferir lo contrario, sino por el hambre y la necesidad. La Tierra significa para ellos un nuevo reducto en el cual adaptarse y prosperar, al igual que sucede cuando una especie terrícola descubre un territorio habitable. Más alejado del Sol, y por lo tanto presumiblemente formado antes que la Tierra, Marte es un planeta cuyas condiciones para la vida se han vuelto hostiles, gélidas; pero es precisamente a causa de su antigüedad por lo que sus habitantes han alcanzado un grado de evolución distinto del que conocemos y han desarrollado la tecnología necesaria para emigrar hacia territorios más propicios, así sea a costa de comenzar la primera guerra del Sistema Solar.
Este es un fragmento de esa magnífica novela
6
EL RAYO CALÓRICO EN EL CAMINO DE CHOBHAM
Todavía no se ha podido aclarar cómo lograban los marcianos matar hombres con tanta rapidez y tal silencio. Muchos opinan que en cierto modo pueden generar un calor intensísimo en una cámara completamente aislada. Este calor intenso lo proyectan en un rayo paralelo por medio de un espejo parabólico de composición desconocida, tal como funcionaba el espejo parabólico de los faros.
Pero nadie ha podido comprobar estos detalles. Sea como fuere, es seguro que lo esencial en el aparato es el rayo calórico. Calor y luz invisible. Todo lo que sea combustible se convierte en llamas al ser tocado por el rayo: el plomo corre como agua, el hierro se ablanda, el vidrio se rompe y se funde, y cuando toca el agua, ésta estalla en una nube de vapor.
Aquella noche unas cuarenta personas quedaron tendidas alrededor del pozo, quemadas y desfiguradas por completo, y durante las horas de la oscuridad el campo comunal que se extiende entre Horsell y Maybury quedó desierto e iluminado por las llamas.
Es probable que la noticia de la hecatombe llegara a Chobham, Woking y Ottershaw, más o menos, al mismo tiempo. En Woking se habían cerrado ya los negocios cuando ocurrió la tragedia, y un número de empleados, atraídos por los relatos que oyeran, cruzaban el puente de Horsell y marchaban por el camino flanqueado de setos que va hacia el campo comunal. Ya podrá imaginar el lector a los más jóvenes, acicalados después de su trabajo y aprovechando la novedad como excusa para pasear juntos y flirtear durante el paseo.
Naturalmente, hasta ese momento eran pocas las personas que sabían que el cilindro se había abierto, aunque el pobre Henderson había enviado un mensajero al correo con un telegrama especial para un diario vespertino.
Cuando estas personas salieron de a dos y de a tres al campo abierto, vieron varios grupitos que hablaban con vehemencia y miraban al espejo giratorio que sobresalía del pozo. Sin duda alguna, los recién llegados se contagiaron de la excitación reinante.
Alrededor de las ocho y media, cuando fue destruida la delegación, debe haber habido una muchedumbre de unas trescientas personas o más en el lugar, aparte de los que salieron del camino para acercarse más a los marcianos. También había tres agentes de policía, uno de ellos a caballo, que, en obediencia a las órdenes de Stent, hacían todo lo posible por alejar a la gente e impedirles que se aproximaran al cilindro. Algunos de los menos sensatos protestaron a voz en grito y se burlaron de los representantes de la ley.
Stent y Ogilvy, que temían la posibilidad de un desorden, habían telegrafiado al cuartel para pedir una compañía de soldados que protegiera a los marcianos de cualquier acto de violencia por parte de la multitud. Después regresaron para guiar al grupo que se adelantó para parlamentar con los visitantes.
La descripción de su muerte, tal como la presenció la multitud, concuerda con mis propias impresiones: las tres nubéculas de humo verde, el zumbido penetrante y las llamaradas.
Ese grupo de personas escapó de la muerte por puro milagro. Sólo les salvó el hecho de que una loma arenosa interceptó la parte inferior del rayo calórico. De haber estado algo más alto el espejo parabólico, ninguno de ellos hubiera vivido para contar lo que pasó.
Vieron los destellos y los hombres que caían y luego les pareció que una mano invisible encendía los matorrales mientras se dirigía hacia ellos. Luego, con un zumbido que ahogó al procedente del pozo, el rayo pasó por encima de sus cabezas, encendiendo las copas de las hayas que flanquean el camino, quebrando los ladrillos, destrozando vidrios, incendiando marcos de ventanas y haciendo desmoronar una parte del altillo de una casa próxima a la esquina.
Al ocurrir todo esto, el grupo, dominado por el pánico, parece haber vacilado unos momentos.
Chispas y ramillas ardientes comenzaron a caer al camino. Sombreros y vestidos se incendiaron. Luego oyeron los gritos del campo comunal.
Resonaban alaridos y gritos, y de pronto llegó hasta ellos el policía montado, que se tomaba la cabeza con ambas manos y aullaba como un endemoniado.
—¡Ya viene!—chilló una mujer.
Acto seguido se volvieron todos y empezaron a empujarse unos a otros desesperados por escapar hacia Woking. Deben haber huido tan ciegamente como un rebaño de ovejas. Donde el camino se angosta y pasa por entre dos barrancos de cierta altura se apiñó la multitud y se libró una lucha desesperada. No todos escaparon; dos mujeres y un niño fueron aplastados y pisoteados, quedando allí abandonados para morir en medio del terror y la oscuridad.
Por mi parte, no recuerdo nada de mi huida, excepto las sacudidas que me llevé al chocar contra los árboles y tropezar entre los brezos. A mi alrededor parecían cernirse los terrores traídos por los marcianos. Aquella cruel ola de calor parecía andar de un lado para otro, volando sobre mi cabeza, para descender de pronto y quitarme la vida. Llegué al camino entre la encrucijada y Horsell y corrí por allí en loca carrera.
Al fin no pude seguir adelante, estaba agotado por la violencia de mis emociones y por mi fuga, y fui a caer a un costado del camino, muy cerca donde el puente cruza el canal a escasa distancia de los gasómetros. Caí y allí me quedé.
Debo haber estado en ese sitio durante largo rato.
De pronto me senté sintiéndome perplejo. Por un momento no pude comprender cómo había llegado allí. Mi terror habíase desvanecido súbitamente. No tenía sombrero y noté que mi cuello estaba desprendido. Unos minutos había tenido frente a mí sólo tres cosas: la inmensidad de la noche, del espacio y de la Naturaleza; mi propia debilidad y angustia, y la cercanía de la muerte. Ahora era como si algo se hubiese dado vuelta y mi punto de vista se alteró por completo. No tuve conciencia de la transición de un estado mental al otro. Volví a ser de pronto la persona de todos los días, el ciudadano común y decente. El campo silencioso, el impulso de huir y las llamaradas me parecieron cosa de pesadilla. Me pregunté entonces si habrían ocurrido en realidad, mas no pude creerlo.
Me puse de pie y ascendí con paso inseguro la empinada curva del puente. Mi mente estaba en blanco, mis músculos y nervios parecían carentes de energía y creo que mis pasos eran tambaleantes. Una cabeza apareció sobre la parte superior de la curva, y al rato vi subir un obrero que llevaba un canasto. A su lado corría un niño. El hombre me saludó al pasar a mi lado. Estuve tentado de dirigirle la palabra, mas no lo hice y respondí a su saludo con una inclinación de cabeza.
Sobre el puente ferroviario de Maybury pasó un tren echando humo y pitando constantemente. Un grupo de personas conversaban a la entrada de una de las casas que constituyen el grupo llamado Oriental Terrace. Todo esto era real y conocido. ¡Y lo que dejaba atrás! Aquello era fantástico. Me dije que no podía ser.
Tal vez mis estados de ánimo sean excepcionales. A veces experimento una extraña sensación de desapego y me separo de mi cuerpo y del mundo que me rodea, observándolo todo desde afuera, desde un punto inconcebiblemente remoto, fuera del tiempo y del espacio. Esta impresión era muy fuerte en mí aquella noche. Allí tenía ahora otro aspecto de mi sueño.
Pero lo malo era la incongruencia entre esta serenidad y la muerte cierta que se hallaba a menos de dos millas de distancia. Oí el ruido de la gente que trabajaba en los gasómetros y vi encendidas todas las luces eléctricas. Me detuve junto al grupito.
—¿Qué novedades hay del campo comunal?—pregunté.
Había allí dos hombres y una mujer.
—¿Eh?—dijo uno de los hombres.
—¿Qué novedades hay del campo comunal?—repetí.
—¿No viene usted de allí?—inquirieron ambos hombres.
—La gente que ha ido al campo comunal se ha vuelto tonta—declaró la mujer—. ¿De qué se trata?
—¿No ha oído hablar de los hombres de Marte?—exclamé.
—Más de lo necesario—dijo ella, y los tres rompieron a reír.
Me sentí aturdido y furioso. Hice un esfuerzo, pero me fue imposible contarles lo ocurrido. De nuevo se rieron ante mis frases inconexas.
—Ya oirán más al respecto—dije, y seguí mi camino.
Mi esposa me esperaba a la puerta y se sobresaltó al verme tan pálido. Entré en el comedor, tomé asiento, bebí un poco de vino, y tan pronto me hube recobrado lo suficiente le conté lo que había visto. La cena, fría ya, estaba servida y quedó olvidada sobre la mesa mientras relataba yo los acontecimientos.
—Hay algo importante—expresé para calmar los temores de mi esposa—. Son las criaturas más torpes que he visto en mi vida. Quizá retengan la posesión del pozo y maten a los que se acerquen, pero de allí no pueden salir… ¡Pero qué horribles son!
—Cálmate, querido—me dijo mi esposa tomándome de la mano.
—¡Pobre Ogilvy! ¡Pensar que debe estar allí sin vida!
Por lo menos, a mi esposa no le resultó increíble el relato. Cuando vi lo pálida que estaba, callé de pronto.
—Podrían venir aquí—dijo ella una y otra vez.
La obligué a tomar un poco de vino y traté de tranquilizarla.
—Apenas si pueden moverse—le dije.
Comencé a calmarla repitiendo todo lo que me dijera Ogilvy acerca de la imposibilidad de que los marcianos se establecieran en la Tierra. Mencioné especialmente la dificultad presentada por nuestra fuerza de gravedad. Sobre la superficie de la Tierra la atracción es tres veces mayor que sobre Marte. Por tanto, los marcianos debían pesar aquí tres veces más que en su planeta, aunque su fuerza muscular fuera la misma. En verdad, ésta era la opinión general. Tanto el Times como el Daily Telegraph, por ejemplo, insistieron sobre el punto la mañana siguiente, y ambos diarios pasaron por alto, como lo hice yo, dos influencias que evidentemente habrían de modificar esta situación para los visitantes.
Ahora sabemos que la atmósfera de la Tierra contiene mucho más oxígeno o mucho menos argón que la de Marte. La influencia vigorizadora de este exceso de oxígeno debe, sin duda, haber contrarrestado el efecto del aumento de peso en sus cuerpos. Además, todos olvidamos el hecho de que los marcianos poseían suficiente habilidad mecánica como para no verse obligados a hacer más esfuerzos musculares que los necesarios.
Mas yo no tuve en cuenta esos puntos en aquel momento, y, por tanto, mi razonamiento resultó fallido. Una vez que me hube alimentado y me vi ante la necesidad de tranquilizar a mi esposa, fui cobrando más valor.
—Han cometido un error—comenté—. Son peligrosos porque seguramente están aterrorizados. Tal vez no esperaban encontrar aquí seres vivientes y mucho menos dotados de inteligencia. Una granada en el pozo terminará con todos ellos si es necesario.
La intensa excitación producida por los acontecimientos presenciados puso a mis poderes perceptivos en un estado de eretismo. Aun ahora recuerdo con toda claridad todos los detalles de la mesa a la que estuve sentado. El rostro ansioso de mi esposa, que me contemplaba a la luz de la lámpara; el mantel blanco y el servicio de platería y cristal—pues en aquel entonces hasta los escritores de temas filosóficos teníamos ciertos lujos—; el vino en mi copa… Todo ello está claramente grabado en mi cerebro.
Al terminar la cena me puse a fumar un cigarrillo, mientras lamentaba el arrojo de Ogilvy y hacía comentarios sobre la exterminación de los marcianos.
Lo mismo habrá hecho algún respetable elido de la isla de Francia cuando comentó en su nido la llegada de aquel barco lleno de marineros que necesitaban alimentos. «Mañana los mataremos a picotazos, querida».
Yo lo ignoraba, pero aquélla fue mi última cena civilizada en un período de muchos días extraños y terribles.
En mi opinión, lo más extraordinario de todo lo extraño y maravilloso que ocurrió aquel viernes fue el encadenamiento de los hábitos comunes de nuestro orden social con los primeros comienzos de la serie de acontecimientos que habrían de echar por tierra aquel orden.
Si el viernes por la noche se hubiera tomado un par de compases y trazado un círculo con un radio de cinco millas alrededor de los arenales de Woking, dudo que se hubiera encontrado fuera de ese círculo ningún ser humano—a menos que fuera algún pariente de Stent o de los tres o cuatro ciclistas y londinenses que yacían muertos en el campo comunal—cuyas emociones o costumbres fueran afectadas en lo mínimo por los visitantes del espacio.
Muchas personas habían oído hablar del cilindro y lo comentaban en sus momentos de ocio; pero es seguro que el extraño objeto no produjo la sensación que habría causado un ultimátum dado a Alemania.
El telegrama que mandó Henderson a Londres describiendo la abertura del proyectil fue considerado como una invención, y después de telegrafiar pidiendo que lo ratificara sin obtener respuesta, su diario decidió no imprimir una edición especial.
Dentro del círculo de cinco millas la mayoría de la gente no hizo nada. Yo he descrito la conducta de los hombres y mujeres con quienes hablé. En todo el distrito la gente cenaba tranquilamente; los trabajadores atendían sus jardines después de la labor del día; los niños eran llevados a la cama; los jóvenes paseaban por los senderos haciéndose el amor; los estudiantes leían sus textos.
Quizá hubiera ciertos murmullos en las calles de la villa y un tópico dominante en las tabernas. Aquí y allá aparecía un mensajero o algún testigo ocular, causando gran entusiasmo y muchos corros. Pero en su mayor parte continuó como siempre la rutina de trabajar, comer, beber y dormir… Parecía que el planeta Marte no existiera en el universo. Aun en la estación de Woking y en Horsell y Chobham ocurría esto.
En el empalme Woking, hasta horas muy avanzadas, los trenes paraban y seguían viaje; los pasajeros descendían y subían a los vagones y todo marchaba como de costumbre. Un muchacho de la ciudad vendía diarios con las noticias de la tarde. El ruido seco de los parachoques al chocar y el agudo silbato de las locomotoras se mezclaban con sus gritos de «Hombres de Marte».
Hombres muy nerviosos entraron a las nueve en la estación con noticias increíbles y no causaron más turbación que la que podrían haber provocado algunos ebrios. La gente que viajaba hacia Londres asomábase a las ventanillas y sólo veían algunas chispas que danzaban en el aire en dirección a Horsell, un resplandor rojizo y una nube de humo en lo alto, y pensaban que no ocurría nada más serio que un incendio entre los brezos. Sólo alrededor del campo comunal se notaba algo fuera de lugar. Había media docena de aldeas que ardían en los límites de Woking. Veíanse luces en todas las casas que daban al campo y la gente estuvo despierta hasta el amanecer.
Una multitud de curiosos se hallaba en los puentes de Chobham y de Horsell. Más tarde se supo que dos o tres arrojados individuos partieron en la oscuridad y se acercaron, arrastrándose, hasta el pozo; pero no volvieron más, pues de cuando en cuando un rayo de luz como el de un faro recorría el campo comunal, y tras de él seguía el rayo calórico. Salvo estos dos o tres infortunados, el campo estaba silencioso y desierto, y los cadáveres quemados estuvieron tendidos allí toda la noche y todo el día siguiente. Muchos oyeron el resonar de martillos procedentes del pozo.
Así estaban las cosas el viernes por la noche. En el centro, y clavado en nuestro viejo planeta como un dardo envenenado, se hallaba el cilindro. Mas el veneno no había comenzado a surtir efecto todavía. A su alrededor había una extensión de terreno que ardía en partes y en el que se veían algunos objetos oscuros que yacían en diversas posiciones. Aquí y allá había un seto o un árbol en llamas. Más allá se extendía una línea ocupada por personas dominadas por el terror, y al otro lado de esa línea no se había extendido aún el pánico. En el resto del mundo continuaba fluyendo la vida como lo hiciera durante años sin cuento. La fiebre de la guerra, que poco después habría de endurecer venas y arterias, matar nervios y destruir cerebros, no se había desarrollado aún.
Durante toda la noche estuvieron los marcianos martillando y moviéndose, infatigables en su trabajo, con máquinas que preparaban. A veces levantábase hacia el cielo estrellado una nubécula de humo verdoso.
Alrededor de las once pasó por Horsell una compañía de soldados, que se desplegó por los bordes del campo comunal para formar un cordón. Algo más tarde pasó otra compañía por Chobham para ocupar el límite norte del campo. Más temprano habían llegado allí varios oficiales del cuartel de Inkerman y se lamentaba la desaparición del mayor Edén. El coronel del regimiento llegó hasta el puente de Chobham y estuvo interrogando a la multitud hasta la medianoche. Las autoridades militares comprendían la seriedad de la situación. Según anunciaron los diarios de la mañana siguiente, a eso de las once de la noche partieron de Aldershot un escuadrón de húsares, dos ametralladoras Maxim y unos cuatrocientos hombres del Regimiento de Cardigan.
Pocos segundos después de medianoche, el gentío que se hallaba en el camino de Chertsey vio caer otra estrella, que fue a dar entre los pinos del bosquecillo que hay hacia el noroeste. Cayó con una luz verdosa y produjo un destello similar al de los relámpagos de verano. Era el segundo cilindro.