¿Qué es un virus? Imagínese que un virus ataca como lo haría un infiltrado del MOSSAD. Desde adentro, sigilosamente y con cuidado. Usted no lo sabe, pero el virus ya está en su interior y ha comenzado a adaptarse. Ahí radica su éxito, en la capacidad de adaptación. Continuará con su vida normalmente mientras el nuevo intruso aprende de sus sistemas de defensa y los carcome, logrando subsistir devorando sus entrañas. Los virus más exitosos son aquellos que se adaptan tan bien al huésped que habitan, que este último no nota su presencia; o por lo menos no la reconoce como virus. Si es exitoso, en algún momento se hará notar, causándole molestias o incomodándolo, aunque usted ni siquiera sospeche la procedencia, pues aunque ya esté infectado, el virus (como el VIH), tomará varias más de un mes en incubar y no podrá ser detectado aun con pruebas médicas. El agente solo romperá la simbiosis con usted a momentos, para evitar ser detectado. Cuando un virus no se adapta termina por destruir a su huésped o se extermina a sí mismo, pero generalmente sucede lo primero, así que mejor rece para que se adapte. Para sobrevivir debe lograr un estado de parasitismo que no acabe con el huésped, pero ¿necesariamente un virus tiene que perjudicar a su anfitrión? Sí, aunque no en todo momento. Los virus fascinan a los científicos porque parecen tener inteligencia propia: son capaces −y así sucede en la mayoría de los casos− de mantener un estado de simbiosis con el huésped que los vuelve indetectables, para luego, en el momento oportuno, ¡PUM! Atacar. Tenga cuidado, el momento de ser atacado puede estar cerca.
Lo mismo ocurre con el lenguaje −como explica William Burroughs (EE. UU., 1914-1997) −, que ha logrado un estado de simbiosis cuasi perfecto que hace que lo reconozcamos como si saliera de nosotros. Burroughs va más allá y afirma que “esta relación simbiótica se está rompiendo”, pero no parece que sea así. No es que la simbiosis se esté rompiendo ahora −o hace poco más de cuarenta años, cuando se publicó La revolución electrónica−, sino que, como cualquier otro virus, necesita hacer notar su presencia, y para esto es forzoso romper a momentos la relación de beneficio mutuo. Los efectos perjudiciales de la palabra escrita se han dado ya en numerosas ocasiones: manipulación, engaño, provocación y hasta destrucción misma (como lo sugieren los experimentos realizados por Burroughs y explicados con su teoría de las grabadoras, que afirma la posibilidad de obligar al cierre de un establecimiento descodificando un mensaje procedente de ese lugar, posicionando al experimentador como Dios), pero también hemos descubierto su enorme potencial para beneficiarnos: (dentro de la limitaciones que me impone el lenguaje para expresarlo) nos permite codificar un mensaje, en otras palabras, comunicarnos, en torno a lo cual giramos a diario.
La revolución electrónica (1970) es un manifiesto en torno al lenguaje considerado literalmente como virus, en el que el escritor estadounidense hace un llamado −entre otras cosas− a poner a prueba su hipótesis y a terminar con el poder mediático. Para eso propone la teoría de las grabadoras y su ya conocida técnica del cut-up con grabaciones que asegura, pueden acabar con el lugar que deseemos en cuestión de días. Burroughs creía tan firmemente en lo que planteaba y en su efectividad, que no se limitó a la teoría, y en varias ocasiones encontramos instrucciones en forma de receta que se deben seguir si se quiere comprobar lo que afirma.
Para dejarlo más claro, repasemos una lección de la historia reciente. Hacia finales de 2003, Howard Dean, militante del partido demócrata estadounidense, se perfilaba como el precandidato favorito para contender contra la reelección de Bush al año siguiente. Su discurso contra las políticas exteriores de Bush, acompañado de un extraordinario uso del internet logró cautivar a miles de seguidores, y no solo eso, el dinamismo creado por los blogs en la web que permitían a cualquiera sumar sus opiniones a la campaña tuvo tanto éxito que los seguidores comenzaron a realizar aportaciones monetarias que por un momento permitieron a Dean soñar con una campaña financiada por los votantes de forma directa. Pero el sueño y la candidatura se esfumaron de la noche a la mañana. Al parecer a los medios –y a algunos otros poderosos- no les gusto la idea e hicieron circular videos editados en los que se mostraba a Dean gritando eufórico ante una multitud aparentemente silente. Los medios lo calificaron como “casi psicótico” e “inestable” para “tener acceso a bombas nucleares” y en unos cuantos días Dean se despidió de todo, el senador John Kerry −quién ya había mostrado su apoyo a Bush en momentos decisivos− fue elegido candidato en el 2004 y Bush consiguió el segundo periodo.
La propuesta de Burroughs recuerda a una de las tantas películas famosas protagonizadas por Leonardo DiCaprio, rodada bajo la dirección de Christopher Nolan y presentada en 2010: Inception (El Origen en Hispanoamérica). La película no es pulcra, pero en esencia parece un intento por llevar a la pantalla la teoría de uno de los miembros más importantes de la Generación Beat: implantar una idea en su forma más prístina en la mente de una persona, para que suceda lo que la mayoría de las veces sobreviene: que la idea germine y se reproduzca, hasta invadir la totalidad de los pensamientos y lograr dominio absoluto (no como virus, es un virus). Tal vez sea para que la historia tenga sustento, pero la cinta lo hace ver mucho más complicado de lo que es. Repasemos lo que dice William: “cuando el sistema nervioso humano descodifica un mensaje codificado, éste aparecerá ante el sujeto como si fueran ideas suyas que acaban de ocurrírsele”. Y esto es completamente verdadero, ¿cuántas veces no hemos leído, visto, o escuchado algo que nos parece una gran idea en determinado lugar, y que luego reproducimos como una idea propia? Si nos detenemos un minuto a reflexionar quizá seamos conscientes de que la idea no es nuestra y la hemos tomado de algún lado, pero nos resultará prácticamente imposible recordar dicha fuente, y puede que ni siquiera nos interese. Los artistas lo llamarán influencia, los estudiosos puritanos plagio, pero lo cierto es que acontece con más regularidad de la que creemos. De hecho, los medios de comunicación masiva lo hacen a diario con millones de personas, lo que revela la increíble facilidad con la que se puede lograr que alguien crea o persiga algo como si siempre lo hubiese deseado.
La idea generalmente es más eficiente en forma de pregunta. ¿Cómo hacen los medios inteligentes para volcar la crítica pública sobre un político? Plantan la duda. La afirmación genera detractores y no es universal, la duda sí. Cada quien puede darle la respuesta que más le agrade, pero la dude persiste, y cuando esto pasa, carcome nuestro interior lentamente hasta declararse triunfadora. Así es la duda que surge en la enamorada después de recibir una llamada de la que dice ser amante de su pareja, la incertidumbre y la desconfianza han sido sembradas, el virus ha comenzado su expansión.
La razón por la que no habíamos advertido la presencia de este extraño elemento, es muy simple y ya la he mencionado: habita en nosotros y ha llevado a cabo con tanta precisión su tarea, que lo hemos adoptado como algo inherente a nosotros, una especie de órgano indispensable para sobrevivir. No es raro escuchar que a alguien ‘se le salió’ decir cierta cosa que no quería (o no debía) externar; la teoría dicta que el humano creó el lenguaje como un código para comunicarse, pero en ocasiones parece que él nos controla a nosotros, no lo cuestionamos, lo obedecemos. Los problemas de conceptos son mucho más que solo eso: el lenguaje, y por ende sus componentes, delimitan nuestro mundo. Aquél que no lo crea intente recordar que pasó la última vez que repitió una mentira constantemente, creyendo ser consciente de la verdad, ¿acaso no termino, en el mejor de los casos, cuestionándose cuál era la verdad? Entonces, ¿es el lenguaje un virus? Dejemos que la duda se instale, y que el tiempo la responda.
Aquí la referencia del libro citado:
Burroughs, W. (2011). La revolución electrónica. México, D.F.: duplicados.