El Loco, Gibran Khalil Gibran

El Loco, Gibran Khalil Gibran


Me preguntáis como me volví loco. Así sucedió:

Un día, mucho antes de que nacieran los dioses, desperté de un profundo sueño y descubrí que me habían robado todas mis máscaras -si; las siete máscaras que yo mismo me había confeccionado, y que llevé en siete vidas distintas-; corrí sin máscara por las calles atestadas de gente, gritando:

-¡Ladrones! ¡Ladrones! ¡Malditos ladrones!

Hombres y mujeres se reían de mí, y al verme, varias personas, llenas de espanto, corrieron a refugiarse en sus casas. Y cuando llegué a la plaza del mercado, un joven, de pie en la azotea de su casa, señalándome gritó:

-Miren! ¡Es un loco!

Alcé la cabeza para ver quién gritaba, y por vez primera el sol besó mi desnudo rostro, y mi alma se inflamó de amor al sol, y ya no quise tener máscaras. Y como si fuera presa de un trance, grité:

-¡Benditos! ¡Benditos sean los ladrones que me robaron mis máscaras!

Así fue que me convertí en un loco.

Y en mi locura he hallado libertad y seguridad; la libertad de la soledad y la seguridad de no ser comprendido, pues quienes nos comprenden esclavizan una parte de nuestro ser.

Pero no dejéis que me enorgullezca demasiado de mi seguridad; ni siquiera el ladrón encarcelado está a salvo de otro ladrón.

 

DIOS

 

En los días de mi más remota antigüedad, cuando el temblor primero del habla llegó a mis labios, subí a la montaña santa y hablé a Dios, diciéndole:

-Amo, soy tu esclavo. Tu oculta voluntades mi ley, y te obedeceré por siempre jamás.

Pero Dios no me contestó, y pasó de largo como una potente borrasca.

Y mil años después volví a subir a la montaña santa, y volví a hablar a Dios, diciéndole:

-Creador mío, soy tu criatura. Me hiciste de barro, y te debo todo cuanto soy.

Y Dios no contestó; pasó de largo como mil alas en presuroso vuelo.

Y mil años después volví a escalar la montaña santa, y hablé a Dios nuevamente, diciéndole:

-Padre, soy tu hijo. Tu piedad y tu amor me dieron vida, y mediante el amor y la adoración a ti heredaré tu Reino. Pero Dios no me contestó; pasó de largo como la niebla que tiende un velo sobre las distantes montañas.

Y mil años después volví a escalar la sagrada montaña, y volví a invocar a Dios, diciéndole:

-¡Dios mío!, mi supremo anhelo y mi plenitud, soy tu ayer y eres mi mañana. Soy tu raíz en la tierra y tú eres mi flor en el cielo; junto creceremos ante la faz del sol.

Y Dios se inclinó hacia mí, y me susurró al oído dulces palabras. Y como el mar, que abraza al arroyo que corre hasta él, Dios me abrazó.

Y cuando bajé a las planicies, y a los valles vi que Dios también estaba allí.

 

AMIGO MÍO

 

Amigo mío… yo no soy lo que parezco. Mi aspecto exterior no es sino un traje que llevo puesto; un traje hecho cuidadosamente, que me protege de tus preguntas, y a ti, de mi

negligencia.

El «yo» que hay en mí, amigo mío, mora en la casa del silencio, y allí permanecerá para siempre, inadvertido, inabordable.

No quisiera que creyeras en lo que digo ni que confiaras en lo que hago, pues mis palabras no son otra cosa que tus propios pensamientos, hechos sonido, y mis hechos son tus propias esperanzas en acción.

Cuando dices: «El viento sopla hacia el oriente», digo: «Sí, siempre sopla hacia el oriente»; pues no quiero que sepas entonces que mi mente no mora en el viento, sino en el mar.

No puedes comprender mis navegantes pensamientos, ni me interesa que los comprendas. Prefiero estar a solar en el mar.

Cuando es de día para tí, amigo mío, es de noche para mí; sin embargo, todavía entonces hablo de la luz del día que danza en las montañas, y de la sombra purpúrea que se abre paso por el valle; pues no puedes oír las canciones de mi oscuridad, ni puedes ver mis alas que se agitan contra las estrellas, y no me interesa que oigas ni que veas lo que pasa en mí; prefiero estar a solas con la noche.

Cuando tú subes a tu Cielo yo desciendo a mi infierno. Y aún entonces me llamas a través del golfo infranqueable que nos separa: » ¡Compañero! ¡Camarada!» Y te contesto:

» ¡Compañero! ¡Camarada!, porque no quiero que veas mi Infierno. Las llamas te cegarían, y el humo te ahogaría. Y me gusta mi Infierno; lo amo al grado de no dejar que lo visites. Prefiero estar solo en mi Infierno.

Tu amas la Verdad, la Belleza y lo Justo, y yo, por complacerte, digo que está bien, y simulo amar estas cosas. Pero en el fondo de mi corazón me río de tu amor por estas entidades. Sin embargo, no te dejo ver mi risa: prefiero reír a solas.

Amigo mío, eres bueno, discreto y sensato; es más: eres perfecto. Y yo, a mi vez, hablo contigo con sensatez y discreción, pero… estoy loco. Sólo que enmascaro mi locura. Prefiero estar loco, a solas.

Amigo mío, tú no eres mi amigo. Pero, ¿cómo hacer que lo comprendas? Mi senda no es tu senda y, sin embargo, caminamos juntos, tomados de la mano.

 

EL ESPANTAPÁJAROS

 

-Debes de estar cansado de permanecer inmóvil en este solitario campo- dije en día a un espantapájaros.

-La dicha de asustar es profunda y duradera; nunca me cansa- me dijo.

Tras un minuto de reflexión, le dije:

-Es verdad; pues yo también he conocido esa dicha. -Sólo quienes están rellenos de paja pueden conocerla -me dijo.

Entonces, me alejé del espantapájaros, sin saber si me había elogiado o minimizado.

Transcurrió un año, durante el cual el espantapájaros se convirtió en filósofo.

Y cuando volví a pasar junto a él, vi que dos cuervos habían anidado bajo su sombrero.

 

LAS SONÁMBULAS

 

En mi ciudad natal vivían una mujer y sus hija, que caminaban dormidas.

Una noche, mientras el silencio envolvía al mundo, la mujer y su hija caminaron dormidas hasta que se reunieron en el jardín envuelto en un velo de niebla.

Y la madre habló primero:

– ¡Al fin! -dijo-. ¡Al fin puedo decírtelo, mi enemiga! ¡A ti, que destrozaste mi juventud, y que has vivido edificando tu vida en las ruinas de la mía! ¡Tengo deseos de matarte!

Luego, la hija habló, en estos términos:

– ¡Oh mujer odiosa, egoísta .y vieja! ¡Te interpones entre mi libérrimo ego y yo! ¡Quisieras que mi vida fuera un eco de tu propia vida marchita! ¡Desearías que estuvieras muerta!

En aquel instante cantó el gallo, y ambas mujeres despertaron.

-¿Eres tú, tesoro? -dijo la madre amablemente.

-Sí; soy yo, madre querida -respondió la hija con la misma amabilidad.

 

EL PERRO SABIO

 

Un día, un perro sabio pasó cerca de un grupo de gatos. Y viendo el perro que los gatos parecían estar absortos, hablando entre sí, y que no advertían su presencia, se detuvo a escuchar lo que decían.

Se levantó entonces, grave y circunspecto, un gran gato, observó a sus compañeros.

-Hermanos -dijo-, orad; y cuando hayáis orado una y otra vez, y vuelto a orar, sin duda alguna lloverán ratones del cielo.

Al oírlo, el perro rió para sus adentros, y se alejó de los gatos, diciendo:

-¡Ciegos e insensatos felinos! ¿No está escrito, y no lo he sabido siempre, y mis padres antes que yo que lo que llueve cuando elevamos al Cielo súplicas y plegarias son huesos, y no ratones?

 

LOS DOS ERMITAÑOS

 

En una lejana montaña vivían dos ermitaños que rendían culto a Dios y que se amaban uno al otro.

Los dos ermitaños poseían una escudilla de barro que constituía su única posesión.

Un día, un espíritu malo entró en el corazón del ermitaño más viejo, el cual fue a ver al más joven.

-Hace ya mucho tiempo que hemos vivido juntos -le dijo-. Ha llegado la hora de separarnos. Por tanto, dividamos nuestras posesiones.

Al oírlo, el ermitaño más joven se entristeció.

-Hermano mío -dijo-, me causa pesar que tengas que dejarme. Pero si es necesario que te marches, que así sea. Y fue por la escudilla de barro, y se la dio a su compañero, diciéndole

-No podemos repartirla, hermano; que sea para ti.

-No acepto tu caridad -replicó el otro-. No tomaré sino lo que me pertenece. Debemos partirla.

El joven razonó:

-Si rompemos la escudilla, ¿de qué nos servirá a ti o a mí? Si te parece, propongo que la juguemos a suerte.

Pero el ermitaño persistió en su empeño.

-Sólo tomaré lo que en justicia me corresponde, y no confiaré la escudilla ni mis derechos a la suerte. Debe partirse la escudilla.

El ermitaño más joven, viendo que no salían razones, dijo:

-Está bien: si tal es tu deseo, y si te niegas a aceptar la escudilla, rompámosla y repartámosla.

Y entonces el rostro del ermitaño más viejo se descompuso de ira, y gritó:

– ¡Ah, maldito_ cobarde! no te atreves a pelear, ¿eh?

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