El nombre de la rosa

El nombre de la rosa


«El Nombre de la Rosa» fue la novela más vendida de Umberto Eco, un bestseller con más de 30 millones de copias vendidas y traducida a casi 50 idiomas.

Fue la obra que colocó el nombre de Umberto Eco más allá de la semiótica y la comunicación y que lo catapultó para ser conocido por un amplio público.

Este es un fragmento de la obra

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Primer día

 

HACIA NONA

 

Donde Guillermo tiene un diálogo muy erudito con Severino el herbolario.

 

Atravesamos la nave central y salimos por la portada que habíamos cruzado al entrar. Las palabras de Ubertino, todas, seguían zumbándome en la cabeza.

 

-Es un hombre extraño -rne atreví a decir.

 

-Es, o ha sido, en muchos aspectos, un gran hombre -dijo Guillermo-. Pero precisamente por eso es extraño. Sólo los hombres pequeños parecen normales. Ubertino habría podido convertirse en uno de los herejes que contribuyó a llevar a la hoguera, o en un cardenal de la santa iglesia romana. Y estuvo muy cerca de ambas perversiones. Cuando hablo con Ubertino me da la impresión de que el infierno es el paraíso visto desde la otra parte.

 

No entendí lo que quería decir.

 

-¿Desde qué parte? -pregunté.

 

-Pues sí -admitió Guillermo-, se trata de saber si hay partes, y si hay un todo. Pero no escuches lo que digo. Y no mires más esa portada -dijo, dándome unos golpecitos en la nuca mientras mi mirada volvía a dirigirse hacia aquellas fascinantes esculturas-. Por hoy ya te han asustado bastante. Todos.

 

Cuando me volví de nuevo hacia la salida, vi ante mí otro monje. Podía tener la misma edad que Guillermo. Nos sonrió y nos saludó con cortesía. Dijo que era Severino da Sant’Ernmerano, y que era el padre herbolario, que se cuidaba de los baños, del hospital y de los huertos, y que se ponía a nuestra disposiczón si deseábamos que nos guiase por el recinto de la abadía.

 

Guillermo le tlio las gracias y dijo que al entrar ya había reparado en eI bellísimo huerto, que, por lo que podía apreciarse a través de la nieve, no sólo parecía contener plantas comestibles sino también albergar hierbas medicinales.

 

-En verano o en primavera, con la variedad de sus hierbas, adornadas cada una con sus flores, este huerto canta mejor la gloria del Creador -dijo a modo de excusa Severino-. Pero incluso en esta estación el ojo del herbolario ve a través de las ramas secas las plantas que crecerán más tarde, y puedo decirte que este huerto es más rico que cualquier herbario, y más multicolor, por bellísimas

que sean las miniaturas que este último contenga. Además, también en invierno crecen hierbas buenas, y en el laboratorio tengo otras que he recogido y guardado en frascos. Así, con las raíces de la acederilla se curan los catarros, y son una decocción de raíces de malvavisco se hacen compresas para las enfermedades de la piel, con el lampazo se cicatrizan los eczemas, triturando y macerando el rizoma de la bistorta se curan las diarreas y algunas enfermedades de las mujeres, la pimienta es un buen digestivo, la fárfara es buena para la tos, y tenemos buena genciana para la digestión, y orozuz, y enebro para preparar buenas infusiones, y saúco con cuya corteza se prepara una decocción para el hígado, y saponaria, cuyas raíces se maceran en agua fría y son buenas para el catarro, y valeriana, cuyas virtudes sin duda conocéis.

 

-Tenéis hierbas muy distintas y que se dan en climas muy distintos. ¿Cómo puede ser?

 

-Lo debo, por un lado, a la misericordia del Señor, que ha situado nuestro altiplano entre una cadena meridional que mira al mar, cuyos vientos cálidos recibe, y la montaña septentrional, más alta, que le envía sus bálsamos silvestres. Y por otro lado lo debo al hábito del arte que indignamente he adquirido por voluntad de mis maestros. Ciertas plantas pueden crecer, aunque el clima sea adverso, si cuidas el suelo que las rodea, su alimento, y si vigilas su desarrollo.

 

-¿Pero también tenéis plantas que sólo sean buenas   para comer? -pregunté.

 

-Has de saber, potrillo hambriento, que ne hay plantas buenas para comer que no sean también buenas para curar, siempre y cuando se ingieran en la medida adecuada. Sólo el exceso las convierte en causa de enfermedad. Por ejemplo, la calabaza. Es de naturaleza fría y húmeda y calma la sed, pero cuando está pasada provoca diarrea y debes tomar una mezcla de mostaza y salmuera para astringir tus vísceras. ¿Y las cebollas? Calientes y húmedas, pocas, vigorizan el coito, naturalmente en aquellos que no han pronunciado nuestros votos. En exceso, te producen pesadez de cabeza y debes contrarrestar sus efectos tomando leche con vinagre. Razón de más -añadió con malicía- para que un joven monje guarde siempre moderación al comerlas. En cambio, puedes comer ajo. Cálido y seco, es bueno contra los venenos. Pero no exageres, expulsa demasiados humores del cerebro. En cambio, las judías producen orina y engordan ambas cosas muy buenas. Pero provocan malos sueños. Aunque no tantos como otras hierbas, porque las hay incluso que provocan malas visiones.

 

-¿Cuáles? -pregunté.

 

-¡Vamos, vamos, nuestro novicio quiere saber demasiado! Son cosas que sólo el herbolario debe saber; si no, cualquier irresponsable podría ir por ahí suministrando visiones, o sea mintiendo con las hierbas.

 

-Pero basta un poco de ortiga -dijo entonces Guillermo-, o de roybra o de olieribus, para protegerte de las visiones. Confío en que estas buenas hierbas no falten en vuestro huerto.

 

Severino miró de reojo a mi maestro:

 

-¿Sabes de hierbas?

 

-No mucho -dijo Guillermo con modestia-. En cierta ocasión tuve entre mis manos el Theatrum sanitatis de Ububchasym de Baldach. . .

 

-Abdul Asan al Muchtar ibn Botlan.

 

-O Ellucasim Elimittar, como prefieras. Me pregunto si existirá alguna copia aquí.

 

-Y de las más bellas, con exquisitas ilustraciones.

 

-Alabado sea el cielo. ¿Y el De virtutibus herbarum de Platearius?

 

-También está, y De plantis de Aristóteles, traducido por Alfredo de Sareshel.

 

-He oído decir que en realidad no es de Aristóteles -observó Guillermo-, como se descubrió que no lo es De causis.

 

-De todos modos es un gran libro -observó Severino, y mi maestro le aseguró que pensaba lo mismo, pero sin preguntarle si se refería a De plantis o a De causis, obras que yo desconocía, pero de cuya gran importancia había quedado convencido al escuchar aquella conversación.

 

-Me agradaría -concluyó Severino- conversar honestamente contigo sobre las hierbas.

 

-Y a mí más todavía -dijo Guillermo-, pero, ¿no violaremos la regla de silencio que impera, creo, en vuestra orden?

 

-La regla -dijo Severino- se ha ido adaptando con los siglos a las exigencias de las distintas comunidades. La regla preveía la lectio divina pero no el estudio. Sin embargo, ya sabes hasta qué punto nuestra orden ha desarrollado la investigación sobre las cosas divinas y las cosas humanas. La regla también preve que el dormitorio sea común, pero a veces es justo que, como sucede aquí, los monjes puedan reflexionar también durante la noche, y por tanto cada uno dispone de su propia celda. La regla es muy severa en lo que se refiere al silencio, e incluso aquí está  prohibido que converse con sus hermanos no sólo el monje que realiza trabajos manuales sino también el que escribe o lee. Pero la abadía es ante todo una comunidad de estudiosos, y a menudo es útil que los monjes intercambien los tesoros de doctrina que van acumulando. Toda conversación relativa a nuestros estudios se considera lícita y beneficiosa, siempre y cuando no se desarrolle en el refectorio o durante las horas de los oficios sagrados.

 

-¿Tuviste ocasión de hablar mucho con Adelmo da Otranto? -preguntó de pronto Guillermo.

 

Severino no pareció sorprenderse.

 

-Veo que el Abad ya te ha hablado -dijo-. No. Con él no solía conversar. Pasaba el tiempo pintando miniaturas. A veces lo oí discutir con otros monjes, Venancio de Salvemec, o Jorge de Burgos, sobre la índole de su trabajo. Además, yo no paso el día en el scriptorium sino en mi laboratorio -y señaló el edificio del hospital.

 

-Comprendo -dijo Guillermo-. Entonces no sabes si Adelmo tenía visiones.

 

-¿Visiones?

 

-Como las que provocan tus hierbas, por ejemplo.

 

Severino se puso rígido:

 

-Ya te he dicho que vigilo mucho las hierbas peligrosas.

 

-No me refería a eso -se apresuró a aclarar Guillermo-. Hablaba de las visiones en general.

 

-No entiendo -insistió Severino.

 

-Pensaba que un monje que se pasea de noche por el Edificio, donde según reconoció el Abad pueden sucederle cosas tremendas al que allí penetre durante las horas prohibidas, pues bien, pensaba que podía haber tenido visiones diabólicas capaces de empujarlo al abismo.

 

-Ya te he dicho que no frecuento el scriptorium, salvo cuando necesito algún libro, pero suelo tener mis propios herbarios, que guardo en el hospital. Como ya te he dicho, Adelmo estaba mucho con Jorge, con Venancio y desde luego con Berengario.

 

También yo advertí la leve vacilación en la voz de Severino.

 

A mi maestro no se le había escapado:

 

-¿Berengario? ¿Por qué desde luego?

 

-Berengario da Arundel, el ayudante del bibliotecario. Eran de la misma edad, hicieron juntos el noviciado, era normal que tuviesen cosas de que hablar. Eso quería decir.

 

-Entonces era eso lo que querías decir -comentó Guillermo, y me asombr´r de que no insistiese en el asunto. Lo que hizo fue cambiar bruscamente de tema-. Pero quizá sea hora de que entremos en el Edificio. ¿Quieres guiarnos?

 

-Con mucho gusto -dijo Severino con alivio más que evidente.

 

Nos condujo por el costado del huerto hasta la fachada occidental del Edificio.

 

-En la parte que da al huerto está la puerta de la cocina -dijo-, pero la cocina sólo ocupa la mitad occidental de la planta baja, en la otra mitad está el refectorio. En la parte meridional, a la que se llega pasando por detrás del coro de la iglesia, hay otras dos puertas que Ilevan a la cocina y al refectorio. Pero entremos por ésta, porque desde la cocina podremos pasar al interior del refectorio.

 

Al entrar en la amplia cocina advertí que, en el centro, el Edificio engendraba, en toda su altura, un patio octagonal. Como más tarde comprendí, era una especie de pozo muy grande, privado de accesos, al que daban, en cada piso, una serie de amplias ventanas similares a las que se abrían hacia el exterior. La cocina era un atrio inmenso lleno de humo, donde ya muchos sirvientes se ajetreaban en la preparación de los platos para la cena. En una gran mesa dos de ellos estaban haciendo un pastel de verdura, con cebada, avena y centeno, y un picadillo de nabos, berros, rabanitos y zanahorias. A1 lado, otro cocinero acababa de cocer unos pescados en una mezcla de vino con agua, y los estaba cubriendo con una salsa de salvia, perejil, tomillo, ajo, pimienta y sal. En la pared que correspondía al torreón occidental se abría un enorme horno de pan, del que surgían rojizos resnlandores. A1 lado del torreón meridional, una inmensa chimenez en la que hervían unos calderos y giraban varios asadores. Por la puerta que daba a la era situada detrás de la iglesia entraban en aquel momento los porquerizos trayendo la carne de los cerdos que habían matado.

 

Por esa puerta salimos y pasamos a la era, en la parte más oriental de la meseta, donde, contra la muralla, había un conjunto de construcciones. Severino me explicó que la primera albergaba los chiqueros: primero estaban las caballerizas, después el establo donde se guardaban los bueyes, los gallíneros y el corral techado para las ovejas. Delante de los chiqueros los porquerizos estaban removiendo en una gran tinaja la sangre de los cerdos que acababan de degollar, para que no se coagulara. Si se la removía bien y en seguida, podía durar varios días, gracias al clima frío, y utilizarse luego para fabricar mórcillas.

 

Volvimos a entrar en el Edificio, y sólo echamos una ojeada al refectorio, mientras lo atraves bamos para dirigirnos hacia el torreón oriental. E1 refectorro se extendía hacia dos de los torreones: el septentrional, donde había una chimenea, y el oriental, donde había una escalera de caracol que conducía al scriptorium, es decir, al segundo piso. Por allí iban los monjes todos los días a su trabajo; y también por dos escaleras, menos accesibles pero bien caldeadas, que ascendían en espiral detr s de la chimenea y del horno de la cocina.

 

Guillermo preguntó si, siendo domingo, encontraríamos a alguien en el scriptorium. Severino sonrió y dijo que, para el monje benedictino, el trabajo es oración. E1 domingo los oficios duraban más, pero los monjes adictos a los libros pasaban igualmente algunas horas arriba, que solían emplear en provechosos intercambios de observaciones eruditas, consejos y reflexiones sobre las sagradas escrituras.

 

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