Sandra Isabel Jiménez Mateos *
Howard Carter, quien será el descubridor de la tumba de Tutankamón, nació el 9 de mayo de 1874 en Norfolk, Inglaterra.
Fue un niño con una gran inteligencia, pero que poco asistió a la escuela, mientras que su padre Samuel Carter –un celebre pintor conocido por toda Inglaterra- le enseñó los rudimentos del dibujo y la pintura. Con ese talento empieza a destacar y Una sociedad de egiptología inglesa le propone, a los 17 años, ser parte de la Misión Arqueológica en Egipto, en la que participa desde 1891 hasta 1899. Acepta. Allí, copia bajorrelieves, aprende a excavar y restaurar los monumentos.
En 1892 colaboró con el egiptólogo Flinders Petrie en la excavación de Tell el-Amarna , y con E. Naville en Deir el-Bahari.
A partir de 1899 inicia carrera en el Servicio de Antigüedades de Egipto, donde fue inspector en jefe de las antigüedades del Alto Egipto. Tras ejercer funciones también en el Bajo Egipto, renunció a sus cargos en 1905.
En 1908, lord Carnarvon, un noble, entusiasta aficionado a la arqueología y dispuesto a proporcionar los fondos necesarios para continuar el trabajo de Carter, lo contrata para excavar en Tebas donde descubrió cinco tumbas reales, tres de ellas asociadas con los faraones Montuhotep, Amenofis I y Tutmosis IV, y dos vinculadas con la reina Hatshepsut.
Estos fueron sus descubrimientos más importantes hasta entonces.
A principios de la década de 1920 Carnarvon pidió y obtuvo permiso para excavar en el Valle de los Reyes, en busca de la tumba de Tutankamón, llamado el faraón niño por la corta edad en que subió al trono y por haber fallecido a los dieciocho años. Era una búsqueda difícil: las pistas que habían llevado a ese lugar a Carter y a lord Carnarvon eran muy tenues, y el Valle había sido tan excavado que nadie esperaba que pudieran encontrar nada.
El descubrimiento de la tumba de Tutankamon
En 1922, tras varias campañas infructuosas, Carter decidió excavar las ruinas de unas casas de los obreros dedicados a construir las tumbas reales; era el último lugar que quedaba por investigar. El 5 de noviembre de 1922, a cuatro metros de la tumba de Ramsés II, descubrió los restos de una escalera que se adentraba en la roca; excitado por el hallazgo, retiró los escombros que cubrían los dieciséis peldaños hasta topar con una puerta sellada. A pesar de la decepción inicial al comprobar que los sellos habían sido rotos por saqueadores, procedió junto con Carnarvon a horadar el tabique que cerraba la puerta. Su reacción ante lo que vieron sus ojos, a la luz de una vela, es ya famosa: ‘»Veo maravillas'».
Habían descubierto la tumba de Tutankamón, faraón de la XVIII dinastía, asesinado a los dieciocho años, en el siglo XIV a.c. Se trataba de un complejo funerario compuesto por varias cámaras, lleno de riquezas, que guardaba el sepulcro del joven faraón. La suntuosidad del ajuar hallado, que comprendía joyas, armas, vasijas, muebles y hasta carros (que tuvieron que ser serrados para introducirlos en la cámara), hace suponer que los saqueadores fueron descubiertos antes de que pudiesen perpetrar su expolio.
Lo extraordinario del hallazgo no fue tanto la importancia histórica del faraón como el hecho de que la tumba se encontrara intacta y que contuviese un espléndido tesoro, que actualmente se exhibe en el Museo Egipcio de El Cairo.
Si se tiene en cuenta que Tutankamón fue un faraón poco importante y con un corto reinado, cabe preguntarse qué maravillas no contendrían las tumbas de otros faraones mucho más poderosos, como Seti I, Ramsés II o Amenofis III.
La alegría por el descubrimiento de 1922 dio paso a una serie circunstancias problemáticas y penosas que comenzaron con la decisión de Carnavon de conceder la exclusiva de la excavación al «Times» de Londres. Ello les granjeó la animadversión de los medios de comunicación del mundo, con excepción de los medios egipcios, que invocaron además el odio al extranjero como respuesta al desaire.
Cuatro meses después de abrir la tumba, una misteriosa enfermedad, causada según parece por una picadura de mosquito postraba al lord; la enfermedad sirvió de puente para zanjar los desencuentros que se habían producido entre ambos después del descubrimiento, por las decisiones de Carnarvon del que hacer con lo encontrado y la relación con los medios y el gobierno Egipcio. Carnarvon falleció el 5 de abril de 1923 y al mismo le siguieron otros de varias personas relacionadas con la apertura del sarcófago, con lo cual inició la leyenda de la maldición del faraón.
Ante el deceso trató de renovar la concesión a su nombre y de convencer a Evelyn, la hija de Carnavon, de que la renovase.
El descubrimiento provocó que los nacionalistas egipcios presionaron al Gobierno, indignados, para que el tesoro encontrado se quedase completo ahí ; ante esto Carter cerró la tumba en 1924, dejando el sarcófago colgado peligrosamente de unas cuerdas con las que se le iba a extraer.
La concesión se reintegró en 1925, a nombre de la hija de Carnarvon y excluía la propiedad de cualquier objeto salido de la tumba. Carnavon entonces nombró miembro de la expedición al enviado del «Times», con lo que volvió a estallar la polémica. Con mucho esfuerzo y tesón logró acabar el inventario arqueológico en 1932, ya bajo gestión del Gobierno egipcio.
En Gran Bretaña pleiteó por la exclusividad de sus fotografías. En EE.UU. se convirtió en una excéntrica celebridad, con una difícil relación, en ocasiones, con los patronos del Museo Metropolitano. Al final de sus días, algunas piezas extraídas de la tumba que no figuraban en el inventario fueron discretamente llevadas al Museo del Cairo.
Carter se retiró de la arqueología, convirtiéndose en asesor de coleccionistas y museos, como los de Cleveland o Detroit. Murió el 2 de marzo de 1939, a los 64 años. Es decir, no murió por la maldición de la tumba del faraón.
* Investigadora académica del Instituto de Investigaciones y Estudios Superiores Económicos y Sociales (IIESES), de la Universidad Veracruzana