El deseo es el combustible de nuestras acciones. El más poderoso y quizá el único combustible que realmente importa para producir nuestras conductas.

Deseamos sentir un sabor y hurgamos en la alacena en busca de él, o nos movemos en la ciudad hasta encontrar ese restaurante que nos lo ofrece. Deseamos un amor y lo cortejamos durante meses o años hasta conquistarlo; invertimos dinero, nos mudamos en románticos poetas, en intelectuales, en los más perseverantes, en el mejor partido, todo con tal de agradar y conseguir nuestro objetivo.

Es normal desear cuando algo nos falta y dejar de hacerlo cuando tenemos en exceso, por eso nuestros deseos suelen ser intermitentes a lo largo de un día o de una vida. Las personas se casan o se divorcian porque responden a un deseo; se guardan recatadamente o se liberan explosivamente; se convierten en héroes y ejemplo de tenacidad o en apáticos ninis.

Pero, como cualquier otra emoción, el deseo también debe controlarse. La ausencia de éste nos convierte en zombies anhedónicos, deprimidos e inmóviles; jugar, trabajar, estudiar o pasear no importan nada, no le otorgamos valor a nada, ni siquiera el amor verdadero nos motiva. Nos deja de inquietar la belleza, los olores de primavera, las manos suaves.

No obstante, desear en exceso también puede convertirse en un problema de cuidado. Una persona que desea todo el tiempo corre el riesgo de ser infeliz, sobre todo si sus deseos nunca son satisfechos. Se convierte en predador social, en morboso, en un impertinente acosador, en un fanático.

Sí, es cierto, el desear o no desear obedece, en parte, a nuestra disponibilidad o saciedad, pero finalmente todo dependerá del cómputo neural que haga el cerebro. ¿Dónde se guarda el deseo en el cerebro? y ¿acaso podemos accesar a él y controlarlo artificialmente? Mucha de la evidencia experimental apunta a que el deseo depende de la actividad de las neuronas que van del cerebro medio hacia el estriado y corteza prefrontal. Es ahí, en el sistema mesolímbico, donde las neuronas producen y liberan el neuromodulador dopamina.

La fórmula parece sencilla: entre más deseamos más dopamina liberamos; si deseamos pero no se cumplen nuestras expectativas la dopamina se retrasa, indicando que aquello que esperábamos no llegó; si por el contrario el deseo se satisface, el placer será mayor que si no se hubiera deseado.

Imagina, por ejemplo, comer una botana después de un día de ayuno, seguro la disfrutarías mucho más que si te la ofrecieran después de un banquete; ahora piensa en esas ganas desesperadas de estar junto al ser amado el viernes después de una larga semana de trabajo, aunque tampoco será extraño que para el domingo se deseé estar solo.

Lo cierto es que necesitamos aquello que nos ayuda a obtener nuestro equilibrio biológico (homeostasis social, energética, etc.) y es por ello que en un cerebro sano el deseo es el mejor indicador de lo que nos conviene. El neurocientífico Jaak Panksepp dice que las emociones son señales indicadoras para buscar lo que nos conviene a fin de aumentar nuestra adecuación biológica o evitar aquello que nos daría desventajas.

El problema es que el deseo casi siempre se modifica en un cerebro enfermo o que funciona anormalmente. Un buen ejemplo son las drogas de abuso. Los deseos intensos por el cigarro, la cocaína, el alcohol, o la heroína representan actividad dopaminérgica exagerada que aumenta con el tiempo y el consumo.

Las personas adictas reportan que aunque deseen más la droga, la experiencia de placer al consumirla no es mayor que antes. Esto ha llevado a la creación de la teoría de “el valor incentivo” de Berridge y Robinson (1998), quienes sugieren que el deseo y el placer son dos cosas diferentes en el cerebro. Según sus hallazgos, los humanos y los animales podemos desear algo cada vez con más intensidad a pesar de que nos guste exactamente igual que la primera vez y ese proceso de sensibilización vuelve loco nuestro deseo.

Eso es exactamente lo que le pasa a un cerebro adicto. Su deseo por la droga es mayor con cada consumo repetido, aunque la experiencia hedónica o de placer sea exactamente la misma.

De cierto modo, una persona enamorada muestra sensibilización hacia el ser amado, pues se le desea más que antes. Una madre también se sensibiliza hacia sus crías y responde a su cuidado con mayor velocidad y eficacia que una hembra no sensibilizada.

Sensibilizarnos hacia algo es desearlo más que antes, lo cual nos llevará indudablemente a hacerlo más. Por eso con el deseo es, como bien dice el dicho, “ni tanto que queme al santo, ni tanto que no lo alumbre”. Indiscutible verdad.

 

*Académico del Centro de Investigaciones Cerebrales de la Universidad Veracruzana

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