Quien busca iluminación
es probable que encuentre, al menos una vela,
pero quien persiste en la busca
deberá apagar la vela,
dejarse amar,
dejarse salvar,
y dejarse iluminar
por todas las cosas.
Antonio Orihuela, en Cosas que tiramos a la basura.
La inquietud te invade cuando caes en la cuenta que, en este tiempo, para encontrarte contigo mismo tienes que conectar una extensión a la red eléctrica para luego enchufarla a tu computadora. Después, encender ésta y esperar a que sus circuitos carguen los programas requeridos para su operación y todo quede debidamente preparado para que, ahora sí, puedas establecer comunicación con tu interlocutor preferido: tú mismo. Si hace no mucho tiempo te bastaba con recostarte en cualquier sillón y abrir un libro para lograr tal fin, o cuando mucho tener a la mano una hoja de papel y un lápiz, ahora sólo puedes hablar contigo mediante una tecnología de cierta complejidad. ¡Uta!
Pero, ¿de qué quieres hablar ahora, Mané?
Más bien diré que no quiero hablar del hombre que vendía gelatinas a las puertas del exclusivo supermercado, sino que quería conversar sobre un tema serio y trascendente: los robots asesinos, por ejemplo. Pero resulta que la artificial alegría despertada en tí por una mañana soleada y un opíparo desayuno en el restorán de moda se partió en dos cuando, al salir cargado de mercancías del mentado supermercado –pensando en robots y otras tecno-chucherías-, te encontraste con el hombre que vendía gelatinas. Un hombre viejo, con el hambre y el cansancio reflejados en su rostro, silenciosamente ofrecía sus gelatinas, mirando con cierto asombro a la distinguida clientela del súper que depositaba las bolsas con el preciado salmón noruego, los vinos chilenos y el chorizo español en las cajuelas de sus modernos automóviles.
Tu cielo imaginario se partió en dos al hacerse patente frente a tu propia vista los profundos abismos abiertos entre los hombres y mujeres que poblamos el planeta. ¿Qué puede significar una erudita disertación sobre robots asesinos a este hombre, humilde y hambriento, que ofrece sus gelatinas en un sitio tan absurdo para venderlas como lo es un exclusivo supermercado? Los clientes de éste viven en un mundo diferente, un mundo de relativa abundancia o, al menos, con lo indispensable para vivir decorosamente: buena comida, vivienda y vestimenta adecuadas, educación por encima del promedio, acceso a bienes culturales y a tantos otros necesarios para el buen vivir.
Pero la mitad de quienes habitan este hermoso país no tienen acceso a estos bienes; su vida más bien es rica en necesidades, como la de este hombre que, en pleno domingo soleado y caluroso, se ve empujado por esas necesidades a salir a vender gelatinas incluso en un sitio tan poco venturoso como las puertas de un supermercado de lujo.
¿Para qué ciencia y tecnología en tiempos de miseria?
De iluminación en iluminación/ y de engaño en engaño,/ ¿quién es este/ que cava patatas con tanto afán?
¿Qué luminosa teoría, Mané, o qué deslumbrante poema podrán salvar a este hombre, y a sus semejantes, de la pobreza? De esa pobreza material que conduce también al empobrecimiento cultural, espiritual, condenando a estos hombres y mujeres a vivir en otro universo, donde no existen Borges, ni el Quijote, ni la física cuántica ni la robótica.
A manera de exorcismo te dices a ti mismo –a través del teclado de la computadora, por supuesto- que la ciencia y la técnica, por sí mismas, no pueden acabar con la desigualdad, ni con la explotación de unos hombres por otros, ni con la pobreza consecuente.
Ese abismo entre los hombres, pobladores de este pequeño planeta, será cancelado cuando logremos restablecer el equilibrio y la justicia social, no mediante la ciencia y la tecnología, sino terminando con la sociedad dividida en clases sociales asentada en el modo de producción capitalista, cuyo eje central lo define la propiedad privada de los medios de producción. Así lo demuestran las ciencias sociales y las teorías económicas, Mané, no lo pierdas de vista. Aunque estas verdades nunca las aprenderás en la escuela, pues recuerda que quienes tienen el poder económico, tienen además el poder político y, por tanto, el poder de decidir sobre lo que debes aprender y lo que no debes. Y por supuesto que nunca te enseñarán algo que ponga en riesgo sus intereses.
Entonces, piensa Mané, habrá que llamar a una conspiración cósmica en que se unan la hormiga y la estrella, y entonces sí, con toda la sabiduría que la evolución del universo ha prodigado a estos seres, y en compañía del hombre que vende gelatinas, será posible apagar la vela y se demostrará –con todo rigor lógico- que algunos poetas tuvieron consigo la razón en la mano izquierda.
Reflexionar para comprender lo que se ve y lo que no se ve.