Manuel Martínez Morales
En alguno de los primeros cursos que tomé sobre mecánica clásica, se trató la ley de la gravitación universal, enunciada por Isaac Newton. El maestro del curso, nos pedía que imagináramos dos cuerpos masivos –dos esferas solidas- en “condiciones ideales”, es decir aisladas de todo lo demás, sólo las dos esferas en un inmenso espacio vacío. Entonces, añadía el profesor, según la teoría de la gravitación universal estos dos cuerpos se atraerán en proporción directa a la magnitud de sus masas, y en proporción inversa al cuadrado de la distancia que separa sus centros, de acuerdo a una ecuación que escribía en el pizarrón.
Lo que significa que mientras mayores sean las masas de los cuerpos, la fuerza de atracción entre ellos también será mayor, y la fuerza será menor cuanto más grande sea la distancia que las separa.
Y que, mediante esta ecuación y otros artilugios matemáticos también desarrollados por Newton podía predecirse el movimiento de estos cuerpos si se conocían el estado inicial en que se encontraban (masas y distancia, además posiblemente de algún otro parámetro relevante) además de las leyes que rigen el movimiento mecánico de los cuerpos, entre ellas la ley de la gravitación universal.
Además, todo esto se asentaba en la creencia de que las leyes de la física eran universales e inconmovibles; una ley física era válida en cualquier tiempo y lugar del universo, y el estudio de éste podría hacerse según el método cartesiano: investigar sus parte separadamente y después hacer inferencias sobre el todo a partir de la combinación del comportamiento de las partes.
Mientras que el problema de la interacción gravitacional de dos cuerpos tiene solución mediante el método de las cuadraturas integrales, el problema de tres cuerpos no tiene solución general por dicho método y en algunos casos su solución puede ser caótica en el sentido físico del término, lo que significa que pequeñas variaciones en las condiciones iniciales pueden llevar a destinos totalmente diferentes.
Pero, el problema de la interacción gravitacional de tres o más cuerpos no puede resolverse. Como demostró el matemático francés Henri Poincaré, no existe una fórmula que lo rija.
Este problema no surge como un problema meramente hipotético, pues el sistema Tierra-Luna-Sol es un caso muy próximo del problema. Charles-Eugène Delaunay estudió entre 1860 y 1867 dicho sistema y publicó dos volúmenes sobre el tema, cada uno de 900 páginas. Entre muchos otros logros, en su trabajo aparece ya el caos, y aplica la teoría de la perturbación, que consiste en resolverlo como un problema de dos cuerpos y considerar que el tercero perturba la posición de los otros dos.
Se trata de un caso de inestabilidad, denominado el “problema teórico fundamental de la estabilidad del equilibrio”, un fenómeno que en términos actuales puede denominarse movimiento caótico y que no pudo ser abordado hasta 1949 cuando el matemático uruguayo José Luis Massera lo caracterizó en términos de las funciones de Lyapunov.
A finales del siglo XIX Henri Poincaré (1854-1912), matemático francés, introdujo un nuevo punto de vista al preguntar si el sistema solar sería estable para siempre. Poincaré fue el primero en pensar en la posibilidad del caos, en el sentido de un comportamiento que dependiera sensiblemente de las condiciones iniciales. En 1903 Poincaré postulaba acerca de lo aleatorio y del azar en los siguientes términos:
El azar no es más que la medida de la ignorancia del hombre, reconociendo, a la vez, la existencia de innumerables fenómenos que no eran completamente aleatorios, que simplemente no respondían a una dinámica lineal, aquellos a los que pequeños cambios en las condiciones iniciales conducían a enormes cambios en el resultado. Esta afirmación, además, está directamente relacionada con la teoría de variables ocultas. De este modo se comenzó la búsqueda de las leyes que gobiernan los sistemas desconocidos, tales como el clima, la sangre cuando fluye a través del corazón, las turbulencias, las formaciones geológicas, los atascos de vehículos, las epidemias, la bolsa o la forma en que las flores florecen en un prado.
Reflexionar para comprender lo que se ve y lo que no se ve.