Siempre que pienso en alguna cosa, la traiciono.

Sólo teniéndola ante mi puedo pensar en ella.

No pensando, sino viendo.

No con el pensamiento, sino con los ojos.

Alberto Caeiro

 

Ahora que se ha puesto de moda hablar de reforma educativa (lo que sea que esto signifique), cabe reflexionar sobre un sector de la población de educandos poco tenido en cuenta, me refiero precisamente a los estudiantes de ciencias.

     Ignoro por qué aberrantes razones se educa con el mismo método a futuros abogados, físicos, economistas, matemáticos y sociólogos. Se les ofrece lo que otros han llamado “educación en cápsulas”, a través de un sistema verbalista, memorista y autoritario donde el papel del estudiante es servir como receptáculo pasivo al que hay que rellenar de “conocimientos”. Los programas de estudio –independientemente del “modelo”-  son, por lo general, totalmente arbitrarios pues dependen de los gustos, conocimientos e inclinaciones de quienes los elaboran y, en muchas ocasiones, son una simple transcripción de índices de los libros de moda; nada más perjudicial para los estudiantes de ciencia que requieren, como ningunos otros, de iniciativa, capacidad crítica y fundamentalmente, creatividad.

     No es casual que muchos de los grandes científicos contemporáneos se hayan formado al margen y a pesar del sistema educativo. El mismo Einstein, tan rechazado y maltratado por el sistema educativo formal, en alguna ocasión dijo que “la educación es aquello que permanece cuando todo lo aprendido se ha olvidado”. Probablemente las cosas sean como señala Louis Althusser cuando afirma que “la escuela sirve fundamentalmente como un instrumento ideológico del estado; esto es, que su función primordial es transmitir un conjunto de ideas, nociones y conductas que garanticen, ante todo, el consenso con el sistema social en que se vive”. En otras palabras, lo importante de la función escolar no es tanto la transmisión de conocimientos y la habilidad para generarlos, sino la “educación” de los sujetos en la obediencia y el conformismo necesarios para la reproducción del sistema.

Hasta el momento, nuestras escuelas de ciencias se han conformado con producir científicos de la misma manera en que se producen panes o tabiques, en serie y al vapor. Muy raramente se han cuestionado los antidiluvianos métodos de enseñanza, a lo más se actualizan los temas de estudio, se cambian algunas formas (MEIF, educación por competencias, etcétera), pero eso no basta.

En su importante, y poco conocida obra, la función social de la ciencia, dice John Desmond Bernal:

“El objetivo de la enseñanza de la ciencia es doble: proveer un conocimiento de los logros de la ciencia y acumular efectivamente el método mediante el cual tales conocimientos han sido adquiridos […] Este ultimo aspecto es en el que mayormente falla la enseñanza de las ciencias. El método científico generalmente se expone, aún en las prácticas de laboratorio, como si constara sólo de mediciones y deducciones lógicas simples. Difícilmente se menciona el rol que la imaginación y la construcción y prueba de hipótesis tienen en el método científico”.

    

    Cómo y de qué manera se habrán de formar los científicos que México requiere, constituye uno de los mayores retos para las universidades y, en particular, para las escuelas y facultades de ciencias.

            A lo anterior, agréguese que la mayoría de los profesores de las escuelas de ciencias podemos ser clasificados en la categoría que Gastón Bachelard justamente ha denominado alma profesoral:

orgullosa de su dogmatismo, fija en su primer abstracción, apoyada toda la vida en éxitos escolares de su juventud, repitiendo cada año su saber, imponiendo sus demostraciones, entregada al interés deductivo, sostén tan cómodo de la autoridad enseñando a su criado como hace Descartes”.

     ¿Qué hacer? No mucho, simplemente desmantelar esa máquina infernal llamada escuela tradicional y con un verdadero espíritu democrático y comunitario “rehacer lo que no se ha hecho”: educar. Y, desde el punto de vista meramente técnico, volver a la enseñanza individualizada recordando aquello de “cada cabeza es un mundo” y conformar programas, horarios ritmos a cada estudiante de acuerdo con sus intereses y aptitudes. ¿Imposible? Nunca se ha intentado.

     Pero, sobre todo, habrá que saber infundir en esos futuros hombres de ciencia la pasión y el compromiso con el conocimiento. Habremos dado un gran paso si uno solo de nuestros estudiantes hace suya la siguiente reflexión de Bachelard:

La ciencia se comprende cuando uno se ha comprometido vigorosamente con ella, cuando se ama la tensión del estudio, cuando se ha reconocido que ella es un modelo de progreso espiritual y que nos permite ser un actor de un gran destino humano, cualquiera que sea el lugar en que la modestia de la investigación científica nos sitúe”.

Reflexionar para comprender lo que se ve y lo que no se ve.

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