El paradigma que rige el quehacer de la ciencia moderna postula entidades de difícil comprensión, como es el caso de la gravedad. Quien primero formuló una teoría sobre la gravitación, en sentido moderno, fue Isaac Newton. En su teoría, la gravedad se definía como una “fuerza” que hacía que dos cuerpos materiales cualesquiera se atrajeran uno al otro con una intensidad caracterizada por un conjunto de ecuaciones. Pero si alguien preguntaba a Newton: ¿Qué es la gravedad? El científico respondía: No hago hipótesis.

            En otras palabras, la respuesta de Newton podría interpretarse como diciendo: quién sabe  qué es la gravedad, pero la puedo medir. Y, según el paradigma científico positivista, si algo se puede medir, existe, y en una de sus versiones más distorsionadas, esta afirmación a veces se interpreta como que todo lo que no puede medirse, es inexistente (medir es asignar números a cosas o procesos mediante determinados procedimientos).

 La célebre frase cartesiana “pienso luego existo”, podría parafrasearse como “soy medible, luego existo”.

            Todavía en mis días de estudiante de física en los libros se ilustraba la gravedad como un campo que emanaba de los cuerpos materiales. Es decir se pensaba en la gravedad como una entidad que todo cuerpo material poseía. ¿Ha visto usted alguna vez el campo gravitacional?

            Posteriormente, ya en pleno siglo XX, Einstein da un vuelco a la teoría de la gravitación newtoniana y en su teoría relativista interpreta la gravedad ya no como una fuerza, sino como una distorsión del complejo espacio-tiempo asociado a la existencia de la materia. Igualmente puede medirse el grado de “distorsión” del campo en cada punto y pueden hacerse predicciones muy precisas acerca de la interacción gravitacional entre dos cuerpos.

                        A partir de una equívoca interpretación del paradigma mecanicista se pensaba que en otros campos abiertos a la ciencia, como la biología o la psicología, también existían entidades que no podían observarse directamente –como la gravedad- pero cuya medición asegurarían su existencia. O más bien, que la medición de hechos deducidos de la supuesta existencia de alguna entidad (la fuerza vital, la inteligencia) aseguraba la existencia de ésta.

            Durante todo el siglo veinte los psicólogos –y más tarde otros especialistas- afanosamente buscaron ubicar y medir la inteligencia pretendiendo con ello demostrar su existencia. Pero hasta el momento, no tengo información acerca de en qué sitio del cerebro reside la inteligencia.

            Y en cuanto a medirla, todas las pruebas que se han diseñado para ello han demostrado ser limitadas y, cuando mucho, reducen la inteligencia a aquello que es medido por la prueba, lo que a fin de cuentas es equivalente a la respuesta de Newton: quién sabe que es la inteligencia pero, según esta prueba, tienes un coeficiente intelectual de 30, lo que corresponde a un retrasado mental.

            Y ahora resulta que algo tan elusivo, en su misma definición, como la conciencia (¿qué es eso?) se puede medir. Debo decir que el problema de definir lo que es la conciencia es aún objeto de candentes debates en los que participan filósofos, especialistas en las ciencias del cerebro, psicólogos, expertos en inteligencia artificial y hasta físicos y matemáticos.

            Según reportes recientes, un grupo de investigadores han realizado experimentos y mediciones con electrodos conectados a distintas partes del cerebro en pacientes que están anestesiados, postulando la hipótesis de que bajo estos efectos, la conciencia “se apaga”, y pasado el efecto anestésico, “se enciende”. Al descubrir cuales partes del cerebro se “apagan” y “encienden” en el proceso, estos investigadores pretenden determinar en que lugar reside la conciencia y creo que también pretenden medir su grado de intensidad: poco consciente, medio consciente, totalmente consciente. 

            Observando el cerebro anestesiado mediante electroencefalogramas o con imágenes obtenidas con resonancia magnética, estos científicos dicen haber encontrado evidencia para apoyar la teoría de “información integrada”, la cual asevera que la conciencia surge de la comunicación entre diferentes zonas del cerebro y se “apaga” cuando esta comunicación se interrumpe. Así mismo, estos estudios revelan que se producen distintos patrones en las ondas cerebrales medidas por un electroencefalograma, según el cerebro se encuentre o no anestesiado.

            Aunque aún subsisten muchas interrogantes, estos estudios parecen promisorios en cuanto a establecer una relación entre la actividad neuronal en el cerebro y lo que llamamos conciencia.

Dicen estos investigadores que combinando los resultados del electroencefalograma con estimulación magnética del cerebro será posible medir el grado de conciencia y así llevar un registro del grado de recuperación de pacientes que caen en estado “vegetativo”.

Aún cuando la pretensión de medir la conciencia no muestre lo que ésta realmente es, el campo de investigación parece muy promisorio. El lector interesado puede consultar el siguiente sitio:

 http://www.the-scientist.com//?articles.view/articleNo/35140/title/Measuring-Consciousness/

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