Manuel Martínez Morales
“Si hay algo que existe es el tiempo y las flores -decía la piedra«. En su opaca conciencia mineral, la piedra débilmente intuía el sentido de la magnificencia material de su estructura interna: si era silicio, cuarzo o calcio, con impurezas de cobre aquí y allá y uno que otro fósil alojado por azar en su interior, no importaba; importaba la certeza, sobre todo, de la existencia del tiempo y las flores, pues sin la piedra, roca primordial, aquéllos eran impensables. Dios no juega a los dados, se entretiene con cubitos de ‘algo’, ensamblando universos con su LEGGO atómico. En ese juego infinito, la vida y la muerte son sólo accidentales, etapas necesarias aunque triviales en el interminable ajedrez celestial. En el apartado cinco de la creación -rincón más bien miserable del universo- resuena sin recibir respuestas aún la pregunta esencial: ¿Por qué el ser y no la nada?
El viejo Mendeleiev cavila, no le importa esa piedra ni todas las piedras preciosas del mundo; le interesa el bloque fundamental, el ladrillo básico -incoloro, inodoro, insípido, inasible, invisible-, el punto aleph, centro indiferenciado que ha dado origen a todo lo existente.
El sabio siberiano adivina fugazmente retazos del juego divino; con paciencia logra trazar el esquema periódico: por un lado los metales, que pueden ser alcalinos, alcalino-térreos o térreos definitivamente; en la transición tiene que aparecer -por supuesto- el noble carbono y su familia; le siguen el oxígeno y sus parientes cercanos el selenio y el telurio; que no se olvide a los grupos del nitrógeno y los halógenos, para terminar muy a la derecha con los gases nobles.
Dimitri Ivánovich Mendeléiev nació en Tobolsk (Siberia) el 8 de febrero de 1834. Era el menor de al menos 17 hermanos de la familia formada por Iván Pávlovich Mendeléyev y María Dmítrievna Mendeléyeva. Desde joven destacó en ciencias en la escuela, no así en ortografía. Un cuñado suyo, exiliado por motivos políticos, y un químico de la fábrica le inculcaron el amor por las ciencias.
La familia sufrió, ya que Dimitri sólo terminó el bachillerato, murió su padre y se quemó la fábrica de cristal que dirigía su madre. Ésta apostó por invertir en la educación de Dimitri los ahorros guardados, en vez de reconstruir la fábrica. En esa época la mayoría de los hermanos, excepto una hermana, se habían independizado, y la madre se los llevó a Moscú para que Dimitri ingresase en la universidad. Sin embargo, Mendeléiev no fue admitido, quizá debido al clima político que existía en ese momento en Rusia, ya que no admitían en la universidad a nadie que no fuese de Moscú.
Aun así, se graduó en 1855 como el primero de su clase consiguiendo la plaza de maestro de escuela, para alcanzar posteriormente la plaza de cátedra de química en la Universidad de San Petersburgo. A los 23 años era ya encargado de un curso de dicha universidad.
Por una jugarreta del destino, Dimitri viaja en el tiempo y aterriza en el México de hoy, año 2015, un desconocido que a duras penas consigue empleo como profesor de educación básica, después de someterse a una tortuosa evaluación.
Dimitri sobrevive en el país de la no inflación y la bonanza con el sólido y fundamental salario de un profesor cualquiera. El ministro y el Supremo se regocijan al considerar que al menospreciado científico –ahora profesor de educación básica- y a todos sus otros colegas del magisterio se les hace un favor al incluirlos en la nómina de las migas.
Los elementos se ordenan según la divina escala. De los ladrillos elementales se construye el reino mineral, del cual surge en su momento el reino vegetal, para entre ambos sostener al reino de los reinos, el reino animal, en cuyo trono se sienta arrogante un singular primate bípedo. Ahora -2015- Dimitri aprende que hay una multitud de ladrillos más elementales aún: mesones, leptones, bariones y otros que se pierden en la absoluta abstracción del caos microcósmico para reducirse finalmente en el elemento por excelencia: el quark.
El sueldo no le alcanza al profesor Mendeleiev para comprar los libros sobre física, química y matemáticas que tanto quiere. Se resigna a la lectura de periódicos y uno que otro texto poético. Condenado a pasar el resto de sus días como maestro en una sobrepoblada escuela secundaria en cualquier ciudad provinciana, Dimitri Ivanóvich trata de sacar el mayor provecho de su situación. Pasa las tardes tratando de entender este tiempo, el errático mundo; lee a Luis Cardoza y Aragón y se le figura que éste es un gran alquimista, un sabio que ha dado con la piedra filosofal, con el secreto de la transmutación. Otra vez las flores y el tiempo o el caballo que quiso ser caracol, el caracol que deseaba ser flor, la alondra que soñaba convertirse en santo y el dios que anhelaba ser caballo.
(Aviso de ocasión: Se transmutan caballos en caracoles. Rebaja si la transmutación es de caballo a delfín. Llamar a DIM).
Reflexionar para comprender lo que se ve y lo que no se ve.