En el proceso histórico que llevo a México a la independencia, además del uso de las armas, también se utilizó un lenguaje violento con la intención de destruir al enemigo. Entre 1810 y 1821, la guerra adquirió una lógica propia y una diversidad de formas y expresiones, y una de ellas fue la violencia simbólica y discursiva, pues en la guerra se busca no solo acabar físicamente con el adversario, sino también con su prestigio e imagen.
En septiembre de 1810 las autoridades de la Nueva España decidieron atacar y combatir en el terreno militar y lo hicieron igualmente en el campo de la propaganda, apunta el historiador Marco Antonio Landavazo, investigador de la Universidad Michoacana de San Nicolás de Hidalgo.
El fraile dominico Ramón Casaus, funcionario de la Inquisición y obispo auxiliar de Oaxaca, publicó varias cartas en el Diario de México en noviembre de 1810, luego de haberse iniciado la insurrección de Miguel Hidalgo, las cuales después fueron reunidas en un libro editado y publicado por el gobierno en 1811, con los mismos fines propagandísticos, la cual fue titulada: “El antihidalgo, cartas de un doctor mexicano al bachiller Don Miguel Hidalgo y Costilla, ex cura de Dolores, ex sacerdote de Cristo, ex cristiano, ex americano, ex hombre y generalísimo capataz de salteadores y asesinos”.
Ahí, entre otras cosas, Casaus dijo que “Hidalgo, presa del odio, de la envidia, de la ambición y del ateísmo decidió convocar a un levantamiento para apoderarse del reino y sus riquezas y ponerlas al servicio de Napoleón Bonaparte”.
También lo llamó: “coyote, zorro, lobo carnicero, perro rabioso, caballo desbocado, res, rey de asnos…”, y el preferido del autor “el tigre”, aunque también usó términos genéricos como “bestia, monstruo, fiera, cuadrúpedo, animal”.
Pero esta campaña de desprestigio igualmente se echó a andar del lado de los insurgentes.
El historiador Marco Antonio Landavazo sostiene “que Miguel Hidalgo y José María Morelos, los principales líderes de la insurrección, son autores de algunos de los textos más virulentos en contra del gobierno virreinal y los ´gachupines´, los españoles europeos que radicaban en tierras americanas –en contraposición al criollo establecido”.
Un ejemplo es el manifiesto de Hidalgo que circuló en octubre de 1810 en el obispado de Michoacán, en el cual el sacerdote sostenía que “Los ´gachupines´ eran católicos por política y que su Dios era el dinero; eran desnaturalizados pues por el vil interés podían sacrificar hasta sus padres y, por lo tanto, eran incapaces de tener afectos de humanidad”.
Morelos llegó a decir, que el móvil de los españoles europeos, “era una hidrópica ambición y su gobierno era el país de la impiedad moral, de la falacia y seno de la hipocresía”.
Este nivel de crispación durante la guerra que se expresó en los planos del discurso y la propaganda, da una idea de las dificultades que tuvieron los políticos que impulsaron la Independencia en 1821. Once años después de la insurrección, se proclamó el Plan de Iguala que impulsó en primer lugar Agustín de Iturbide, nacido en Valladolid (hoy Morelia).
Landavazo menciona que para lograr que este plan tuviera el apoyo popular, Iturbide se vio obligado a establecer una alianza con todos los grupos políticos y sociales de la Nueva España, incluyendo a los insurgentes. Por lo que durante los primeros años, prácticamente la mitad del siglo XIX, hubo un debate en este terreno de la memoria, cifrado en dos figuras, Hidalgo e Iturbide, que simbolizaban el inicio de la insurrección de la guerra y la consumación de la independencia.
“No fue casual que el emperador Maximiliano, el segundo emperador de México, tomara la decisión de celebrar el 16 de septiembre el inicio de la insurrección y no el 27 de septiembre, cuando se registró la entrada del Ejército Trigarante a la Ciudad de México, lo que simbolizó el rompimiento definitivo con España”, menciona Landavazo.
Para cuando Maximiliano de Habsburgo hace esto en 1864, Hidalgo se había convertido ya en la figura central de la Independencia, e Iturbide había sufrido una especie de degradación, ya que había sido declarado traidor por el Congreso; con ello se canceló en el terreno de la memoria oficial la consumación de la Independencia y el párroco de Dolores se convertiría en el héroe por antonomasia, tal como se le recuerda hasta ahora.