La invasión del continente americano por los europeos, a partir de finales del siglo XV, y el subsecuente proceso de colonización, significó no solamente la supresión de las categorías organizativas del conocimiento de los nativos americanos y la imposición de las categorías epistémicas entonces vigentes en Europa. También condujo a posibilitar el celebrado “esplendor” del Renacimiento europeo, y el subsecuente desarrollo de la ciencia y la técnica modernas ya que éste fue sufragado, en gran parte, con los recursos derivados  del saqueo de las riquezas americanas  y de la explotación del trabajo esclavo y  de la fuerza de trabajo indígena. A esto es a lo que algunos autores llaman “el lado oscuro del Renacimiento”.

Esta circunstancia persiste hasta nuestros días, pues la enorme transferencia de recursos de los países periféricos (“economías emergentes”, se dice hoy en día) a los países centrales (“avanzados”, se les llama)  subvenciona, en buena medida, el desarrollo científico y tecnológico de estos últimos. Pero los costos del desarrollo científico no sólo se limitan a la inversión directa, sino que incluyen también aquéllos necesarios para  amortizar los efectos negativos que, con frecuencia, acompañan a las aplicaciones tecnológicas de los hallazgos científicos. Situación acentuada cuando ciencia y técnica son subordinadas al servicio del capital, ya que entonces prevalece el criterio de la ganancia máxima, sin importar otras consideraciones, como son: el impacto de la tecnología sobre el medio ambiente; el daño que ciertos experimentos científicos pueden causar a la salud humana; los efectos socialmente perniciosos de algunas innovaciones técnicas, o el desequilibrio económico que éstas puedan provocar. En pocas palabras, también hay que pagar  los platos rotos por la ciencia, pero…. ¿quién los paga?

Cerca de medio millón de ciudadanos japoneses pagaron con sus vidas el experimento atómico que arrasó las ciudades de Hiroshima y Nagasaki en 1945, y varias generaciones sufrieron los efectos subsecuentes de la radiación. Y digo que fue un experimento puesto que, como es conocido, los científicos que diseñaron y construyeron la bomba no sabían, a ciencia cierta, cual sería la magnitud de su efecto destructivo. Lo supieron a costa de la vida y el sufrimiento de algunos cientos de miles de civiles japoneses. ¡Qué más da!….Unos cuantos platos rotos (póngalo en la cuenta…del pueblo japonés). Valía la pena, en tanto se abría el camino para asegurar el predominio del imperio del dólar, ¡No, perdón! Para asegurar la libertad y  la democracia “made in USA”, al cuidado de un perro guardián pertrechado con armas atómicas.

La historia continúa en el mismo tono: con un simple e hipócrita “usted disculpe”, dirigido al gobierno de Guatemala,  Barak Obama intentó exculpar al imperio al revelarse detalles de una investigación en la década de los 40 del siglo pasado, en la que se infectó a unos mil 500 guatemaltecos con sífilis y gonorrea sin su consentimiento para estudiar los efectos de la penicilina en estas enfermedades de transmisión sexual.

Todo empezó cuando la profesora de historia médica Susan Reverby, del Wellesley College, descubrió archivos del difunto doctor John Cutler, un oficial del Servicio de Salud Pública de Estados Unidos, quien encabezó la investigación en Guatemala, cuyos resultados aparentemente nunca fueron publicados. Al parecer, la investigación fue financiada con una beca de los Institutos Nacionales de Salud (parte del Servicio de Salud Pública) a la Oficina Sanitaria Panamericana, hoy conocida como la Organización Panamericana de Salud.

En los archivos se documentó que unos mil 500 hombres y mujeres fueron expuestos a sífilis y gonorrea por diferentes vías, algunos por visitas de prostitutas infectadas a prisioneros hasta directamente inyectando a los sujetos, entre ellos pacientes en hospitales siquiátricos. La profesora Reverby sitúa la cifra de guatemaltecos infectados en 696.

A algunos se les ofreció penicilina, pero no se sabe cuántos fueron efectivamente tratados. No hay ninguna prueba de que los afectados otorgaron permiso consciente de las consecuencias y de hecho, muchos fueron engañados sobre lo que se les estaba haciendo. Según los archivos, el gobierno guatemalteco otorgó permiso para realizar la investigación.

El doctor Cutler, responsable del experimento humano en Guatemala, es el mismo investigador del gobierno que encabezó un estudio rastreando a 600 hombres afroestadounidenses en Macon County, Alabama, infectados por sífilis, entre 1932 y 1972, sin jamás ofrecerles tratamiento, algo que se convirtió en un escándalo internacional.

               Es probable que de estos estudios se derivaran protocolos para tratamientos efectivos  de la sífilis y la gonorrea para beneficio, obviamente, de las empresas fabricantes de sendos fármacos. Esta vez, los platos rotos fueron pagados por (¡sorpresa!) ciudadanos afroamericanos pobres de Macon County y por ciudadanos guatemaltecos, pobres también. La fórmula no encierra misterio alguno: privatización de los beneficios, socialización de los costos.           

¿Es esa la ciencia que queremos?

               Reflexionar para comprender lo que se ve y lo que no se ve.

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