No decía palabras,
Acercaba tan sólo un cuerpo interrogante…
Luis Cernuda
El cuerpo humano es el resultado de un proceso evolutivo que abarca millones de años. Las determinaciones biológicas, las condiciones del medio, y la eventual socialización de aquellos simios que nos precedieron en la historia evolutiva, fueron dando forma a esa estructura específica que constituye nuestro cuerpo; sede del sentir y del pensar, del deseo y la desdicha, de la locura y de la conciencia, del amor y del odio. A lo largo de la historia humana, el cuerpo ha sido lugar de veneración, motivo de escándalo, objeto de placer o de tortura. El cuerpo posee dimensiones físicas y también, menos evidentes, dimensiones culturales.
La forma en que percibimos, representamos y conceptualizamos nuestro propio cuerpo no escapa a las determinaciones culturales. “El cuerpo –dice Francisco González Crussí-, siendo una entidad viviente, tiene una estructura y funciones propias, ostenta cierta apariencia y está dotado de sexo. Además interacciona con sus semejantes, y la interacción genera una multitud de imágenes y estados afectivos. Todo ello determina que la visión del cuerpo sea siempre cambiante, pues los aspectos que se perciben, así como los usos y tradiciones que la visión del cuerpo origina, varían con las civilizaciones, las clases sociales, las épocas y hasta con las sectas y grupos pequeños o subculturas que existen dentro de una sociedad.” (Una historia del cuerpo humano; en Letras Libres, Enero 2003)
En occidente, a partir del Renacimiento, cobra forma la imagen mecanicista del cuerpo -el cuerpo contemplado como una máquina- en tanto que las culturas orientales enfocan la energía invisible que el cuerpo irradia, relegando a segundo término los elementos anatómicos y fisiológicos, aun cuando el saber sobre éstos no les era ajeno. Los aztecas, según afirma González Crussí, no querían ver lo que vemos nosotros. No veían un corazón –órgano musculoso de contracciones rítmicas, involuntarias- sino una ofrenda capaz de liberar tal cantidad de energía que el orden del cosmos se alteraría si faltase. Sin la ofrenda a la deidad, el sol podría detener su curso en el firmamento. Aunque también buenos conocedores de la estructura y funciones del cuerpo humano, los aztecas situaban en primer plano la representación del cuerpo en cuanto a su relación con la divinidad y el cosmos. Vemos pues que, según el entorno cultural, el cuerpo puede ser considerado como una máquina, una entidad portadora de energía o un vínculo con la divinidad.
De la visión mecanicista del cuerpo, que surge en el Renacimiento, se transita, sin solución de continuidad, hacia una abstracción que identifica a la persona con su cuerpo, considerando a éste como un producto –una mercancía- susceptible de producirse en serie y de estandarizarse. A mediados del XIX, ya plenamente dentro de la sociedad capitalista industrializada, se acuñaron las nociones de norma y lo normal que impactaron profundamente en la forma en que se percibe, se representa y se conceptualiza el cuerpo humano en la época actual.
Las nociones de norma y lo normal surgen estrechamente vinculadas al desarrollo de la estadística, en particular a través del concepto de “media” o “promedio”. Se atribuye al estadístico francés A. Quetelet (1796-1847) el haber fomentado la noción generalizada de lo normal como imperativo. Quetelet emplea la distribución gausssiana (conocida también como la distribución normal) -hasta entonces aplicada al estudio de los errores en la medición de magnitudes físicas- para representar la distribución estadística de atributos humanos, tales como el peso y la estatura, en una población dada. De ahí derivó la noción de “hombre promedio”. Quetelet sostenía que esta abstracción era el promedio de todos los atributos individuales en una población dada. Entonces, el “hombre promedio”, el cuerpo del hombre medio, se convierte en el modelo de una forma de vida media. Quetelet pretendía que la hegemonía de la media reinara sobre los atributos físicos y morales de los hombres: “un individuo que compendiara en sí mismo todas las cualidades del hombre promedio, representaría a un tiempo toda la grandeza, la belleza y la bondad de ese ser.” Todo atributo que se alejara del promedio se consideraba una desviación que era indicativa de deficiencias morales o sociales: “las desviaciones más o menos grandes de la media han constituido para los artistas fealdad del cuerpo, así como vicio en cuestiones morales o un estado de enfermedad en lo referente a la constitución corporal.”
Estas ideas, de la norma y lo normal, fueron el antecedente para establecer la noción del cuerpo como un producto susceptible de estandarizarse, de producirse en serie de acuerdo a una norma establecida, implicando el rechazo, la inutilidad y la calidad desechable de todo cuerpo fuera de la norma. Puntualicemos que una de las características de la producción en serie de mercancías requiere la estandarización y la compatibilidad entre productos. Se produce vestido y calzado, se construyen casas, se diseñan programas educativos, se producen programas radiofónicos y televisivos, se publican revistas y se elaboran otros productos para el hombre y la mujer promedio; hombres y mujeres normales –en lo físico, lo afectivo y lo moral- son necesarios para que el aparato de producción capitalista funcione eficientemente.
A lo largo del siglo XX, paralelamente al intenso desarrollo tecnocientìfico de la sociedad capitalista, fue cobrando forma la idea del cuerpo como una entidad que, al igual que cualquier otra mercancía, puede diseñarse, remodelarse, consumirse y desecharse mediante la intervención de diversas tecnologías, particularmente la ingeniería genética, la electrónica, la computación, la robótica y la nanotecnologìa. Así se desemboca en la idea del cyborg (cybernetic organism), un cuerpo constituido de la conjunción de tejidos orgánicos y elementos mecatrónicos. “Hoy se habla cada vez con más seriedad de un futuro en el que se nos implantarán chips para mejorar nuestra memoria, así como dispositivos de comunicación (internet intercraneal y telefonía micro celular) y aparatos para monitorear nuestra salud o simplemente para funcionar como interfaces de las tecnologías que nos rodean.” (Naief Yeyha: Apuntes para una historia de la posthumanidad; en Letras Libres, Enero 2003)
También será posible, mediante la implantación de chips en lugares apropiados del cerebro controlar y mover objetos y dispositivos ¡con solo pensarlo! (M.A. Nicolelis, J.K. Chapin: Control de robots con la mente; Scientific American México, año 1, No. 6). El cuerpo se amplía en un sentido físico abarcando el entorno que lo rodea, el medio será parte del cuerpo mismo.
En estas nociones acerca del cuerpo humano, subyace la idea de que la conciencia es una excrecencia del mismo, es decir que la conciencia es consecuencia de ciertos procesos físicos de carácter algorítmico que pueden ser replicados y acuerpados en una computadora o robot. Por tanto, se deduce, nuestra conciencia podría ser “extraída” del cuerpo y “encarnada” en una máquina adecuada. La pregunta es si los procesos físicos que dan origen a la conciencia son realmente algorítmicos; muchos investigadores dudan de ello y no se conoce a ciencia cierta la relación cuerpo-conciencia.
En fin, en la sociedad moderna el cuerpo humano se convierte en una abstracción económica -el cuerpo mercancía- y en una posibilidad técnica –el cyborg– relegando al cuerpo concreto, con todas sus potencialidades, a segundo término. La conciencia se cosifica, se reduce a una cosa derivada de las funciones corporales y por ello, bajo la óptica del capital, se le considera exclusivamente en su calidad mercantil.
Si nos parece brutal el sacrificio del cuerpo que los aztecas realizaban en ofrenda a sus dioses, no nos sorprende que el capitalismo sacrifique miles de cuerpos y conciencias diariamente en el altar del mercado. El cuerpo y sus deseos son inmolados ante el dios del dinero.
Tal vez sea la hora de militar en el partido por la sacralización del cuerpo y de la vida.
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