Como es sabido, en las últimas décadas las empresas mineras han adquirido un negro historial, que ha resultado en la prohibición de su operación en diversos países, entre los que se cuenta su propio lugar de origen.
Particularmente dañina es la minería a cielo abierto. La minería a cielo abierto demuele montañas enteras con dos o tres grandes explosiones por día. En
breves lapsos se forman descomunales cráteres de 6 kilómetros de largo, 2 a 4 de ancho y entre 3 y 5 de profundidad, mientras millones de toneladas de roca se trituran al tamaño de una pulgada, para luego lixiviarlas con grandes montos de variadas sustancias químicas, entre las que se cuentan el cianuro y el mercurio. Hay una brutal ruptura de los flujos subterráneos de agua, una contaminación indescriptible de los ríos, mientras montañas de lodos tóxicos se disuelven con las lluvias, envenenando regiones y poblaciones enteras.
Con este tipo de sobreexplotación, las mineras chocan frontalmente con comunidades, regiones o naciones y entonces recurren a la violencia abierta para imponer sus intereses monetarios, lo cual ha sucedido ya en otras naciones –como Argentina- y en diversas regiones de México, como en San Juan Copala, Oaxaca, por mencionar sólo una.
Recordemos que en México, los gobiernos neoliberales reformaron la Ley de Minas en 1992, 1995 y en 2005, y han aplicado políticas económicas que, de hecho, entregan nuestros minerales a empresas privadas, mexicanas o extranjeras. Desclasificaron los minerales estratégicos (con excepción del uranio), permitieron concesiones de estos materiales a las transnacionales (sobre todo canadienses), otorgaron concesiones de hasta 50 años (ampliables a 100) y mezclan concesiones de exploración y de explotación.
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